¡Bienvenidos!
¡Menudo título se me ha ocurrido así, sobre la marcha!
Lo cierto es, que hemos de quedarnos en casa por la pandemia. Mas días de los previstos. Doblar los días de reclusión, colmará la paciencia de todos nosotros, pero hemos de resistir y ser creativos y más pacientes aún. Cualquier incursión indispensable como ir a comprar alimentos, a la farmacia o salir fuera del hogar para trabajar si es inexcusable, puede propiciar que llevemos la infección a nuestros hogares y contaminemos a los nuestros, donde quizás en algunos casos tengamos personas de alto riesgo, sea porque tienen enfermedades previas, o por la edad, como son abuelos, padres, etc.
Por ello hay que extremar las precauciones. Cada cual se aplique lo que mas le guste, pero sin entrar en pánico, por favor.
¡Estar alerta en serenidad puede ser la mejor actitud! Nos parece que no pueda pasarnos a nosotros, pero lo cierto es que cualquier complicación en las personas de riesgo, y en jóvenes asintomáticos puede derivar en una situación indeseable. No menospreciéis todo esto y cuidaos de los vuestros y a vosotros mismos con las medidas de prevención que difunden los medios.
Nada mejor que ironizar las circunstancias dándole un matiz peliculero, bien podemos sentirnos de una manera exagerada, cuando entramos en casa, así: Con la muerte en los talones. O en los tacones...
Cary Grant
Dicho esto, en estos días en que procuramos ocupar las horas ociosas por el confinamiento en nuestros hogares, muchos de nosotros hemos tirado de Netflix o de películas de DVD, porque en la TV, es mas de lo mismo todo el día y hay que desintoxicarse de tanta repetición informativa. Es esencial leer, hacer puzzles, costura, deberes, pachwork, crochet, pintar, dibujar, jugar con la play...
De vez en cuando me gusta reencontrarme con esas antiguas producciones de la época dorada del cine moderno, repletas de escenarios, platós e imágenes superpuestas y como no, con actores y actrices emblemáticos y famosos que recordamos de manera entrañable por su elegancia, como Cary Grant, por su buena actuación como Catherin Herpburn, por su excentricidad en el caso de Groucho, o por su carisma y su mirada, como Paul Newman… A veces me pregunto ¿cómo podían gustarnos esas películas geniales para la época, pero tan simples y de cartón piedra a veces? Con el paso del tiempo ya no las vemos de la misma manera…
No obstante, ayer disfrutamos en casa de la película Con la muerte en los talones de Alfred Hickot. Al nombrarlo no puedo menos que recordar una de sus mas emblemáticos y controvertidos films: Psicosis. Esa película también marcó una época cinematográfica y en nuestra mente se quedó fijada la silueta de aquella casa en la colina, creación de los Universal Estudios, las cortinas y aquella rubia en la ducha. Pero sin duda, la estridencia de aquellos sonidos que, cual puñaladas, se nos grabaron en la mente… Sin duda son la mejor presentación de la película.
Fue a raíz de ésta, que se me ocurrió, hace ya algunos años, hacer un relato al que puse un título irónico y que incluí en mi libro #EntreTRENimientos y que comparto hoy con vosotros.
Amenizaré el relato con la música de Youtube free Library, de Aaron Kenny , titulada "Happy Haunts", que incluí como introducción en el título y que está incluído en el audiolibro de EntreTRENimientos que está disponible en mp3 en www.sonolibro.com
¡Que lo disfrutéis!
Audio. Agradecimientos a Aaron Kenny, autor de esta melodía.
LA VIUDA DE HICKOT
Ana Sicosi pasó de nuevo el plumero sobre
los estantes de cristal y las figuritas, que apenas hacía diez minutos había repasado
por enésima vez. Anduvo por todo el pavimento contoneando las caderas, pues arrastraba
con los pies unas gamuzas para abrillantar el suelo —que lucía ya como un espejo—,
escudriñándolo obsesivamente para recoger cualquier minúscula pelusa que pudiera
haber con una cinta adhesiva. Luego repasó una pequeña arruga que había en el cobertor
de la cama, y volvió a alisarlo con las manos. Colocó el despertador en un ángulo
adecuado, como para ver perfectamente la esfera desde la puerta, y exclamó:
—¡Perfecto!
Seguidamente se fue a la cocina para preparar
la comida, cortando a cuadraditos las verduras. Pasó la bayeta por la encimera a
cada gota que caía. Limpió y relimpió las copas de cristal con un paño, y puso su
mantel preferido, el de color blanco. Contempló aquel comedor impoluto y revisó
la mesa repleta de alimentos, colocados simétricamente. Se quitó el delantal y se
lavó las manos. Cogió la ropa del galán de noche, y retiró un cabello rubio del
hombro del jersey, llevándolo como si fuera algo apestado, a pesar de que era
suyo. Fue hacia el baño y tiró aquel pelo en el váter; y volvió a oler insistentemente
el jersey que se había puesto limpio por la mañana. Finalmente, lo echó en el
barreño de la ropa sucia. Y se duchó. Se peino y repeinó. Se maquilló y se vistió
para la ocasión con un vestido granate que ceñía su largo talle. Y se lavó las manos.
¡Ding Dong!
—Hola, Alfred. Llegas puntual. Eso es nuevo.
Pasa.
—¿Que tal estás, Ana? —dijo con la habitual
mirada templada que emitían sus negros ojos.
—Bien. Dame el gabán. Y no me mires así, que
sabes que no lo soporto —dijo ella con una actitud inflexible.
—Pues sí, he venido con tiempo. Traigo los
papeles del divorcio, tal como quedamos.
—Sí. Ya he visto que no los has olvidado —dijo
ella con ironía—. Hablamos luego de la cena.
—¿Y estos trastos? Parece que estés de
mudanza —dijo extrañado, mirando inquisitivamente hacia un armario grande, una butaca
de piel, un par de maletas y una bolsa de viaje que estaban colocados en el rincón
del amplio recibidor de aquella antigua vivienda.
—Estoy esperando al transportista. Me voy
un par de meses a mi casita de la playa.
—Te irá bien distraerte un poco.
—Lo que tú digas —le contestó secamente.
—Uff —resopló Alfred, fatigado por la férrea
actitud de Ana, que persistía en aquella sinrazón.
—No es distracción lo que necesito —le contestó
enrabiada.
—Es mejor para los dos que esta situación
se acabe, Ana —dijo, conminándola a que razonara—. No tiene ningún sentido seguir
ligados por los papeles. Ya hace meses que no vivimos juntos —insistió, ansioso
por acabar con aquella pesadilla, como le había recomendado su abogado.
—Eres tú el que lo ha querido acabar, liándote
con esa. Yo era un ama de casa
felizmente casada —dijo dolida.
—Anda va, no empieces. No quiero discutir.
Sabes de sobra que lo nuestro se acabó hace tiempo —dijo en un tono zalamero—. Esto
no es una guerra. Se acabó y ya está.
—Lo que tú digas, —añadió ella con su
habitual retintín.
—Hubiera sido mejor vernos en un restaurante,
como te propuse. Quizás hubiera sido más fácil para ti el hecho de que habláramos
en un lugar neutro.
—No es fácil de ninguna manera, puesto que
yo no he buscado esta situación —recalcó mientras recogía un mechón ondulado de
su cabello rubio y lo fijaba con un par de horquillas en su moño—. Donde yo
mejor estoy es ¡en mi casa! —añadió, cargando de intención lo que decía.
—Humm —susurró Alfred, mientras olía el aroma
que emanaba del horno, en un intento de forzar un halago que suavizara la tensión
creciente que se mascaba—. ¡Qué buena pinta tiene ese asado! Por cierto, veo que
has cambiado la decoración. Has dejado el piso precioso. Toma, —dijo mientras sacaba
un carísimo caldo de un estuche de gourmet—, es ese vino que te gusta tanto —dijo,
intentando calmarla.
—Gracias. No tenías por qué traer nada. Ya
hay una botella abierta en la mesa, para hacer una sangría.
—Esta es de una añada especial. ¿Dónde está
el sacacorchos?
—Ahí, en el primer cajón. Procura no
manchar nada —dijo en un tono seco y peyorativo, mientras se lavaba las manos.
—Ya veo que sigues siendo muy exigente con
la limpieza —dijo Alfred, recordando los sinsabores de su vida en común, por su
constante obsesión por limpiar y limpiar sobre limpio—. Te dejo los papeles en la
mesilla del salón, para luego, no vayan a mancharse —dijo, para dar pie a
conversar sobre el tema.
—Sí, mejor será…
Qué insufrible ha sido convivir con Ana, pensó
Alfred, mientras descorchaba la botella. Harto acabó de su maniático orden y de
que todo estuviera controlado y en su sitio siempre. A todas horas. Todos los días.
Año tras año. Tanto, que Ana nunca disfrutó de nada de lo que le rodeaba, incluido
él mismo. Tan ensimismado estaba, que le dio mil vueltas a aquel artilugio de metal
y cayeron al suelo unos trocitos de corcho. Miró de soslayo a su todavía consorte,
Ana lo estaba mirando fijamente, y sus ojos cambiaron su expresión y se enrojecieron
de pura rabia al contemplar aquella sucia
escena. Frunció el entrecejo y apretó sus mandíbulas, en una mueca espantosa. Alfred
se puso nervioso, consciente de que Ana iba a montar en cólera de un momento a otro,
pues esta situación no era nueva para él.
—Lo siento. Ahora mismo lo recojo —dijo
azorado, mientras acababa de descorchar la botella.
¡Dup!
Pero una gota de vino salpicó el blanco mantel.
Y Alfred oyó tras él la iracunda voz de Ana, que, fuera de sí, precipitó un rápido
e inesperado desenlace para él.
—¡Pero qué torpe! Seguro que a ella no le manchas el mantel —gritó
enajenada.
En ese momento, Ana troceaba matemáticamente,
con mal talante y con un afiladísimo cuchillo, los cítricos y las frutas para
la sangría. Súbitamente, dirigió una mirada sesgada hacia Alfred, que estaba de
espaldas a ella. Levantó su brazo con inquina y, abalanzándose sobre él, emitió
con rabia un sonido gutural:
—¡Arrg!
—¡¡Aaaj!! Ahhh. Pero ¿qué haces? —gritó
Alfred al sentir un fuerte golpe en la espalda que le hizo caer de bruces, sin
saber qué le estaba ocurriendo.
Alfred intentó levantarse, pero Ana le trabó
las piernas, por lo que su todavía marido volvió a caer. Ana, desde atrás, levantó
el cuchillo una y otra vez, descargándolo con una fuerza inusitada en su costado.
—Ahh Ahh, Ahhjjj —jadeaba Alfred, con una respiración
entrecortada—. ¡Ana! ¡Déjame! ¡Sueltaaa, cabrona! —gritó, mientras forcejeaba con ella para tratar de inmovilizarla.
Pero una certera puñalada le quitó el resuello
y las fuerzas. Alfred se ahogaba…
Ana Sicosi se separó súbitamente de él,
dejando el cuchillo clavado y mirándolo fijamente. Impasible y en silencio; un silencio
tan solo interrumpido por un hondo jadeo. Y luego suspiró. Ana se limpió la mano
ensangrentada bajo el grifo, secándola con un paño de cocina que colgaba de su delantal.
Y se quedó esperando, sin dejar de mirarlo.
En un arrebato de dolor, Alfred —que había
logrado apoyarse en la encimera de la cocina— llevó su mano al costado y esta quedó
teñida de sangre. El rojo líquido fluía a borbotones y chorreaba por su camisa y
pantalón hasta sus pies.
—Ahhsssh, Ana. Annn… —masculló Alfred con un
hilo de voz, mientras extendía débilmente su mano hacia ella, desplomándose en el
suelo.
Sin fuerzas ni para hablar, un resuello escapó
de los labios de Alfred al brotar un chorrito de sangre de su boca. Un sonido sibilante
delató la gravedad de la herida infringida. Miró a su esposa, implorándole
auxilio.
Ana estaba de pie, seguía impasible frente
a él. Y lo miró con desdén. La lánguida mirada de Alfred pareció revivir
súbitamente, pues sus pupilas se dilataron. Pero esto fue el anuncio de un
inminente y fatal desenlace. Luego, su mirada se apagó y sus pupilas vidriosas
quedaron fijadas en su asesina.
Ana, imperturbable y con una parsimonia espeluznante,
se puso unos guantes, un mandil más grande y unas zapatillas. Cogió un par de
rollos de servilletas de papel para empapar y recoger el charco de sangre que rodeaba
el cuerpo inerte de Alfred. Tiró el papel ensangrentado al cubo de la basura, el
cual había puesto a su vera, para evitar cualquier desaguisado, ya que no podía
ensuciar nada. Con cierto reparo, apartó el brazo de su consorte y cogió el
mango del cuchillo, sacándolo limpiamente. Lo dejó en la pica de la cocina. Y
lo lavó. Y se lavó las manos. Se quitó las zapatillas y fue a buscar, descalza,
una gran alfombra que guardaba en el armario que había en el recibidor. Volvió.
Se puso las zapatillas. Hizo rodar el cuerpo de su marido. Acabó de enrollar a Alfred
en aquella tupida mortaja adamascada, y enfundó los extremos del siniestro rollo
con unas bolsas de basura; y los precintó con cinta americana. Fregó y refregó el
pavimento. Y se lavó las manos. Puso una lavadora con la ropa manchada de sangre,
rociándola previamente con agua oxigenada. Acabada la tarea, se volvió a duchar
y se cambió. Con paso firme, anduvo hacia la mesilla del salón. Entonces cogió los
papeles del divorcio y los rompió en mil añicos. Y los tiró al váter, mirando
complacida cómo desaparecían con el remolino de agua. Y se lavó las manos.
Un olor
a requemado la rescató de su ensimismamiento y le hizo mirar hacia el horno…
—¡Maldita sea! —exclamó con rabia,
apretando las mandíbulas.
Una vez apagado el horno, se sentó a
contemplar a su difunto marido, convenientemente empaquetado, y dijo indignada
y en voz alta:
—¡Ya sabía yo que me ibas a fastidiar la cena!
¡Hasta la próxima entrada!
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