¡Bienvenidos de nuevo! Un cuento inesperado.
Bajé al camarote de aquella imponente embarcación de tres mástiles casi centenaria. El pailebote Santa Eulalia estaba atracado en el puerto de Brest al noroeste de Francia, una emblemática ciudad amurallada en la época medieval, donde había acudido este barco, —como es costumbre—, a la cita periódica en la que concurren grandes embarcaciones tradicionales de ámbito internacional.

En los próximos días navegaría con ellos rumbo a Barcelona, el puerto donde tiene su amarre. Bajo la cubierta, y específicamente para aquella ocasión, el espacio de la bodega se había dividido con mamparos móviles y desmontables, que se hallaban encastados en unas guías, para proporcionar mas comodidad a los pasajeros que llevaba excepcionalmente en esta ocasión y por motivo de aquel encuentro.
El caso es que entre los mamparos, además de los coys que habían colgados para albergar a los pasajeros entre los que me encontraba, estaban estibadas las ropas y enseres; y colgados se hallaban los cabos adujados, un foque de respeto y también las defensas mas pequeñas sobre unas cajas donde se amontonaban algunos motones y guardacabos; y un par de faroles que colgaban de unos cabitos para alumbrar los espacios comunes. De tal manera estaba todo dispuesto, que me pareció estar entre las bambalinas de un teatro, sino fuera porque el balanceo —a pesar de estar amarrada y dentro de la rada—, movía la embarcación. Y aquel ambiente, como en otras ocasiones, propició que las musas que habitan en mi mente despertaran de su letargo.
A duras penas pude bajar desde las escaleras hasta la mesa de oficiales, ubicada en un rincón en el centro de los bancos de madera que la rodeaban, sobre los que se hallaba una estantería provista de barandas, en la que pude encontrar algunos libros sobre la navegación a vela y algunas novelas muy interesantes, además de algunos derroteros y el anuario de mareas del año en curso. El caso es que tenía permiso del capitán, quien, como en otras ocasiones, amablemente me había cedido aquel espacio mientras estaba de guardia, para que pudiera escribir más cómodamente, pues la brisa arreciaba en la cubierta y levantaba las hojas de mi cuaderno de notas.
¡Escribir!…¡Vaya aventura! No soy periodista, ni tengo estudios académicos superiores relacionados con las lenguas. Escribo porque me gusta escribir. Y me gusta compartirlo. Lo mío son las humanidades y la naturaleza; las artes y los oficios artesanos; me gusta la vida al aire libre y disfrutar y proteger el medio ambiente, su fauna y su flora. Me gustan los espacios abiertos: el mar y las montañas, pero también disfruto sentándome a escribir en soledad, o mientras escucho música en la mesa del rincón de una vieja bodega, donde sumergirme en otros mundos… El motor de mi escritura es mi mente curiosa e inquieta. Frecuentemente una imagen o una música provocan un flash que pone en marcha la maquinaria. Creo en las musas, en la inspiración fortuita. Luego están la dedicación y la tenacidad, como elementos imprescindibles para concluir una obra. Me gusta observar lo pequeño, lo cotidiano, lo novedoso y también lo excepcional. Me gusta escuchar y conversar con gente diversa. Escribo y redacto con mas o menos acierto y me empeño en aprender y ejercitar la mente para mantener activa mi memoria y ello me permite escribir mejor. Las palabras adecuadas son importantes. La semántica, crucial. Vuelco en el papel historias y ficción novelada o basada en experiencias vividas y también inventadas, que me suponen un alivio, un estímulo, y un deleite. Disfruto haciéndolo. Disfruto creando. No hay más.
Hace pocos días, en una presentación, el público preguntaba a los diversos autores que estábamos en el Aula de Escritores, cómo se llegaba a publicar un libro, y yo compartí mi argumento: la determinación en querer crear un libro y en la voluntad de hacerlo público. Esto supone una transición que necesita de cierto tiempo de maduración, al menos para mí. Supone mostrar al mundo tu creación, aquello que has gestado durante meses y años, con sus defectos y carencias; con su fantasía y su magia; o con su distorsión; con su tono, con sus posibles errores ortográficos o tipográficos… Publicar supone un reto enorme para el escritor novel, frecuentemente carente de apoyos y sumergido en sus propias inseguridades. Es necesario prepararnos para separarnos de nuestra creación. Es como parir. Lo que solo era tuyo, se separa y lo dejas ir ir y a partir de entonces lo compartes con el mundo. Y no hay vuelta atrás. Para lo bueno y para lo menos bueno. Afortunadamente las redes han proporcionado una mejora en las comunicaciones y en las nuevas tecnologías, que han posibilitado que, autores y profesores hayan abordado la democratización y la posibilidad de que las autopublicaciones hoy día sean un hecho cotidiano para los autores noveles. Les felicito por ello y celebro que en mi caso, también haya sido posible.
Día a día aprendo de los demás y de lo que yo misma escribo, pues mis escritos frecuentemente me hacen de espejo; me gusta compartir algunos temas, historias y cuentos con los demás para contrastar mis errores.
La escritura y la lectura siempre han enriquecido mi mente y mis expectativas. Me distraen y entretienen. Me ayudan a evadirme, es cierto, pero también me invitan a sumergirme en mi misma y me invitan a reflexionar temas de diversa índole, relacionados con lo que escribo, pues el período de documentación te exige cotejar muchos datos, incluso creencias y normas para que sea verosímil. Y me insta a hacerme muchas preguntas.
La escritura y la lectura siempre han enriquecido mi mente y mis expectativas. Me distraen y entretienen. Me ayudan a evadirme, es cierto, pero también me invitan a sumergirme en mi misma y me invitan a reflexionar temas de diversa índole, relacionados con lo que escribo, pues el período de documentación te exige cotejar muchos datos, incluso creencias y normas para que sea verosímil. Y me insta a hacerme muchas preguntas.
Esta experiencia es la que ofrezco también al lector al publicar mi libro. Los libros favorecen la intimidad con uno mismo mientras se está leyendo. La sincronía de ojos, libro y mente es algo fantástico que, además —en el libro impreso en papel— , comparten dos privilegios más: el tacto y el olfato.
Para mi es un placer leer un libro antiguo. Me encanta ojear libros en una librería o en una biblioteca, sin una idea preconcebida. Me gusta elegir libros al azar. No he sido lectora asidua de las obras clásicas ni los libros de lectura académica obligada. Sin embargo la temática de mis lecturas ha sido diversa y muy variada; intensa, especialmente en mis años de juventud y madurez. Paradójicamente, desde que escribo, leo menos.
En algunos casos, un libro que nos ha gustado mucho crea un vínculo que puede ser efímero, o por el contrario, duradero; puede representar un enlace trascendente entre la historia y el lector. Es lo que ocurre con esos libros que recordamos siempre y que nos calaron hondo por el motivo que fuera. Esos libros forman parte de nuestra historia y de nuestra vida cronológica enmarcando una época, como también nos ocurre con ciertas películas y músicas que recordamos de manera entrañable y a las que nos referimos en algunos temas de conversación, aunque hayan pasado años. Me refiero a esos libros que tienen un lugar preferente en nuestra biblioteca y en nuestra memoria.
Cada cual tiene los suyos, pues la relación que establecemos con los libros es personal e intransferible. Aún conservo en mis estanterías un lugar privilegiado para algunos de mis libros especiales: algunos están encuadernados en fina piel grabada, como los tres volúmenes de novelas de James Oliver Curwood, de la editorial Juventud de 1965. Un imprescindible de todo amante de la literatura marítima, es El espejo del mar, de Joseph Conrad . Y otro que era de mi abuela, una edición de cuentos infantiles encuadernado en cartulina y cosido con hilo, titulado: Pues, señor...que data del 1.941, cuya autora fue Elena Fortún.
Cada cual tiene los suyos, pues la relación que establecemos con los libros es personal e intransferible. Aún conservo en mis estanterías un lugar privilegiado para algunos de mis libros especiales: algunos están encuadernados en fina piel grabada, como los tres volúmenes de novelas de James Oliver Curwood, de la editorial Juventud de 1965. Un imprescindible de todo amante de la literatura marítima, es El espejo del mar, de Joseph Conrad . Y otro que era de mi abuela, una edición de cuentos infantiles encuadernado en cartulina y cosido con hilo, titulado: Pues, señor...que data del 1.941, cuya autora fue Elena Fortún.
La biblioteca…¡vaya tema! Un espacio en el hogar que prácticamente ya ha desaparecido; está en peligro de extinción. No hay espacio en los pisos o en las casas; es el argumento más esgrimido y comprensible. Cuando muere alguien y se vacían sus enseres, frecuentemente los libros acaban en la basura, en el punto urbano de residuos y muy pocas veces acaban en las tiendas de compra-venta de segunda mano, o como donaciones.
Me gusta comprobar que, a pesar del poco espacio que hay en los barcos, se conservan las estanterías destinadas a los libros de temática diversa y a los manuales de a bordo, que siempre tienen un lugar reservado.
Me gusta comprobar que, a pesar del poco espacio que hay en los barcos, se conservan las estanterías destinadas a los libros de temática diversa y a los manuales de a bordo, que siempre tienen un lugar reservado.
El caso es que desde que comencé este escrito, ya han transcurrido algunas semanas. Las que ha durado el viaje, en el que he tenido demasiados quehaceres a bordo como para ponerme a escribir.
La singladura ha sido apasionante, pues hemos tenido todo tipo de climatología y hemos navegado a vela la mayor parte del tiempo, y también han ocurrido algunas anécdotas que os contaré con mas tiempo otro día. Para no dejaros con la miel en los labios, comparto un vídeo de los tall ships (grandes veleros) navegando, que espero que satisfaga en arte vuestra curiosidad.
Tras la estela de estas joyas de la navegación, pusimos rumbo a nuestra ciudad de origen. Arribamos tras algunas semanas de navegación a la ciudad condal. El mar estaba en calma y con una tonalidad azul propia del día soleado que habíamos disfrutado. Una vez arribamos al puerto de Barcelona, el capitán del Santa Eulalia, hizo una precisa maniobra para abarloar el buque al muelle, donde quedó amarrado al negro bolado y con sus muertos bien trincados desde la cubierta hasta la losa de hormigón que descansa bajo las aguas. Allí quedó el precioso navío, a la espera de una nueva singladura ...
Me he despedí de toda la tripulación y he crucé con cierta añoranza la pasarela, pues la navegación engancha y crea una cierta adiccion. Luego anduve con cierta inestabilidad, como les ocurre a los neófitos como yo, cuando desembarcan pasando del mundo marítimo al terrestre, tan distintos un mundo del otro. En pocos minutos rebasé el monumento a Colón y tras cruzar por Las Ramblas sorteando la muchedumbre, fui sin demora hacia la biblioteca del Museo Marítimo a devolver un libro que había pedido prestado antes de zarpar. Afortunadamente en algunos edificios en los que todavía acogen una biblioteca, aún queda espacio para los libros...
Mi recomendación literaria para el día de hoy es: Piratería en el Caribe, de Helena Ruíz y Francisco Morales Padrón. Ed. Renacimiento / Colección Isla de la Tortuga.
Gracias por navegar a bordo de mi blog. Deseo que disfrutéis de la entrada al nuevo año y que podáis cumplir vuestras expectativas.
¡Hasta la próxima entrada!