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miércoles, 1 de marzo de 2017

Una taza de café en la toldilla.



¡Bienvenidos de nuevo!

Había entrado en casa muy sofocada tras el ir y  venir de la compra semanal de víveres. Pensé en lo que me había costado llenar la nevera y la despensa:  en dinero y en esfuerzo; y no puede menos que sentirme afortunada, -pues  evoqué una lectura que había dejado a medio leer aquella tarde-,  y ya me imaginaba la cantidad de toneles de agua, vino y ron estibados en las bodegas de aquellos magníficos barcos de vela  que transportaban mercaderías y especias desde  los lejanos y exóticos lugares del mundo,  cuyos tripulantes pasaban meses y meses en el mar. Y algunos de ellos,  como era el caso de los balleneros, varios años.

¡Que vida tan dura!  Y pensé: ¿cuántas toneladas de harina, patatas, legumbres, arroz y manzanas, debían llevar a bordo,-además de las  carnes y pescados en salazón-?  En alguna parte había leído que  llevaban algunas  gallinas y  animales vivos como cabras o corderos para su manutención para tantos meses de navegación, pero me resultaba difícil imaginármelo.

En fin, inmersa en estos pensamientos, seguí colocando la compra...,  cuando me di cuenta que había olvidado comprar el pan.  ¡El pan! Afortunadamente vi que  tenía suficiente para la cena.

¡Eso si que era un handicap!  ¡Llevar harina suficiente sin que se enmoheciera con la humedad! Debía de resultar imposible cargar pan suficiente  para alimentar a la tripulación, o a la tropa y para tantos meses, debió  de dar muchos quebraderos de cabeza a los responsables de la intendencia de los barcos. Pero encontraron la solución:  quitaron el exceso de humedad del pan, cociéndolo por dos veces y haciendo porciones  individuales más adecuadas para que se airearan y para  estibarlas mejor.


Hasta entonces el pan utilizado  había sido el pan ácimo, sin levadura, como tortas secas, y en el otro lado del atlántico -desde las épocas precolombinas, los indígenas comían el pan de cazabe (yuca) y tortas de maíz-. Aunque no estaba muy segura, creí recordar que  en las  posteriores expediciones de Colón ya consumieron la galleta de barco a bordo;  sería en el siglo XVI cuando se instauró la comercialización de la galleta de pan -llamado también pan de barco o bizcocho, pues el nombre variaba según las regiones y los países-. Lo que no cambiaba, es que  al cabo de unos meses en  todos  ellos aparecían unos cilíndricos gusanitos en su interior.  El caso es que a partir de entonces surgió una industria  panadera dedicada exclusivamente al suministro de los barcos, a los que cargaban el preciado alimento en los muelles, ya fuera en latas, cajas o barriles.


No iba a volver a salir a comprar, pues  ya era la hora en que  cerraban los comercios. Pero al día siguiente era festivo y siempre que puedo, evito comprar  pan congelado.  Así que fui a la despensa y cogí el bote de la harina de trigo, un poco de harina de garbanzo y de maíz,  y puse a templar un cazo de agua; y saqué un poco de masa madre que tenía en la  nevera. Puse algunos granos de anís y  de comino en remojo para que se hincharan. Más tarde  lo mezclé todo con una pizca de sal. En unos minutos hice  una bola de masa de pan que dejé  reposar toda la noche para que fermentara en una olla honda, cubierta con un paño húmedo de algodón.

A la mañana siguiente, lo primero que hice fue volver a amasar bien el pan y dejarlo reposar  de nuevo una hora. Luego lo volví a amasar,  pero esta vez  le dí formas redondeadas y cuadradas del  tamaño de la palma de la mano. Pinché la masa  de las porciones repetidamente con un palito de  los que tengo para los pinchos a fin de hacer todos los agujeros que pudiera.  Y  de nuevo lo cubrí con un  fino paño húmedo otra hora más.
Me preparé  unas tostadas y una taza de café . Y subí a desayunar a la amplia terraza, cuyo suelo estaba forrado con lamas de teka y donde una carpa cobijaba una mesita y unas sillas de madera. Desde allí pude contemplar  el mar y el azulado horizonte, recortado en un cielo raso.  Me parecía estar en la toldilla, en la cubierta de popa de un barco.


Mientras desayunaba aproveché para retomar la lectura que había dejado la tarde anterior. Era un  interesante libro  que había adquirido recientemente:

                           < La carrera del Té,  de Víctor San Juan. Editorial Noray.>

Sumergida en la lectura, viajé a tierras ignotas  a bordo de aquel  hermoso clíper  de  henchidas velas, que  a modo de buque insignia, surcaba los mares a contrarreloj, para aventajar a la flota  de buques que le iba a la zaga. Su preciado cargamento estaba constituido por  miles de fardos repletos  de hojas  de té, que tenía que llevar en el menor tiempo posible, hasta las mismísimas entrañas de Londres, en los muelles de Wapping, para que  estuviera "en su punto".

Tras una hora de lectura, sonó la alarma que había puesto de antemano, pues suelo perder la noción del tiempo cuando leo. Bajé apresuradamente a la cocina y pulvericé con agua las porciones de pan que ya habían  aumentado su tamaño y lo metí en el horno.  Una vez cocido, lo saqué y lo dejé enfriar, cubierto con un paño limpio de algodón. Subí  de nuevo a la terraza a recoger las blancas sábanas que había tendido  la noche anterior y que ahora flameaban con la tímida brisa, haciéndome evocar las velas de aquellos hermosos barcos...

Bajé de nuevo y cerré las lumbreras de la casa, que ya estaba ventilada y  entré en los camarotes de babor para hacer las camas, pues mis hijos tenían la foto de un velero en cada puerta de su habitación.   Había transcurrido ya un rato, cuando fui de nuevo a la cocina. El pan ya estaba frío;  volví a meterlo en el horno caliente, esta vez vigilando los tiempos y el color, no fuera a tostarse demasiado.


Tras la nueva cocción, lo dejé enfriar de nuevo, esta vez destapado.  Aquel pan, elaborado con la receta familiar de la galleta de barco, utilizada antaño en los viajes de ultramar, podía durarme un año en  un sitio ventilado. ¡Remojado en un buen  caldo está delicioso!


                   


                   ¡


¡Hasta  pronto!


5 comentarios:

  1. Querida Flora...muy interesante e instructivo... Me quedo con la receta, me apetece probarlo!
    No pensamos en lo difícil que lo tenían para conservar los alimentos en aquellos tiempos, cuando nacimos ya habían neveras!
    Besos

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  2. Me he quedado sin palabras.
    Cómo se puede aprender historia y recetas de cocina sin enterarte de que lo haces hasta que has terminado de leer. Alucino.

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  3. Qué bien has entremezclado la rutina doméstica con tu conocimiento de cómo elaboraban el pan en esas travesías.
    Me encantaría probar la receta. Besos

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  4. Un relato precioso. Me ha encantado.

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  5. Este relato es como la vida misma, repleto de cosas interesantes. Solo hay que curiosear y descubrir que aún lo cotidiano, incluso lo anodino, puede dar mucho de sí en un día y que disponemos de cantidad de posibilidades creativas para interactuar con los demás, si no es posible en persona, aunque sea desde detrás de una pantalla. Comunicarnos es esencial. Gracias por vuestros comentarios.

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