Tras estos días aciagos de conflictos políticos, incendios, desgracias y despropósitos, quiero abrir una ventana agradable y ofreceros un respiro…
Hoy comparto con vosotros una de mis fuentes de inspiración. La música.
Ese halo invisible que nos llega al corazón.
Y también al cerebro; a ese recóndito lugar, donde
los sentimientos, el pensamiento y el
ánimo son capaces de resurgir, con la fuerza que la música nos transmite: — evocando emociones, donde fracasaron las palabras—.
Música y escritura, frecuentemente compañeras de un mismo origen que las posibilita: los árboles.
La celebración del día de las escritoras, el pasado día dieciséis de octubre, se hizo a modo de homenaje a las mujeres escritoras —algunas con seudónimos de hombre para no levantar sospechas—, pero también para el reconocimiento de las mujeres tenaces y emprendedoras que ha habido en la historia; también la reciente. Esta celebración me hizo evocar un cuento que escribí hace algún tiempo y del que he querido compartir un fragmento que está contenido en mi volumen de relatos EntreTRENimientos.
Pero la inspiración de este relato, no fue la música. Está basado en las experiencias que mi abuela materna me había contado, pues era de las pocas afortunadas que sabía escribir y con una caligrafía muy bonita. También sabía componer rimas y poemas y le gustaba enseñarme a hacer pareados cuando me quedaba en su casa a merendar pan con vino y azúcar o pan con chocolate. Fue en aquellas tardes otoñales, mientras yo reseguia con fruición las letras punteadas en los cuadernos de caligrafía, cuando me contaba que muchas de sus conocidas y parientes no sabían escribir.
A pesar de mi corta edad, entendí que aquello que me decía mi abuela con cariño — mientras tutelaba con su mano el lápiz que yo sujetaba entre los dedos— , era muy importante. Un hecho que yo misma pude comprobar en los años siguientes al observar a algunos familiares de mis amigas y compañeras de clase: algunas de sus madres no sabían leer ni escribir. Eran mis amigas las que les leían las cartas de sus parientes y las que repasaban las cuentas de la compra. Y eran mis compañeras las que las acompañaban a sus madres cuando tenían que ir al centro de Barcelona, porque no sabían leer las paradas del metro y que, sintiéndose inseguras temían perderse. Era la década comprendida entre mil novecientos sesenta y setenta. No hace tanto de eso. Y por ello quise refrendar algunos de estos hechos en mis escritos.
A cal y canto. (fragmento)
Mi recomendación literaria de hoy es: Mujeres en el mar, de David Cordingly
¡Hasta la próxima entrada!
Ana descolgó los vestidos del armario de
su madre y los olió. Olían a ella, más allá del aroma de las pastillas de jabón que guardaba entre las sábanas y el fuerte tufo de la naftalina que desprendía el abrigo negro de astracán que asomaba por la puerta contigua del armario del dormitorio.
Alzó los brazos y suspendiendo las perchas
en el aire, los miró pensativa — y bamboleó aquellos vestidos rameados en azul,
y negro, o en colores grises y malva en su mayoría—, intentando recordar en que
momentos de su vida los había llevado su madre. Luego seleccionó algunos que
querían conservar. Puso algunos a la derecha sobre la cama, y otros a la izquierda,
sobre la única butaca del dormitorio de su madre, en el que se respiraba un
gran vacío, debido a su irremediable ausencia; un silencio atronador que llenaba todos
los rincones de la casa. Aunque por otra parte, le parecía que iba a aparecer
de un momento a otro por la puerta de la cocina. Incluso le parecía escuchar sus pasos y el renquear de su bastón por el pasillo.
Estas sensaciones tan
encontradas entre sí, solo eran posibles por el impacto de una muerte reciente y
ella lo sabía, ya que Ana conocía de cerca a la muerte. Y sabía que el tiempo
se encargaría de fraguar la certeza y de aligerar el dolor de la ausencia con
el paso de los días. Que no el olvido.
—¿Te ayudo? —le dijo su amiga Carmen.
—Enseguida acabo. Este montón es para la
Hermana Concepción —que se va a la misión del Congo dentro de quince días—,
pues me ha dicho que les falta de todo para las mujeres, abuelos y niños, y
quiere llevarse todo lo que pueda.
—Vale, pues me lo llevo y se lo dejo en la
parroquia y así vamos acabando.
—De acuerdo. Llévate también los zapatos y
las mantas que están en el fardo, en el recibidor. Cuando llegue mi hermana que
acabe de escoger, y lo que quede, ya lo llevaré yo misma a la parroquia.
—Hasta luego pues. Me voy corriendo que
tengo que ponerle la comida a mi Enrique
—Adiós Carmen. Y gracias.
—No hay de qué.
Se oyó la llave en la puerta.
Francisquita, su hermana pequeña, entró azorada por el largo pasillo, y
dirigiéndose a ella, la abrazo con gran sentimiento, tras lo cual se retocó el
moño mientras le decía:
—No he podido llegar antes.
—Ya me lo he supuesto. Anda siéntate y
descansa, que vienes sofocada ¿Y la niña?
—La dejé con Gemma. La recogerá Luis
cuando venga de trabajar. ¡Anda, te has cortado el pelo! ¡Qué guapa estás!
—Sí,
así voy más cómoda —dijo Ana.
Mira ven, todavía no he mirado en la otra puerta del armario, la del espejo. Te
estaba esperando. ¿Te acuerdas cuando nos disfrazábamos y veníamos corriendo
para mirarnos en él? Nos encantaba ponernos los zapatos de tacón de madre, y
sus sombreros y chales. ¡Qué elegante que vestía cuando salía!
—Sí, cuando salía. ¡Pero salía tan poco! —dijo
con pena Francisquita. Todavía me parece verla sentada en la butaca con sus
libros, cartas y cuadernos. O andando renqueando con su bastón.
—Pues sí. Pero qué bien que nos lo
pasábamos de pequeñas. ¿Te acuerdas? A veces, cuando entrábamos corriendo
atolondradas de la calle, madre nos reñía.
—Es que, éramos como un terremoto…—dijo
Francisquita.
—Pero luego nos hacía aquellos postres tan
ricos y nos comía a besos y abrazos. Y nos planchaba y almidonaba los vestidos y faldas
plisadas… ¿te acuerdas de aquel blanco con el Can Can, que llevábamos el día de
Navidad para ir a casa de la yaya?
—Y tanto. Mira que éramos presumidas — dijo Francisquita mientras se pasaba la mano por el talle, alisando las
arrugas de su jersey.
—¡Qué bien nos lo pasábamos con todos los
primos! Lástima que duró poco. Las peleas de los mayores nos arruinaron aquella
bonita época. Tú ya eras más grande, seguro que te acuerdas.
—Sí fue una lástima —dijo Ana pensativa. A madre le afectaron mucho las peleas entre sus hermanos, a pesar de que ella no
mantuvo actitudes intransigentes ni se ponía a la greña con nadie.
—Tenía un talante pacífico y sabía
mantener la serenidad. A veces se iba a comprar o a pasear con alguna amiga. Solo tenía dos. Y se le murió una, la Antonia. ¿Te acuerdas?
—Sí. Entonces fue cuando se dedicó
más a escribir y a bordar sábanas; y a
hacer vestidos por encargo, sentada ahí, con su lámpara de pie, junto aquel
cesto que utilizaba como costurero y para las agujas y la lana —dijo, señalando
hacia una vieja butaca de color rojo, desgastada por el uso.
—¡Ay, sí! recuerdo que ponía las telas
sobre la mesa del comedor, y marcaba con la tiza las plantillas de los patrones…
— ¿Te acuerdas de aquellas pedrerías y
filigranas que cosió en el vestido de gala de la mujer del alcalde? —mencionó Ana
con nostalgia.
—¡Qué bonito era! Es que madre tenía unas
manos… Lo que sé, me lo enseñó ella —dijo Francisquita acariciando las
puntillas del embozo de un juego de sábanas del armario—.
—Sí, lástima que padre no supo apreciar
esas cualidades. Siempre estaba sola. Y él en la taberna.
—Tengo recuerdos de padre, de cuando yo
era muy pequeña, de cuando me sentaba en sus piernas y me hacía saltar al borriquito. O
me llevaba a pasear los domingos que no trabajaba, luego de misa. Era el día
que se ponía aquel traje gris oscuro. Nunca le vi ninguna prenda de color. Qué
tiempos aquellos ¿no? Todo en blanco y negro.
—Nunca lo recuerdo sonriendo— dijo Ana— . Siempre tenía un semblante serio. Me
acuerdo de que a veces me acurrucaba con él en el sillón y luego me llevaba a
la cama, y que siempre me hacía comer el puchero del plato, y lo peor es que me
lo ponía a rebosar, pues me decía que me iba a quedar canija.
—Me da mucha pena pensar en ellos, no sé si fueron felices, con lo
buenos que eran los dos. Cada cual a su manera. Madre fue una
mujer diferente, más abierta a todo lo nuevo. Y padre muy tradicional y
absoluto —dijo con añoranza Francisquita.
—Lo que me costó a mí, por ser la mayor y
la que abrió camino — llevar la falda, tan solo por la rodilla. No veas cómo se
puso papá. Y cuando me corté la trenza, un disgusto. Y como era la mayor y la
que reclamaba que quería vivir más como el resto del mundo, estaba más
pendiente de lo que yo hacía — recordó Ana. A ti te consentía mas porque eras la pequeña.
—Madre siempre en casa y a ocuparse de nosotras, de la cocina,
la plancha y la limpieza; siempre arañando tiempo para poder hacer sus bordados
y sus escritos. Pero madre nunca fue sumisa.
—Prudente sí. Sabía esperar el momento
oportuno para conseguir lo que quería. No hablaba mucho, pero siempre nos sonreía.
—Pero, ¿qué escribía madre? —preguntó a su
hermana mayor. Yo era pequeña entonces.
—No lo sé. Sabes que a padre no le gustaba
que escribiera ni leyera, —que eso no era para las mujeres, decía—. Y en cuanto
él entraba en casa, ella se apresuraba a esconder su cuaderno bajo las lanas
del costurero; para evitar…
—¡Qué barbaridad!
—Hasta eso tenía que ocultarle, para hacer
lo que ella quería—dijo Ana.
—¿Es que le ocultaba algo más? — preguntó extrañada Francisquita.
—Sí, claro.
—No me acuerdo casi de nada. Yo era demasiado pequeña. Se
ve que no me enteraba. ¿De qué me hablas Ana? Cuéntame.
—Cuando nos íbamos al colegio, algunos
días iba a fregar, a coser y a cuidar a la mujer del alcalde, una mujer joven
muy culta, que nos quería mucho, pues no podía tener hijos. Y muchas veces
íbamos con madre a merendar allí. Y aprovechaba para enseñarnos a escribir. ¿Te acuerdas?
—Ahh, sí que me acuerdo de aquella casa…— dijo Francisquita. ¡Me encantaba correr por el pasillo!
—Fue cuando Caridad se rompió la
pierna y como apreciaba mucho a madre, le pidió que fuera a las horas que a
ella le fuera bien a hacerle compañía, pues sabía que padre le habría puesto
mala cara. — —De eso me acuerdo — dijo
Francisquita
—Un día me dijo que el dinero que ganaba
en casa del alcalde, lo escondería bajo la baldosa que está junto a la esquina
del zócalo, debajo del armario. Vaya ocurrencias ¿No lo sabías?
—No. Ser la pequeña también tiene sus
inconvenientes, ¿sabes? Y tú te fuiste tan pronto de casa…
—Mira, ahí está su joyero. Los pendientes
de la yaya dijo que fueran para ti. Y para mí su anillo, pero no tengo
inconveniente en cambiarlo si tu quieres, dijo poniéndoselo en el dedo.
—Me da igual, Ana, lo que quiero es algo
suyo como recuerdo; y tu y yo no nos vamos a pelear como hicieron sus hermanos.
Se lo prometimos. Ni madre ni nosotras somos como eran ellos.
—¿Y esta caja? ¿Qué es? —dijo Ana cogiendo
una cajita metálica que en el pasado había contenido dulce de membrillo. Está
sellada con lacre. Y pone para Ana y Francisquita.
—¿No es la caja de la yaya?
—Ahora que lo dices. Sí. Sí que lo es. Hace
años que no la veía. Pensaba que madre la habría tirado. Ábrela, anda.
En su interior había tres libros. Dos eran
iguales, con las tapas encuadernados en tela color granate y curiosamente estaban dedicados para
cada una de ellas. Había otro más grande, con la portada verde que se titulaba El
Talento de los Silentes.
—Anda. Yo tengo este libro en casa. ¿Lo has leído? A mí me gustó mucho. Nos lo regaló la mujer del alcalde —dijo Francisquita.
—Sí, ya me acuerdo. Yo también lo tengo. Recuerdo
que nos dijo que lo conserváramos como un recuerdo. Lo encontré interesante. Es una historia muy entrañable de la época de la yaya. Lo tengo en la
biblioteca. No recuerdo como se llama el autor. Mira, a ver...
—Antonio Puerta, pone aquí.
—Sí. Ese es —dijo Ana ¿Por qué lo
guardaría madre en esta caja?
—Seguramente para que padre no se lo
tirara.
—Pues no sé. A veces cuando se hacen
mayores, cogen manías que no tienen explicación —dijo Ana con tristeza.
Entre las hojas de aquel libro, había una
carta plegada, que se deslizó y cayó al suelo.
Era de su madre y estaba dirigida a las
dos:
Queridas hijas,
A escondidas tuve que escribirlo, a escondidas
tuve que guardar el dinero y también el reconocimiento que nunca pude
disfrutar. Fue mi orgullo y mi condena, pues vuestro padre en un arrebato, un
día que volvió de la taberna, rompió lo que había escrito,—pues enajenado por
el alcohol, no sabía lo que hacía—. Pero no pudo borrar el sentimiento con el
que lo escribí. Y volví a escribirlo en casa de Caridad, a la que siempre le
estuve muy agradecida. Fuimos buenas amigas y siempre nos ayudamos la una a la
otra.
Vuestro padre fue un buen hombre, pero demasiado
impregnado de la rígida educación que recibió. Demasiado preocupado por el qué
dirán y por las costumbres arcaicas heredadas. Además su alcoholismo, aunque
moderado, le acabó de arruinar su vida. Nos quisimos
mucho a nuestra manera — más a la suya que a la mía—, pero a vosotras os
quisimos en cuerpo y alma. Los dos.
Por vosotras trabajó muy duro en la mina.
Esto no lo olvidéis. El destino se lo ha llevado antes que yo muera, quizás
para proporcionarle el descanso que no tuvo en vida. Y también a mi me ha
regalado un poco de sosiego. Esta soledad forzada me ha permitido disfrutar de
vosotras con más libertad un poco más de tiempo, apenas un suspiro cuando
habéis venido a verme. Ésta época de soledad la he vivido con intensidad y
incluso me ha permitido escribir un último libro. Esto ha sido como un regalo
para mí. Pero la enfermedad me consume y el médico me ha dicho que este mal que
me aqueja, solo durará unos pocos meses más. A Dios gracias. Estoy cansada
de vivir así…. (…)
Mi recomendación literaria de hoy es: Mujeres en el mar, de David Cordingly
¡Hasta la próxima entrada!
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