¡Como pasa el tiempo!
Una frase redundante que suele seguir, o acompañar simultáneamente nuestra mirada fija en el reloj, al recobrar la consciencia de nuestra pérdida de la noción del tiempo, distraídos en nuestros quehaceres; en nuestras ensoñaciones. Así ha ocurrido desde mi último blog, pues aún ando arañando tiempo para acabar mi novela… El tiempo se me escapa; me parece que el reloj digital se ensañe conmigo. Sabe que no me gusta. Me gustan los antiguos.
Prefiero ese reloj tan nuestro --de los de mi edad, me refiero—, que emulaba los latidos de nuestro corazón día a día, hora tras hora, minuto a minuto; segundo a segundo; coexistíamos con el tiempo "consciente" que marcaban las agujas, de una manera diferente a como lo percibimos hoy; no en vano, antaño, las enfermeras y auxiliares contábamos las pulsaciones de los enfermos con un reloj colgante con segundero …
Las nuevas generaciones hoy día desconocen esas sensaciones, pues sus miradas son captadas por la imagen digitalizada, luminosa y ahora silenciada de aquella pulsación, que miran en el móvil o en la pulsera multimedia, pues ya no usan reloj. Dependen de sus pilas—esa cara energía que controla el púlsar de La Luz—, acaso energía solar; nuestros jóvenes dependen, pasivos, que La Luz les marque la hora. Aunque, bien mirado, también lo hacíamos desde hace siglos con los relojes de sol.
Pero lo más relevante es que también desconocen que había que darle cuerda a los relojes a los de pulsera, y a los de pared. Activamente. Manualmente. En aquel entonces, teníamos el hábito ineludible de, cada doce o veinticuatro horas "darles cuerda" —en el caso de los relojes de pared—, coger la llave que había colgada dentro de la caja, colgada en una alcayata y meterla en el agujero de la esfera para darle tres o cuatro vueltas; un ritual; una costumbre; una necesidad en la cual creábamos un feedback con el tiempo, gracias al ingenio de Harrison. Una maquinaria precisa repleta de engranajes de diferentes tamaños, limpios y lubricados que giraban a diferentes velocidades, captando la fascinación de chiquillos y mayores.
Pero lo más relevante es que también desconocen que había que darle cuerda a los relojes a los de pulsera, y a los de pared. Activamente. Manualmente. En aquel entonces, teníamos el hábito ineludible de, cada doce o veinticuatro horas "darles cuerda" —en el caso de los relojes de pared—, coger la llave que había colgada dentro de la caja, colgada en una alcayata y meterla en el agujero de la esfera para darle tres o cuatro vueltas; un ritual; una costumbre; una necesidad en la cual creábamos un feedback con el tiempo, gracias al ingenio de Harrison. Una maquinaria precisa repleta de engranajes de diferentes tamaños, limpios y lubricados que giraban a diferentes velocidades, captando la fascinación de chiquillos y mayores.
Por ello dedico esta entrada a los jóvenes, para dejar mi testimonio. Pero también para mis coetáneos, para recordar los viejos tiempos. Un paréntesis en el frenesí cotidiano.
Algunos añoramos la cadencia que marcaba el péndulo de aquellos antiguos relojes de pared, pues nos permitían saborear el silencio, apenas unos segundos. Luego irrumpían tenaces e implacables el tic y el tac y las campanadas de las horas enteras, pero tambien de las medias y de los cuartos, haciendo tan visible el paso del tiempo que era difícil escapar de su influencia. Sobre todo por las noches insomnes en que el reloj, o bien te acompañaba, o suponía una irritante pesadilla, al dilatar las horas en la oscuridad. La sincronía de aquellos relojes de pared empatizaba con tres de nuestros sentidos: la vista, el oído y el tacto; y compartíamos ese feedback normalizado, sobrio y consciente del paso del tiempo. Ese que sigue fluyendo desde el origen de los tiempos, valga la redundancia.
Reloj de pared vintage
Y si nos parecía una ardua tarea en el hogar, no quiero ni pensar lo que debía suponer al marinero de aquellos grandes veleros de los siglos pasados y en la época de Joseph Conrad, el gran novelista y navegante. Una ardua tarea estar al cargo del reloj de a bordo, primeramente fue el reloj de arena, con un control exhaustivo de media o una hora, una pieza crucial para el cálculo de la longitud y la posición del navío en medio del océano… Mas tarde, con la aparición del cronómetro, el reloj mecánico estuvo guardado celosamente en una caja de madera en un lugar seguro del barco, donde el esperaba la visita periódica y rigurosa del marinero Watch, que con cierta reverencia acudía puntual para insertar la llave y dar las vueltas necesarias para que aquella maquinaria mecánica funcionara a la perfección. De ello dependía su rumbo. Sus vidas...
Tall ships / Grandes Veleros
Y pensando en ello no puedo menos que recordar mi infancia. Al llegar de la escuela me encaramaba a una silla del comedor; abría la portezuela de cristal y con la llave daba las vueltas, sin forzar aquel mecanismo mágico, al que cuidábamos con esmero. ¡Era la encargada del tiempo! Un importante cargo para mi corta edad. Satisfecha por la tarea diaria cumplida me acercaba a besar a mi yaya que, sentada en su sillón granate, contaba los puntos de las agujas de tejer mientras me hacía unos patucos color salmón. Encima de la mesilla del salón, junto a una enorme radio gramola, sobre un mantel de cuadros verdes y blancos, ya tenía preparada mi merienda: pan con aceite y azúcar. Y tras escuchar la radionovela de cada tarde, allí a su lado, solíamos escuchar alguna una melodía clásica...
¡Hasta la próxima entrada!
Felicidades Flora, me ha encantado tu relato recordando el paso del tiempo!!!
ResponderEliminarGracias a ti. Celebro que hayas disfrutado tu tiempo.
Eliminar¡Qué capacidad de evocación, Flora! La obligación de dar cuerda, la percepción que sugerían los antiguos relojes del paso del tiempo... ¡hasta las meriendas de pan con aceite y azúcar, tan características de una época!
ResponderEliminarMe has hecho recordar antiguos momentos almacenados en mi memoria.
¡Genial!
¡Muchas gracias!
Gracias a ti. Un placer compartir las vivencias de una época común, contigo y con otros lectores. Un abrazo.
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