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miércoles, 18 de marzo de 2020

La masía del Montserrat. ( Fragmento). #loscuentosdeflora

¡Bienvenidos de nuevo!


Hoy, EntreTRENimientos comparte con vosotros, otro relato entrañable para que disfrutéis en estos días de reclusión. Esta vez ambientado en uno de los macizos montañososm más emblemáticos de Barcelona, en los que precisamente hay un monasterio y algunos edificios—entre ellos las llamadas "celdas", un lugar  desde antaño dedicado para el recogimiento y la recesión voluntaria de peregrinos y penitentes y que hoy día también ocupan algunos turistas que buscan un lugar tranquilo donde reposar. La montaña mágica como la denominan los descreídos, capta la mirada de todo aquel que se acerca a sus dominios.


                                     Al fondo, la montaña del Montserrat. La montaña mágica.


Acompaño el  fragmento del relato con esta  foto que hice, cuando volvía con mi hermano de viaje y añado un vídeo que espero que colme vuestras expectativas, conozcáis o no la montaña. Ambos están incluidos en otra entrada del blog, pero he considerado adecuado integrarlo para dar a conocer dichos parajes para nos que no los conocen aún.

Espero que os gusten.         


LA MASÍA DEL MONTSERRAT

Una súbita ráfaga de viento arrastró algunas hojas rojizas y ocres por delante de los pasos de Andreu, arremolinándolas contra un margen de piedra que marcaba el camino que con ducía hasta la finca de La Viña Bona, que se divisaba en lo alto de una suave colina. Tras la masía se alzaban los bosques de pinos que vestían las faldas de la emblemática montaña de Montserrat. 
Bajo aquel cielo gris y amenazador, desprovisto de ave alguna, a lo lejos se recortaban, cimbreando como juncos, tres cipreses altísimos, erguidos junto a la casa, cuya visión alivió a Andreu, pues andaba cojeando y cansado de su largo peregrinar.

Los cipreses eran un símbolo de hospitalidad en aquellas tierras, y revelaban que sus habitantes le ofrecerían refugio por una noche y también algo que comer, ya fuera que lo necesitara por las inclemencias del tiempo o por las miserias de la vida. Algunas bandadas de aves, leyendo los negros cielos, se afanaban en cobijarse apiñadas y con las plumas estarrufadas para dormitar entre las frondosas ramas de los pinos, robles y encinas colindantes. La bandada de palomas propia de la casa aun revoloteaba en círculos para ocupar los recovecos y las tarimas que había bajo la techumbre de aque lla masía, que se alzaba al pie de la montaña mágica, llamada así por los descreídos.
La casa tenía varias edificaciones adosadas dentro del recinto amurallado: una para la vivienda de los campesinos, llamados payeses o masuvés, y otra para los jornaleros de temporada. También había un recinto para los corrales de aves y conejos, que estaban más a mano que el resto de la ganadería, cuyos establos estaban detrás, alejados del acceso principal a la finca. 

La masía se hallaba rodeada de campos segados y de bancales en barbecho, pero disponía también de cultivos de hortalizas y frutales hasta el mismo pie del Montserrat. Por las vertientes de la cara sur de la montaña se adivinaban algunos caminos empinados y sinuosos que se perdían por entre sus características rocas grises y romas, las cuales se alzaban como dedos entre la oscura vegetación que crecía entre sus grietas y recovecos. Sus diversos caminos ascendentes conducían, unos a las ermitas que habían diseminadas cerca de las cumbres; y otros al monasterio custodio de la virgen negra.
Los bosques por los que discurría el camino que Andreu Remensa había tomado para llegar a La Viña Bona, estaban bordeados por los pámpanos agostados, cuyas viejas cepas, ya vendimiadas, acogían en su robusto pie a los tordos y mirlos que picoteaban con avidez algunos pequeños granos de uva diseminados. Más allá había numerosas hileras de grises y retorcidos olivos, que compartían vecindad con los troncos marrones de algunos almendros centenarios que estaban car- gados de frutos; tanto, que sus pesados vástagos, repletos de almendras, rozaban el suelo roturado y libre de hierbas; sobre ellos, los petirrojos lavanderas y mosquiteros saltaban ale- teando y picoteando la tierra a diestro y siniestro, en busca de insectos.
Los campos de olivos estaban custodiados por algunos márgenes de piedra, que confluían en un camino que se bifurcaba en tres ramales. En el cruce, tres tablas de madera clavadas en una vieja encina indicaban, en grandes letras cinceladas a fuego, las diferentes direcciones a tomar: a Can Gínjol y al Mas d’en Grau una; otra que apuntaba hacia el Bruc, La Viña Bona y Collbató. La madera de más arriba, que estaba atravesada en dirección contraria, indicaba la dirección a Esparraguera, Abrera y Olesa, siendo este un ca- mino más amplio, por cuyos márgenes medraban escaramujos, zarzas, ginestas y aliagas; y algún gínjol (azufaifo) solitario, cuyos rojizos frutos ya se hallaban en sazón.
Andreu enfiló, pues, hacia el camino de la casa de payés que le quedaba enfrente, La Viña Bona. Bordeando el pedregoso camino, se alzaban algunos olmos viejos, por entre los que partía una senda que descendía hasta un arroyo, cuyas aguas discurrían entre grandes piedras grises, chopos y saúcos. Entre pequeñas cascadas y remansos, las arenas acumuladas albergaban un arriate de equisetos, donde algunas torcaces y una bandada de estorninos se habían posado para beber, antes de emprender su migración.
La fachada principal de la casa estaba orientada al sur, con la antesala de una explanada de tierra rodeada por altos muros. Una verja cerrada daba la bienvenida, aunque con prevención, pues hasta hacía unos pocos años los franceses y bandoleros habían campado a sus anchas por aquellos lares.
A través de sus barrotes de hierro, Andreu Remensa observó que los tres cipreses sobrepasaban la altura de los tejados sobradamente; y que, dispuestos en hilera, mostraban la puerta principal de la casa señorial, la del amo, que lucía una gran arcada de dovela, enmarcada por piedra mampuesta de granito y arenisca, donde estaba grabado el blasón de la heredad.
La masía de La Viña Bona era muy antigua y estaba construida con los tejados a dos aguas, con unas paredes gruesas de adobe y tochos de terra cuita, que conformaban aquellas paredes de más de medio metro de grosor. Tal anchura era para resguardar a sus habitantes del frío y de las heladas; y también de la nieve que cada año coronaba la montaña, porque en inviernos muy fríos también nevaba en los valles colindantes. Y del calor estival. Las paredes lucían algunos desperfectos y numerosos agujeros, donde las abejas alfareras, siempre oportunistas, habían hecho su nido. Uno de los muchos impactos de bala que había en la fachada —hechos en la lucha contra el francés—, había destruido, bajo el bla- 
són, el año de su construcción, que presumiblemente pudiera ser anterior al mil seiscientos. Algunas ventanas de doble hoja se beneficiaban del calor del sol que, con su cotidiano itinerario, calentaba algunas estancias de la casa; las ventanas más pequeñas y de alféizar más profundo estaban en la parte norte, la zona más fría. Tras la casa, recortadas en el cielo, las cumbres grises de siluetas aserradas parecían sostener aquellas nubes tormentosas, que se cernían sobre la montaña y su comarca.

La masía estaba rodeada y fortificada con unos muros altos de adobe y de piedra en su base, a modo de cimentación, excepto en la parte trasera de la casa, que daba al norte. En ese lugar, unos márgenes de piedra similares a los que cercaban los bancales de olivos albergaban un recinto parcialmente techado, que estaba destinado a guardar los carros, el arado y la leña, y unos cobertizos y chamizos para acoger al ganado y la caballería.
El acceso a esta corraleta se hacía por la parte trasera de la casa, que lindaba con la cara sur del macizo montañoso, por donde se bifurcaban tres caminos: uno que llaneaba hacia la izquierda, hacia la aldea del Bruc, y otros dos, más empinados, que conducían hacia la montaña, por el camino de los Franceses, anteriormente llamado de los peregrinos, que llegaba hasta el collado del Migdia (del mediodía); y otro, más quebrado y serpenteante, conducía hacia las cumbres de pétreos dedos y también a peligrosos barrancos y grutas, a los que únicamente se podía llegar por algunos senderos abruptos, que solo los lugareños conocían y mantenían en secreto, como era el paso hacia una profunda sima a la que, siglos más tarde, se le llamaría el Cau de las Bruixas (guarida de brujas).
La parte trasera de la casa donde vivían los payeses, que estaba adosada a la casa del amo, comunicaba con el cruce de estos caminos a través de una abertura en los márgenes de la corraleta, que disponía de una cancela para proporcionarles comodidad a las entradas y salidas diarias que tenían que hacer con el carro para las labores del campo y para cuidar al ganado. 
Pero quedaba desprotegida, precisamente porque no quedaba a la vista del camino principal, y cualquier bandido o milicia podía salir del bosque y acceder a la casa sin ser vistos. Por este motivo, la puerta trasera de acceso a la casa de los masuvés disponía de un grueso chapado en hierro y de una cerradura.
Los muros de la masía presumiblemente se erigieron sobre el mil seiscientos cincuenta y cinco, un año después de que un brote de peste negra y la posterior hambruna diezmara la población de esta comarca pues el contagio se había producido, desde las poblaciones de Berga y Manresa. Los supervivientes que quedaron tuvieron que alzar estos muros para controlar el acceso a la casa y repeler las guerras y guerrillas posteriores, pues los payeses tuvieron que defender a capa y espada los pocos alimentos de que disponían, tanto de los ladrones como de las milicias, que, abusando de su fuerza y de sus armas a lo largo de los siglos, habían acabado con la vida tranquila y con la despensa de aquellas gentes de bien, que solo querían vivir en paz.
Cientos de años después, siguieron las guerras y revueltas, pues la paz, siempre efímera, no logró instalarse en el devenir de los tiempos más que por unas pocas décadas por cada siglo transcurrido. La peste, más misericordiosa, desapareció.
La dureza del trabajo y las condiciones que les imponían los amos, a los masuvés les exigían que vivieran —con mucha dureza, austeridad y esfuerzo— de la tierra que cultivaban con sus manos. Y las guerras, la peste y el saqueo tuvieron sus consecuencias. Los tejados de las casas de algunas fincas circundantes se habían derrumbado con el paso de los años, y muchas tierras quedaron abandonadas debido al diezmo de la población, provocado por las epidemias y por la hambruna; algunas familias enteras desaparecieron por defunción de todos sus herederos. Así se añadieron las tierras huérfanas vecinales —que estaban baldías y en barbecho— a algunas heredades. Los amos acumularon más riqueza y a los masuvés, los legítimos artífices de la riqueza de aquellas tierras, les supuso más trabajo, a cambio de lo suficiente para subsistir.

Andreu llegó por fin a la casa pairal. Detrás de la verja, algunos perros ladraron visiblemente excitados, alertando a los payeses de que alguien rondaba por allí.
Andreu dio unas voces.
—¡Ahh de la casa! ¿Hay alguien para atender a un peregrino?
Y esperó tras los barrotes de hierro pacientemente, entre los fieros ladridos de los perros, que acudieron mostrando sus dientes, yendo y viniendo hasta la verja y provocando una gran algarabía. Los pavos y las ocas —que presumiblemente se hallaban tras una corraleta de obra que había a mano izquierda— se pusieron a graznar, sumándose a los ladridos. Al poco, desde el fondo del patio, se abrió la puerta principal, y salió una mujer anciana, que gritó desde allí:
¡Redeu! ¿A quién busca usted? ¿Qué quiere?
—Busco refugio y algo de comer para reponerme, pues vengo andando y herido desde Esparreguera.
—¿Com diu? ¡Laiaaa! ... ¡Nena, vine! —gritó aquella mujer desgañitándose, mientras los perros ladraban más y más, metiendo el hocico y pateando el zócalo de hierro de donde partían los barrotes de aquella enorme puerta forjada. Y la anciana, haciendo caso omiso del recién llegado, se fue para dentro de la casa.
Aquel joven de tez morena, de mediana edad, alto y recio, observó el entorno con curiosidad. Apartó su largo cabello castaño del cuello con un pañuelo, pues a pesar del viento, el esfuerzo requerido para subir la loma lo había hecho sudar; y dejó su fardo en el suelo, sacudiéndose los pantalones de paño; se ajustó la faja negra sobre la camisa blanca y miró hacia la explanada de tierra del recinto, frente la fachada de la casa, donde estaban los tres cipreses. 

Del edificio adosado a mano derecha se oyó el chirrido de una puerta, y allí vio a una muchacha de estatura alta, que lucía una cabellera negro azabache, que acudía con ligereza llevando una canasta, pero que se dirigía a lo que parecían ser los gallineros. Alzando la mano, le dio una voz:
¡Voy enseguida...!
Dicho esto, desapareció de su vista.
Proveniente de aquel lugar, Andreu oyó el cacareo desesperado de las gallinas, que quedó sofocado por el estridente canto de un gallo, seguido de un alborotado revuelo y un fuerte batir de alas.
Un gallo asomó por la puerta tras la joven que salía apresuradamente, a la que el gallo embistió, adelantando los espolones de sus patas en el aire mientras revoloteaba. La muchacha se giró resuelta y, antes de que el gallo tocara su falda con las patas, le dio un escobazo. Cerró apresuradamente la media puerta del gallinero, dejando allí su escoba. ¡Por si acaso! Algunas plumas salieron despedidas por el umbral, balanceándose caprichosamente por el viento en su derredor, y algunas se posaron sobre el largo cabello ensortijado de la muchacha. El gallo revoloteó de nuevo, esta vez solo hasta el borde de la media la puerta, pero cantando como un descosido y batiendo fuertemente las alas, como recordándole que aquel era su territorio.
La joven caminó entonces hacia la verja. Vestía una prenda negra de punto con escote, cuyas mangas llevaba arremangadas hasta el codo, dejando ver la blancura de su piel. Sobre una falda larga, también negra, lucía un delantal a cuadros blancos y negros, en cuyo bolsillo abultado se adivinaban un par de huevos. En su mano izquierda traía sujeta por las alas a una gallina negra y rechoncha, con las plumas erizadas, que cloqueaba guturalmente su resignación.

¡Ves per on! Tiene un huevo atravesado —dijo murmurando contrariada. A la par que andaba, cogió la gallina y la sujetó a horcajadas contra su cintura; metió su dedo índice, que ya traía embadurnado con aceite, en la cloaca de la gallina y, haciéndole un masaje en el bajo vientre con la otra mano, intentó girarle el huevo.
Buenas tardes —dijo, limpiándose el dedo con un paño que colgaba de su delantal—. ¿Qué le trae por aquí?
Pues...
—¡Gos, calla, fuch! dijo enérgicamente al más grande de los tres perros, también él más en tolerar la presencia del forastero.
—Mejor así. Aunque veo tiene buenos vigilantes.
—Sin perros no se puede estar aquí. Usted dirá.
—Siento interrumpirla en sus quehaceres, pero quisiera alojamiento y comida por un par de días; necesito curarme una herida, además de refugiarme de la tormenta que se avecina, que presumo que va a ser de órdago.
—Panza de lobo, ha dicho el pastor, el aragonés. Sí. Una buena tormenta sí que caerá. Creo que viene con granizo, que pesan mucho esas nubes negras. ¿De dónde viene usted?
—Desde el Perthus, en la frontera. Aunque ya llevo días por aquí cerca, en Esparreguera.
—¡Verge santísima! Sí que viene de lejos. ¿Y adónde va? —preguntó la muchacha con curiosidad.
—Hice una promesa. Me llamo Andreu Remença. Me dirijo al monasterio en peregrinación —contestó, señalando hacia Montserrat.
¡Coi! Le queda un buen trecho todavía. Y una buena subida. Bueno, va. Pero algo me tendrá que pagar, que los amos no nos permiten acoger a rodamons, quiero decir, vagabundos, más de una noche, para que me entienda. Habrá de darme algo, aunque sea la voluntad, por el segundo día —dijo, mirando de arriba abajo a aquel hombre moreno de mirada profunda y serena.
—Es justo. No pase usted pena, que no le ocasionaré problemas con el amo. Tenga, un adelanto —dijo, sacándose un par de monedas del bolsillo de su chaleco de paño marrón, del que asomaba la cadena de un reloj…   (…)


¡Hasta la próxima entrada!















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