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jueves, 26 de marzo de 2020

Con la muerte en los tacones. #loscuentosdeflora


¡Bienvenidos!

¡Menudo título se me ha ocurrido así, sobre la marcha!  

Lo cierto es, que hemos de quedarnos en casa por la pandemia.  Mas días de los previstos. Doblar los días de reclusión, colmará la paciencia de todos nosotros, pero hemos de resistir y  ser creativos y más pacientes aún. Cualquier incursión indispensable como ir a comprar alimentos, a la farmacia o salir fuera del hogar para trabajar si es inexcusable, puede propiciar que llevemos la infección a nuestros hogares y contaminemos a los nuestros, donde quizás en  algunos casos tengamos personas de alto riesgo, sea porque tienen enfermedades previas, o por la edad, como son abuelos, padres, etc.
Por ello hay que extremar las precauciones.  Cada cual se aplique lo que mas le guste, pero sin entrar en pánico, por favor.  
¡Estar alerta en serenidad puede ser la mejor actitud! Nos parece que no pueda pasarnos a nosotros, pero lo cierto es que cualquier complicación en las personas de riesgo, y en jóvenes asintomáticos puede derivar en una situación indeseable.  No menospreciéis todo esto y cuidaos de los vuestros y a vosotros mismos con las medidas de prevención que difunden los medios. 

Nada mejor que ironizar las circunstancias dándole un matiz peliculero, bien podemos sentirnos de una manera exagerada,  cuando entramos en casa, así: Con la muerte en los talones. O en los tacones...


Cary Grant 


Sí. ¡Vaya mirada!  No me cuesta nada imaginar a Cary Grant  corriendo  con tacones por aquella carretera desolada…  ¡Era capaz de llevarlos con elegancia!
Dicho esto, en estos días en que procuramos ocupar las horas ociosas por el confinamiento en nuestros hogares, muchos de nosotros hemos tirado de Netflix o de películas de DVD, porque en la TV, es mas de lo mismo todo el día y hay que desintoxicarse de tanta repetición informativa.  Es esencial leer, hacer puzzles, costura, deberes, pachwork, crochet, pintar, dibujar, jugar con la play...

De vez en cuando me gusta reencontrarme con esas antiguas producciones de la época dorada del cine moderno, repletas de escenarios, platós e imágenes superpuestas y como no, con actores y actrices emblemáticos y famosos que recordamos de manera entrañable por su elegancia, como Cary Grant, por su buena actuación como Catherin Herpburn, por su excentricidad en el caso de Groucho, o por su carisma y su mirada, como Paul Newman…  A veces me pregunto ¿cómo podían gustarnos esas películas geniales para la época, pero tan simples  y de cartón piedra a veces?  Con el paso del tiempo ya no las vemos de la misma manera… 

No obstante, ayer disfrutamos en casa de la película Con la muerte en los talones de Alfred Hickot. Al nombrarlo no puedo menos que recordar una de sus mas emblemáticos y controvertidos films: Psicosis.  Esa película también marcó una época cinematográfica y en nuestra mente se quedó fijada la silueta de aquella casa en la colina, creación de los Universal Estudios, las cortinas y aquella rubia en la ducha. Pero sin duda, la estridencia de aquellos sonidos que, cual puñaladas, se nos grabaron en la mente… Sin duda son la mejor presentación de la película.

Fue a raíz de ésta, que se me ocurrió, hace ya algunos años,  hacer un relato al que puse un título  irónico y que incluí en mi libro #EntreTRENimientos y que  comparto  hoy con vosotros.  

Amenizaré  el relato con la música de Youtube free Library, de Aaron Kenny , titulada "Happy Haunts",  que incluí  como introducción en el título y que está incluído en el audiolibro  de EntreTRENimientos que está disponible en  mp3 en www.sonolibro.com 

¡Que lo disfrutéis!


   


Audio. Agradecimientos a Aaron Kenny, autor de esta melodía.



LA VIUDA DE HICKOT

Ana Sicosi pasó de nuevo el plumero sobre los estantes de cristal y las figuritas, que apenas hacía diez minutos había repasado por enésima vez. Anduvo por todo el pavimento contoneando las caderas, pues arrastraba con los pies unas gamuzas para abrillantar el suelo —que lucía ya como un espejo—, escudriñándolo obsesivamente para recoger cualquier minúscula pelusa que pudiera haber con una cinta adhesiva. Luego repasó una pequeña arruga que había en el cobertor de la cama, y volvió a alisarlo con las manos. Colocó el despertador en un ángulo adecuado, como para ver perfectamente la esfera desde la puerta, y exclamó:
—¡Perfecto!
Seguidamente se fue a la cocina para preparar la comida, cortando a cuadraditos las verduras. Pasó la bayeta por la encimera a cada gota que caía. Limpió y relimpió las copas de cristal con un paño, y puso su mantel preferido, el de color blanco. Contempló aquel comedor impoluto y revisó la mesa repleta de alimentos, colocados simétricamente. Se quitó el delantal y se lavó las manos. Cogió la ropa del galán de noche, y retiró un cabello rubio del hombro del jersey, llevándolo como si fuera algo apestado, a pesar de que era suyo. Fue hacia el baño y tiró aquel pelo en el váter; y volvió a oler insistentemente el jersey que se había puesto limpio por la mañana. Finalmente, lo echó en el barreño de la ropa sucia. Y se duchó. Se peino y repeinó. Se maquilló y se vistió para la ocasión con un vestido granate que ceñía su largo talle. Y se lavó las manos.

¡Ding Dong!
—Hola, Alfred. Llegas puntual. Eso es nuevo. Pasa.
—¿Que tal estás, Ana? —dijo con la habitual mirada templada que emitían sus negros ojos.
—Bien. Dame el gabán. Y no me mires así, que sabes que no lo soporto —dijo ella con una actitud inflexible.
—Pues sí, he venido con tiempo. Traigo los papeles del divorcio, tal como quedamos.
—Sí. Ya he visto que no los has olvidado —dijo ella con ironía—. Hablamos luego de la cena.
—¿Y estos trastos? Parece que estés de mudanza —dijo extrañado, mirando inquisitivamente hacia un armario grande, una butaca de piel, un par de maletas y una bolsa de viaje que estaban colocados en el rincón del amplio recibidor de aquella antigua vivienda.
—Estoy esperando al transportista. Me voy un par de meses a mi casita de la playa.
—Te irá bien distraerte un poco.
—Lo que tú digas —le contestó secamente.
—Uff —resopló Alfred, fatigado por la férrea actitud de Ana, que persistía en aquella sinrazón.
—No es distracción lo que necesito —le contestó enrabiada.
—Es mejor para los dos que esta situación se acabe, Ana —dijo, conminándola a que razonara—. No tiene ningún sentido seguir ligados por los papeles. Ya hace meses que no vivimos juntos —insistió, ansioso por acabar con aquella pesadilla, como le había recomendado su abogado.
—Eres tú el que lo ha querido acabar, liándote con esa. Yo era un ama de casa felizmente casada —dijo dolida.
—Anda va, no empieces. No quiero discutir. Sabes de sobra que lo nuestro se acabó hace tiempo —dijo en un tono zalamero—. Esto no es una guerra. Se acabó y ya está.
—Lo que tú digas, —añadió ella con su habitual retintín.
—Hubiera sido mejor vernos en un restaurante, como te propuse. Quizás hubiera sido más fácil para ti el hecho de que habláramos en un lugar neutro.
—No es fácil de ninguna manera, puesto que yo no he buscado esta situación —recalcó mientras recogía un mechón ondulado de su cabello rubio y lo fijaba con un par de horquillas en su moño—. Donde yo mejor estoy es ¡en mi casa! —añadió, cargando de intención lo que decía.
—Humm —susurró Alfred, mientras olía el aroma que emanaba del horno, en un intento de forzar un halago que suavizara la tensión creciente que se mascaba—. ¡Qué buena pinta tiene ese asado! Por cierto, veo que has cambiado la decoración. Has dejado el piso precioso. Toma, —dijo mientras sacaba un carísimo caldo de un estuche de gourmet—, es ese vino que te gusta tanto —dijo, intentando calmarla.
—Gracias. No tenías por qué traer nada. Ya hay una botella abierta en la mesa, para hacer una sangría.
—Esta es de una añada especial. ¿Dónde está el sacacorchos?
—Ahí, en el primer cajón. Procura no manchar nada —dijo en un tono seco y peyorativo, mientras se lavaba las manos.
—Ya veo que sigues siendo muy exigente con la limpieza —dijo Alfred, recordando los sinsabores de su vida en común, por su constante obsesión por limpiar y limpiar sobre limpio—. Te dejo los papeles en la mesilla del salón, para luego, no vayan a mancharse —dijo, para dar pie a conversar sobre el tema.
—Sí, mejor será…


Qué insufrible ha sido convivir con Ana, pensó Alfred, mientras descorchaba la botella. Harto acabó de su maniático orden y de que todo estuviera controlado y en su sitio siempre. A todas horas. Todos los días. Año tras año. Tanto, que Ana nunca disfrutó de nada de lo que le rodeaba, incluido él mismo. Tan ensimismado estaba, que le dio mil vueltas a aquel artilugio de metal y cayeron al suelo unos trocitos de corcho. Miró de soslayo a su todavía consorte, Ana lo estaba mirando fijamente, y sus ojos cambiaron su expresión y se enrojecieron de pura rabia al contemplar aquella sucia escena. Frunció el entrecejo y apretó sus mandíbulas, en una mueca espantosa. Alfred se puso nervioso, consciente de que Ana iba a montar en cólera de un momento a otro, pues esta situación no era nueva para él.
—Lo siento. Ahora mismo lo recojo —dijo azorado, mientras acababa de descorchar la botella.
¡Dup!
Pero una gota de vino salpicó el blanco mantel. Y Alfred oyó tras él la iracunda voz de Ana, que, fuera de sí, precipitó un rápido e inesperado desenlace para él.
—¡Pero qué torpe! Seguro que a ella no le manchas el mantel —gritó enajenada.
En ese momento, Ana troceaba matemáticamente, con mal talante y con un afiladísimo cuchillo, los cítricos y las frutas para la sangría. Súbitamente, dirigió una mirada sesgada hacia Alfred, que estaba de espaldas a ella. Levantó su brazo con inquina y, abalanzándose sobre él, emitió con rabia un sonido gutural:
—¡Arrg!
—¡¡Aaaj!! Ahhh. Pero ¿qué haces? —gritó Alfred al sentir un fuerte golpe en la espalda que le hizo caer de bruces, sin saber qué le estaba ocurriendo.
Alfred intentó levantarse, pero Ana le trabó las piernas, por lo que su todavía marido volvió a caer. Ana, desde atrás, levantó el cuchillo una y otra vez, descargándolo con una fuerza inusitada en su costado.
—Ahh Ahh, Ahhjjj —jadeaba Alfred, con una respiración entrecortada—. ¡Ana! ¡Déjame! ¡Sueltaaa, cabrona! gritó, mientras forcejeaba con ella para tratar de inmovilizarla.
Pero una certera puñalada le quitó el resuello y las fuerzas. Alfred se ahogaba…
Ana Sicosi se separó súbitamente de él, dejando el cuchillo clavado y mirándolo fijamente. Impasible y en silencio; un silencio tan solo interrumpido por un hondo jadeo. Y luego suspiró. Ana se limpió la mano ensangrentada bajo el grifo, secándola con un paño de cocina que colgaba de su delantal. Y se quedó esperando, sin dejar de mirarlo.
En un arrebato de dolor, Alfred —que había logrado apoyarse en la encimera de la cocina— llevó su mano al costado y esta quedó teñida de sangre. El rojo líquido fluía a borbotones y chorreaba por su camisa y pantalón hasta sus pies.
—Ahhsssh, Ana. Annn… —masculló Alfred con un hilo de voz, mientras extendía débilmente su mano hacia ella, desplomándose en el suelo.
Sin fuerzas ni para hablar, un resuello escapó de los labios de Alfred al brotar un chorrito de sangre de su boca. Un sonido sibilante delató la gravedad de la herida infringida. Miró a su esposa, implorándole auxilio.

Ana estaba de pie, seguía impasible frente a él. Y lo miró con desdén. La lánguida mirada de Alfred pareció revivir súbitamente, pues sus pupilas se dilataron. Pero esto fue el anuncio de un inminente y fatal desenlace. Luego, su mirada se apagó y sus pupilas vidriosas quedaron fijadas en su asesina.
Ana, imperturbable y con una parsimonia espeluznante, se puso unos guantes, un mandil más grande y unas zapatillas. Cogió un par de rollos de servilletas de papel para empapar y recoger el charco de sangre que rodeaba el cuerpo inerte de Alfred. Tiró el papel ensangrentado al cubo de la basura, el cual había puesto a su vera, para evitar cualquier desaguisado, ya que no podía ensuciar nada. Con cierto reparo, apartó el brazo de su consorte y cogió el mango del cuchillo, sacándolo limpiamente. Lo dejó en la pica de la cocina. Y lo lavó. Y se lavó las manos. Se quitó las zapatillas y fue a buscar, descalza, una gran alfombra que guardaba en el armario que había en el recibidor. Volvió. Se puso las zapatillas. Hizo rodar el cuerpo de su marido. Acabó de enrollar a Alfred en aquella tupida mortaja adamascada, y enfundó los extremos del siniestro rollo con unas bolsas de basura; y los precintó con cinta americana. Fregó y refregó el pavimento. Y se lavó las manos. Puso una lavadora con la ropa manchada de sangre, rociándola previamente con agua oxigenada. Acabada la tarea, se volvió a duchar y se cambió. Con paso firme, anduvo hacia la mesilla del salón. Entonces cogió los papeles del divorcio y los rompió en mil añicos. Y los tiró al váter, mirando complacida cómo desaparecían con el remolino de agua. Y se lavó las manos. 

Un olor a requemado la rescató de su ensimismamiento y le hizo mirar hacia el horno…
—¡Maldita sea! —exclamó con rabia, apretando las mandíbulas.
Una vez apagado el horno, se sentó a contemplar a su difunto marido, convenientemente empaquetado, y dijo indignada y en voz alta:
—¡Ya sabía yo que me ibas a fastidiar la cena!





¡Hasta la próxima entrada!

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