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lunes, 6 de abril de 2020

Maridaje. #loscuentosdeflora



¡Bienvenidos!

Estos días, añoramos las miradas  al horizonte, al mar, a las montañas, a las alturas; nos gustaría quizás contemplar el cielo.  Estamos confinados entre cuatro paredes y  en un espacio reducido, solos o acompañados. Además tenemos que hacer algún ejercicio físico y  distraernos y nada mejor que bailar al son de una música que nos guste… Suerte que tenemos las pantallas del pc, del móvil y nos conectamos con videollamadas o vemos películas y reportajes. Pero sobre todo, tenemos libros para leer. Para viajar con la mente. Poder aislarnos del medio que nos rodea y zambullirnos en una historia es mágico… 

El título alude al maridaje del relato de hoy, en que una famosa obra de Manuel de Falla, fue interpretada por el maestro Paco de Lucía, con su guitarra y su sentir. De ella, precisamente, también extrajo  los sonidos de una de sus mejores melodías: Entre dos aguas.  Fue aquella tarde de Febrero en que la noticia de la muerte de Paco de Lucía me  provocó gran tristeza. En aquella época estaba realizando un curso de escritura creativa de el Aula de Escritores de Barcelona y quizás el destino, quiso que el profesor nos repartiera una foto para que, inspirados en ella compusiéramos un relato.  Mientras regresaba en el metro hacia casa, la melodía acudía a mi mente. Y una vez en el estudio, como en un arrebato, sin pensar siquiera, las palabras fluyeron como el taconeo, como las castañuelas, como el contoneo del baile.. Y, teniendo que acabar el relato, al que había puesto cota mi mentor, no pude menos que darle una salida al mar y al horizonte, como puerta a la libertad…



Algunos relatos resultan ser un respiro para estos días de encierro.

AMOR BRUJO  Y  DUENDE  EN LAS MARISMAS

Blanco y negro. Alegría y duelo. Juventud y vejez. Tradición.
Rocío de Falla besó aquella entrañable fotografía antes de salir al escenario, como tenía por costumbre. Retocó el carmín de sus labios y, mirándose al espejo, atusó la rosa que estaba prendida en su moño, como colofón a su atuendo. Cogió las castañuelas que había sobre el tocador y, moviendo con gracia la pierna, apartó la cola del ajustado vestido negro. Respiró hondo, pasó sus manos por el contorno de su talle, recomponiendo algunos volantes que habían quedado mal puestos. Cogió la foto de nuevo y la volvió a besar. Junto a ella, dejó un sobre en el que ponía: para Madre. Y se dirigió a la puerta que daba acceso al tablao.
Paco, el de Lucía —el maestro—, la esperaba en el escenario tocando su guitarra, desgranando con su alma y con sus dedos inquietos el arpegio de unas dulces notas que improvisó, como tenía por costumbre, para entretener al público, siempre impaciente. Y se hizo el silencio. La tarima rebosaba duende. Bajo la amplia frente, los oscuros ojos del músico toparon con la mirada cómplice de Rocío, que al instante adoptó la emblemática pose.
Dap, dap, dap
El chasquido rítmico de los dedos quebró el instante y el aliento. Los brazos de la bailaora se alzaron en un alarde de poderío, y las castañuelas comenzaron a claquetear rítmicamente:
Clap, rac, clap
El espíritu de Paco y sus sentimientos fluían cuando cerraba los ojos, haciendo vibrar con sus ágiles dedos aquellas cuerdas, a las que extraía —unas veces con ímpetu y otras con armonía, pero siempre con encanto— la brevedad del tiempo, al que robaba el intervalo suficiente para poder disfrutar de la magia de aquellos sonidos. La intensidad que irradiaba su rostro sudoroso y contraído —en esa enajenación que posee todo artista— hacía fluir con pasión la música que se desgajaba de su alma y de su guitarra, en una generosa ofrenda a la humanidad.
Rocío movía graciosamente los brazos en un efímero abrazo, con harta determinación y vehemencia, contorsionando sus caderas ante un amante invisible. Sus piernas se alzaron enérgicamente, una tras otra. Y dio una vuelta, y otra más. El repiqueteo de sus tacones retumbó en la madera in crescendo.
Ta, ta, ta. Taca, taca, tá. ¡Tacatacatá!
La música se fundía amorosamente con su danza. Su rostro ora erguido, ora cabizbajo, mantenía aquella mirada interior, perdida —precisamente para encontrarse con su sentir—; sus manos atrapaban el aire con el movimiento arremolinado y sinuoso de sus dedos. El talle estirado, flexible como un junco. Con el último taconeo, el moño se deshizo, liberando la melena cautiva que, enmarañándose con el sudor de su cara, fue atrapada al instante entre los labios, entreabiertos por el jadeo.
Pompóm, Pompóm, Pompóm 
El latido de su corazón inundaba el mundo, su mundo. El brillo de sus ojos se desbordó mirando al infinito, como en trance. Un último acorde arpegiado acarició su oído y sintió un escalofrío. Y se produjo el clímax. De nuevo la pose. Estática. Mantenida. De nuevo el silencio.
Aplausos, aplausos mil. El maestro, sublime como siempre, sonrió complacido con la humildad que le caracterizaba y con la mirada baja, como era su costumbre. Emocionado y sudoroso, rindió los honores a su guitarra, a la que amaba sin medida. Luego alargó la mano, rindiendo pleitesía a la bailaora. Como una llama ardiente, la mirada de Rocío retornó la cortesía del gesto, señalando al músico y aplaudiendo con fervor; con amor. Tras su sonrisa, un sentir vehemente y apasionado, que ambos compartían desde el alma. El público, entregado, se puso en pie y siguió aplaudiendo con entusiasmo.
¡Plas, plas plas!
—¡Bravo!
Cogidos de la mano, hicieron sendas reverencias al público enardecido, tras lo cual, cada uno se retiró a su camerino sin dilación.
Rocío, de vuelta al camerino, se miró de nuevo al espejo. Tras ella, una copa llena de un afrutado vino. Tomó un sorbo lentamente, paladeando el dorado cuerpo seco y liviano de aquel caldo de su tierra. Se refrescó y se dio un agua. Se cepilló el cabello. Y dejó resbalar por su cuello un par de gotas dulzonas de esencia de azahar. Cambió su traje por una blusa blanca y amplia, y se puso un pantalón de montar. Cogió un mantón para cubrirse y también las botas de cuero, aunque no se las puso. Salió sigilosamente por entre las casas del poblado, donde las peñas de la romería dispensaban, con gran algarabía, manzanilla y pata negra a discreción.

Blanco, negro y gris: caballos y jinetes. Rojo, azul, verde y amarillo: gitanas. 
Por entre las calles arenosas del pueblito, la gente reía y cantaba alegremente, desinhibidos por el efecto de los vinos de la mejor cosecha, reservados especialmente para esta fiesta.
Luces y sombras. Rocío caminó descalza, sintiendo el contacto de la tierra en su piel al hundirse sus pies en la fría arena de la calle, en la que destacaban las huellas de los cascos herrados de los caballos y las ruedas de los carros. Joselito, el hermano de su amiga, la saludó mientras sujetaba las riendas de los caballos al viejo travesaño de madera del porche de la casa. Luego colocó unas jarapas sobre el lomo de los caballos, pues acababa de desengancharlos del tiro del carruaje del señorito, y, diciéndole adiós, desapareció, conduciéndolos al interior de la cuadra.
Albero y blanco. Un jinete con traje campero, torera y sombrero gris, saludó a Rocío:
—Niñaa, ¡muy sola te veo esta noshe! Anda y sube a mi grupa —dijo con intención, pero sin llegar a reconocerla.
—Ande a sus quehaceres, buen hombre —respondió en voz alta, sin siquiera mirarlo.
El jinete espoleó a su caballo tordo en un alarde fallido, pues ella desvió la mirada, echándose por los hombros el mantón. (…)



Incluí  este relato en una antología propia: EntreTRENimientos, relatos para el trayecto. Disponible en tapa blanda, ebook y audiolibro.

¡Que lo disfruteis!






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