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miércoles, 18 de octubre de 2017

El valor de la escritura. #loscuentosdeflora

¡Bienvenidos de nuevo!





























Tras estos días aciagos de conflictos políticos, incendios, desgracias  y despropósitos, quiero abrir una ventana agradable y  ofreceros un respiro…

Hoy comparto con vosotros una de mis fuentes de inspiración. La música.
Ese halo invisible que nos llega al corazón.  Y también  al cerebro; a ese recóndito lugar,  donde  los sentimientos, el  pensamiento  y  el  ánimo son capaces de resurgir, con la fuerza que la música nos transmite:  — evocando emociones,  donde fracasaron las palabras—.   
Música y escritura, frecuentemente compañeras de un mismo origen que las posibilita: los árboles.



Un valioso ser de la naturaleza cuya madera  moldeamos a placer, para obtener los tesoros que esconden bajo la burda apariencia de su corteza, esa que protege la savia  y que nutre las hojas verdes de las que mana el oxígeno, fuente de vida para la humanidad. Solo por ello merecen nuestro respeto, nuestros cuidados y nuestra gratitud.    

La celebración del día de las escritoras, el pasado día dieciséis de octubre, se hizo a modo de  homenaje a las mujeres escritoras —algunas con seudónimos de hombre para no levantar sospechas—, pero también para el reconocimiento de las mujeres tenaces y  emprendedoras  que ha habido en la historia; también la reciente.  Esta celebración me hizo evocar un cuento que escribí hace algún tiempo y del que he querido compartir un fragmento que está contenido en  mi volumen de relatos EntreTRENimientos.  

Pero la inspiración de este relato, no fue la música. Está basado en las experiencias que mi abuela materna me había contado, pues era de las pocas afortunadas que sabía escribir y con una caligrafía muy bonita. También sabía componer rimas y poemas y le gustaba enseñarme a hacer pareados cuando  me quedaba en su casa a merendar pan con vino y azúcar o pan con chocolate.  Fue en aquellas tardes otoñales, mientras yo reseguia   con fruición las letras punteadas en los cuadernos de caligrafía, cuando me contaba que muchas de sus conocidas y parientes no sabían escribir. 
A pesar de mi corta edad, entendí que aquello que me decía mi abuela con cariño — mientras tutelaba  con su mano el lápiz que yo sujetaba entre los dedos— , era muy  importante. Un hecho que yo misma pude comprobar en los años siguientes al observar a  algunos familiares de mis amigas y compañeras de clase: algunas de sus madres no sabían leer ni escribir.  Eran mis amigas las que les leían las cartas de sus parientes y las que repasaban las cuentas de la compra. Y eran mis compañeras las que las acompañaban a sus madres cuando tenían que ir al centro de Barcelona, porque no sabían leer las paradas del metro  y que, sintiéndose inseguras temían perderse.   Era la década comprendida entre  mil novecientos sesenta y setenta. No hace tanto de eso. Y por ello quise refrendar algunos de estos hechos en mis escritos.                 



























A cal y canto.  (fragmento)

Ana descolgó los vestidos del armario de su madre y los olió. Olían a ella, más allá del aroma de las pastillas de jabón  que guardaba entre las sábanas y el fuerte tufo de la naftalina que desprendía el abrigo negro de astracán que asomaba por la puerta contigua del armario del dormitorio.
Alzó los brazos y suspendiendo las perchas en el aire, los miró pensativa — y bamboleó aquellos vestidos rameados en azul, y negro, o en colores grises y malva en su mayoría—, intentando recordar en que momentos de su vida los había llevado su madre. Luego seleccionó algunos que querían conservar. Puso algunos a la derecha sobre la cama, y otros a la izquierda, sobre la única butaca del dormitorio de su madre, en el que se respiraba un gran vacío, debido a su irremediable ausencia;  un silencio atronador que llenaba todos los rincones de la casa. Aunque por otra parte, le parecía que iba a aparecer de un momento a otro por la puerta de la cocina. Incluso le parecía escuchar  sus pasos y el renquear de su bastón por el pasillo.

Estas sensaciones tan encontradas entre sí, solo eran posibles por el impacto de una muerte reciente y ella lo sabía, ya que Ana conocía de cerca a la muerte. Y sabía que el tiempo se encargaría de fraguar la certeza y de aligerar el dolor de la ausencia con el paso de los días. Que no el olvido.
—¿Te ayudo? —le dijo su amiga Carmen.
—Enseguida acabo. Este montón es para la Hermana Concepción —que se va a la misión del Congo dentro de quince días—, pues me ha dicho que les falta de todo para las mujeres, abuelos y niños, y quiere llevarse todo lo que pueda.
—Vale, pues me lo llevo y se lo dejo en la parroquia y así vamos acabando.
—De acuerdo. Llévate también los zapatos y las mantas que están en el fardo, en el recibidor. Cuando llegue mi hermana que acabe de escoger, y lo que quede, ya lo llevaré yo misma a la parroquia.
—Hasta luego pues. Me voy corriendo que tengo que ponerle la comida a mi Enrique
—Adiós Carmen. Y gracias.
—No hay de qué.

Se oyó la llave en la puerta. Francisquita, su hermana pequeña, entró azorada por el largo pasillo, y dirigiéndose a ella, la abrazo con gran sentimiento, tras lo cual se retocó el moño mientras le decía:
—No he podido llegar antes.
—Ya me lo he supuesto. Anda siéntate y descansa, que vienes sofocada ¿Y la niña?
—La dejé con Gemma. La recogerá Luis cuando venga de trabajar. ¡Anda, te has cortado el pelo! ¡Qué guapa estás!
—Sí,  así voy más cómoda dijo Ana. Mira ven, todavía no he mirado en la otra puerta del armario, la del espejo. Te estaba esperando. ¿Te acuerdas cuando nos disfrazábamos y veníamos corriendo para mirarnos en él? Nos encantaba ponernos los zapatos de tacón de madre, y sus sombreros y chales. ¡Qué elegante que vestía cuando salía!
—Sí, cuando salía. ¡Pero salía tan poco! —dijo con pena Francisquita. Todavía me parece verla sentada en la butaca con sus libros, cartas y cuadernos. O andando renqueando con su bastón.
—Pues sí. Pero qué bien que nos lo pasábamos de pequeñas. ¿Te acuerdas? A veces, cuando entrábamos corriendo atolondradas de la calle, madre nos reñía.
—Es que, éramos como un terremoto…—dijo Francisquita.
—Pero luego nos hacía aquellos postres tan ricos y nos comía a besos y abrazos. Y nos planchaba y almidonaba los vestidos y faldas plisadas… ¿te acuerdas de aquel blanco con el Can Can, que llevábamos el día de Navidad para ir a casa de la yaya?
Y tanto. Mira que éramos presumidas — dijo Francisquita mientras se pasaba la mano por el talle, alisando las arrugas de su jersey.
¡Qué bien nos lo pasábamos con todos los primos! Lástima que duró poco. Las peleas de los mayores nos arruinaron aquella bonita época. Tú ya eras más grande, seguro que te acuerdas.
—Sí fue una lástima —dijo Ana pensativa. A madre le afectaron mucho las peleas entre sus hermanos, a pesar de que ella no mantuvo actitudes intransigentes ni se ponía a la greña con nadie.
—Tenía un talante pacífico y sabía mantener la serenidad.  A veces se iba a comprar o a pasear con alguna amiga. Solo tenía dos. Y se le murió una, la Antonia. ¿Te acuerdas?
—Sí. Entonces fue cuando se dedicó más a escribir y a bordar sábanas;  y a hacer vestidos por encargo, sentada ahí, con su lámpara de pie, junto aquel cesto que utilizaba como costurero y para las agujas y la lana —dijo, señalando hacia una vieja butaca de color rojo, desgastada por el uso.
—¡Ay, sí! recuerdo que ponía las telas sobre la mesa del comedor, y marcaba con la tiza las plantillas de los patrones…
— ¿Te acuerdas de aquellas pedrerías y filigranas que cosió en el vestido de gala de la mujer del alcalde? —mencionó Ana con nostalgia.
—¡Qué bonito era! Es que madre tenía unas manos…  Lo que sé, me lo enseñó ella —dijo Francisquita acariciando las puntillas del embozo de un juego de sábanas del armario—.
—Sí, lástima que padre no supo apreciar esas cualidades. Siempre estaba sola. Y él en la taberna. 
—Tengo recuerdos de padre, de cuando yo era muy pequeña,  de cuando me sentaba en sus piernas y me hacía saltar al borriquito. O me llevaba a pasear los domingos que no trabajaba, luego de misa. Era el día que se ponía aquel traje gris oscuro. Nunca le vi ninguna prenda de color. Qué tiempos aquellos ¿no? Todo en blanco y negro.
—Nunca lo recuerdo sonriendo— dijo Ana— . Siempre tenía un semblante serio. Me acuerdo de que a veces me acurrucaba con él en el sillón y luego me llevaba a la cama, y que siempre me hacía comer el puchero del plato, y lo peor es que me lo ponía a rebosar, pues me decía que me iba a quedar canija.
—Me da mucha pena pensar en ellos, no sé si fueron felices, con lo buenos que eran los dos. Cada cual a su manera. Madre fue una mujer diferente, más abierta a todo lo nuevo. Y padre muy tradicional y absoluto dijo con añoranza Francisquita.
—Lo que me costó a mí, por ser la mayor y la que abrió camino — llevar la falda, tan solo por la rodilla. No veas cómo se puso papá. Y cuando me corté la trenza, un disgusto. Y como era la mayor y la que reclamaba que quería vivir más como el resto del mundo, estaba más pendiente de lo que yo hacía — recordó Ana. A ti te consentía mas porque eras la pequeña. 
—Madre siempre en casa y a ocuparse de nosotras, de la cocina, la plancha y la limpieza; siempre arañando tiempo para poder hacer sus bordados y sus escritos. Pero madre nunca fue sumisa.
—Prudente sí. Sabía esperar el momento oportuno para conseguir lo que quería. No hablaba mucho, pero siempre nos sonreía. 
—Pero, ¿qué escribía madre? —preguntó a su hermana mayor. Yo era pequeña entonces.
—No lo sé. Sabes que a padre no le gustaba que escribiera ni leyera, —que eso no era para las mujeres, decía—. Y en cuanto él entraba en casa, ella se apresuraba a esconder su cuaderno bajo las lanas del costurero; para evitar…
—¡Qué barbaridad!
—Hasta eso tenía que ocultarle, para hacer lo que ella quería—dijo Ana.
—¿Es que le ocultaba algo más? — preguntó extrañada Francisquita.
—Sí, claro. 
—No me acuerdo casi de  nada. Yo era demasiado pequeña. Se ve que no me enteraba. ¿De qué me hablas Ana? Cuéntame.
—Cuando nos íbamos al colegio, algunos días iba a fregar, a coser y a cuidar a la mujer del alcalde, una mujer joven muy culta, que nos quería mucho, pues no podía tener hijos. Y muchas veces íbamos con madre a merendar allí.  Y aprovechaba para enseñarnos a escribir. ¿Te acuerdas?
—Ahh, sí que me acuerdo de aquella casa…— dijo Francisquita. ¡Me encantaba correr por el pasillo!
—Fue cuando Caridad se rompió la pierna y como apreciaba mucho a madre, le pidió que fuera a las horas que a ella le fuera bien a hacerle compañía, pues sabía que padre le habría puesto mala cara. — —De eso me acuerdo — dijo Francisquita
—Un día me dijo que el dinero que ganaba en casa del alcalde, lo escondería bajo la baldosa que está junto a la esquina del zócalo, debajo del armario. Vaya ocurrencias ¿No lo sabías?
—No. Ser la pequeña también tiene sus inconvenientes, ¿sabes? Y tú te fuiste tan pronto de casa…
—Mira, ahí está su joyero. Los pendientes de la yaya dijo que fueran para ti. Y para mí su anillo, pero no tengo inconveniente en cambiarlo si tu quieres, dijo poniéndoselo en el dedo.
—Me da igual, Ana, lo que quiero es algo suyo como recuerdo; y tu y yo no nos vamos a pelear como hicieron sus hermanos. Se lo prometimos. Ni madre ni nosotras somos como eran ellos.
—¿Y esta caja? ¿Qué es? —dijo Ana cogiendo una cajita metálica que en el pasado había contenido dulce de membrillo. Está sellada con lacre. Y pone para Ana y Francisquita.
—¿No es la caja de la yaya?
—Ahora que lo dices. Sí. Sí que lo es. Hace años que no la veía. Pensaba que madre la habría tirado. Ábrela, anda.

En su interior había tres libros. Dos eran iguales, con las tapas encuadernados en tela color granate y curiosamente estaban dedicados para cada una de ellas. Había otro más grande, con la portada verde que se titulaba El Talento de los Silentes.
—Anda. Yo tengo este libro en casa. ¿Lo has leído? A mí me gustó mucho. Nos lo regaló la mujer del alcalde —dijo Francisquita.
—Sí, ya me acuerdo. Yo también lo tengo. Recuerdo que nos dijo que lo conserváramos como un recuerdo. Lo encontré interesante. Es una historia muy entrañable de la época de la yaya. Lo tengo en la biblioteca. No recuerdo como se llama el autor. Mira, a ver...
—Antonio Puerta, pone aquí.
—Sí. Ese es —dijo Ana ¿Por qué lo guardaría madre en esta caja?
—Seguramente para que padre no se lo tirara.
—Pues no sé. A veces cuando se hacen mayores, cogen manías que no tienen explicación —dijo Ana con tristeza.

Entre las hojas de aquel libro, había una carta plegada, que se deslizó y cayó al suelo.
Era de su madre y estaba dirigida a las dos:

Queridas hijas,
A escondidas tuve que escribirlo, a escondidas tuve que guardar el dinero y también el reconocimiento que nunca pude disfrutar. Fue mi orgullo y mi condena, pues vuestro padre en un arrebato, un día que volvió de la taberna, rompió lo que había escrito,—pues enajenado por el alcohol, no sabía lo que hacía—. Pero no pudo borrar el sentimiento con el que lo escribí. Y volví a escribirlo en casa de Caridad, a la que siempre le estuve muy agradecida. Fuimos buenas amigas y siempre nos ayudamos la una a la otra.
Vuestro padre fue un buen hombre, pero demasiado impregnado de la rígida educación que recibió. Demasiado preocupado por el qué dirán y por las costumbres arcaicas heredadas. Además su alcoholismo, aunque moderado, le acabó de arruinar su vida. Nos quisimos mucho a nuestra manera — más a la suya que a la mía—, pero a vosotras os quisimos en cuerpo y alma. Los dos. 
Por vosotras trabajó muy duro en la mina. Esto no lo olvidéis. El destino se lo ha llevado antes que yo muera, quizás para proporcionarle el descanso que no tuvo en vida. Y también a mi me ha regalado un poco de  sosiego. Esta soledad forzada me ha permitido disfrutar de vosotras con más libertad un poco más de tiempo, apenas un suspiro cuando habéis venido a verme. Ésta época de soledad la he vivido con intensidad y incluso me ha permitido escribir un último libro. Esto ha sido como un regalo para mí. Pero la enfermedad me consume y el médico me ha dicho que este mal que me aqueja, solo durará unos pocos meses más. A Dios gracias. Estoy cansada de vivir así….  (…)




Mi recomendación literaria de hoy es: Mujeres en el mar, de David Cordingly

¡Hasta la próxima entrada!

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