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martes, 31 de octubre de 2017

Castañada versus Halloween. #loscuentosdeflora

¡Bienvenidos de nuevo!


Esta noche celebraremos la castañada tradicional en nuestro país, acompañada con boniatos, panellets y dulces en forma de hueso,  elaborados con almendra molida, patata y piñones, un manjar que quizás regaremos los adultos  con un vino dulce, seguramente un moscatel. Los niños esperan este día ansiosos, ya sea  en La Cocina de casa o  en el colegio,  para pringarse los dedos con la masa  con que les enseñamos a preparar  los dulces, a los que darán forma con sus manitas, recubriéndolos con piñones. Luego mirarán expectantes nuestras caras en busca de la expresión: hmmm, ¡que bueno!





















La globalización y el marketing,  han introducido la palabra Halloween en nuestro país como sustituta de la denominación de nuestra fiesta, de La Castañada , los panellets  y  los dulces regionales por la bolsa de caramelos y el truco-trato foráneo; una actividad  que a los niños les encanta, porque además se disfrazan. Es lo que ha de ser, que se lo pasen bien. Además. Y lo digo porque no me gustan las sustituciones o suplantaciones culturales, que sí los complementos y la diversidad

Me gusta ver a la castañera en la calle, llenando  un cucurucho hecho con papel de periódico un montón de castañas asadas y tiznadas, con la cáscara resquebrajada; me gusta ver que algunos niños cogen con sus manos enguatadas el cucurucho, mientras otros llevan una calabaza vaciada y esculpida  con una sonrisa junto a  una bolsa  repleta de caramelos mientras se dirigen a casa de su amigo o de la familia. Me gusta que se disfracen de fantasmas y que paren a la gente  que sonríe con indulgencia mientras  los niños cantan para recibir algunas monedas o alguna compensación por el dulce trato.

Lo que no me gusta es pasear por  Las Ramblas de Barcelona o  la calle de cualquier barrio y no encontrar aquella emblemática parada humeante. Lo que no me gusta es encontrar  los hogares familiares con perfume a lavanda sentations plus ultrapower, en vez del cálido aroma que desprenden los boniatos y dulces recién sacados  del horno.

Quiero seguir oliendo  el sabroso aroma que la castañera reparte hasta entrada la noche, mientras los grupos de gente  esperan pacientemente haciendo cola, frotándose las manos  mientras un halo de vaho escapa de sus bocas, bailando con los pies para que no se les queden helados...

Y además es día de todos Los Santos y luego de los difuntos.   ¡Qué paradoja! 364 días de tabú y uno de fiesta. ¡Vaya tema el de los muertos!,  esos de los cuales  alejamos a los niños en los paises desarrollados, para que no entren en contacto con la muerte, cuando es inevitable por la cercanía; para que no lloren, ni nos vean llorar cuando, paradójicamente nuestros niños, en el día a día, ven cientos de muertos en la tele… y  a todo color. Ven muertos reales, aunque asépticos, en las noticias, en las películas,  en los cines, en los videojuegos, en el ordenador, en el móvil, en los periódicos . El caso es que ven diariamente  y con "normalidad" como las personas se matan unas a otras. Y ahí no ponemos barreras. Por el contrario, en los países subdesarrollados o que sufren un conflicto bélico,  364 días viven con la muerte y acaso algún día al año, cesa el horror. ¿Qué deben pensar  unos y otros niños?  ¡Que abismo tan grande los separa, en experiencias vividas y también culturalmente!

Hemos elevado la muerte a la categoría de ficción. Y aunque la vemos — insisto, asépticamente y a diario— , la paradoja es que en nuestra sociedad incluso ya es costumbre tirar compulsiva mente a la basura la mascota del niño: aquel pequeño hámster o pajarito que se ha muerto, diciéndoles que se ha escapado. Para que no sufran. Para que no la conozcan. Con ello les privamos que aprendan a gestionar el duelo y la pérdida. Un duelo del que deberían descansar los niños de los países en guerra.

Y por otra parte,  una vez al año,  nosotros —para no recordarla demasiado a menudo—, pretendemos mofarnos de ella. Todo son disfraces y caracterizaciones macabras, cuchillos clavados en la espalda, Frankesteins diversos, muertos vivientes, fantasmas, brujas, sangre, maquillajes, tumbas y horror.  ¡Como si no hubiera horror suficiente en el mundo! La verdad que a veces me resulta un tanto obsceno. 

En fin, que tampoco pretendía  fastidiaros  la fiesta con mis elucubraciones. Dejaremos la guadaña tras la puerta y rezaremos para que su dueña tarde mucho en visitarnos.  Y que cada cual lo celebre como quiera.  Yo por el momento me voy a preparar los dulces y las castañas para esta noche, que nos juntaremos un montón de gente. ¡Ah! y ya tengo una calabaza con una vela dentro, para que presida la mesa.  

Pero antes quiero compartir  un fragmento de uno de mis relatos, a propósito de la temática de hoy:

Piel de oveja, diente de lobo

(…)


Debían de ser cerca de las doce de la noche. Una noche fría en la que por el callejón, se olía el aroma de boniatos y castañas asadas. Días grises de soledad. Días de muertos. 
Ricardo, desde una posición apartada quizás para no inmiscuirse en aquel embrollo,  instó a su amigo:
—¡Déjala Nacho! Estás muy nervioso y sabes que pierdes los papeles. Hay muchas como ella. ¡Olvídate!
—¡No! ¡Se va a enterar esa puta! Se va a enterar de quien manda aquí. Por mis cojones que…

En ese instante, se encendió la tenue luz de la portería. La ventana que había al fondo reflejaba la puerta del ascensor y una muchacha rubia, que calzaba unas zapatillas azules, salió de él, atolondrada. Se oyeron los tres cuartos del campanario de la iglesia de la plaza de San Blas, que estaba al final del oscuro callejón. La muchacha miró fijamente a Nacho tras los cristales de la puerta de hierro forjada, y contuvo el aliento ante la feroz expresión del que ella había pretendido que fuera, antaño, también algo más —además de su cliente habitual—. Aún así, abrió la puerta dispuesta a enfrentarse a él. Y con una voz resuelta, le dijo:
—Nacho, ¿Tú crees son horas de venir? Uf, ¡apestas! Al menos podías haberte duchado al salir del trabajo.
—Óyeme bien, puta. He sido el hazmerreir en el trabajo. ¿Cómo te has atrevido a colgar los vídeos de nuestras fantasías de rol en YouTube?... ¿Sabes la vergüenza que he pasado? ¡Esto no te lo perdono!
—¿Qué yo? Si acaso los habrás colgado tú, cabronazo, si tan siquiera sé… Y no es para tanto; tampoco se veía nada escandaloso —dijo ella levantando la voz—, para demostrarle que no se amilanaba.
—A mi no me levantes la voz, zorra —dijo con un ademán malintencionado.
— ¡Oye! ¿Me estás amenazando con ese garfio? Que no me das miedo ¿te enteras? ¡Asqueroso machista!
—Déjame tranquila, que no quiero verte más —añadió Vera a voz en grito. Y tú, no te escondas, que te he visto!...
Ricardo salió entonces de un recoveco de la fachada, cobijado por las sombras del callejón, diciendo:
—Lo siento Vera, pero no he podido convencerlo —dijo mirándola con lascivia.
—No disimules —que mucho empeño seguro que no le has puesto. ¡Cobarde! Que ya nos conocemos.
—¿Qué no quieres verme más? ¡A mí no me deja nadie! ¿Entendido? —gritó Nacho.
y cogiéndola por los hombros la zarandeó como un trapo, obligándola a respirar su pestilente aliento mientras le sujetaba la cara.
—¡Suelta! —gritó Vera zafándose de él bruscamente. Pues que te enteres que me voy a un concurso y me disfrazaré de Cenicienta para la pole dance en el festival de strippers de Macabrus. Eso sí que es un juego de rol elegante.
—No quiero que vayas a esa fiesta. Sólo vas a estar conmigo, cómo y cuando yo quiera —dijo Nacho tajantemente. ¡Ven aquí!
—Ya. ¡Porque tú lo digas! Pues no vas por buen camino. ¡Quita imbécil! ¡Que te zurzan!
Y déjame pasar, que me espera mi acompañante.
—¿Tu qué?
—¿Acaso no me has oído?¡Claro que no! Tú a lo tuyo, a piñón fijo. Pues sí. Nos vamos con la asociación de gays y lesbianas de Madrid. Nos han preparado una carroza preciosa tirada por tres caballos, para recogernos a todas las que concursamos.
—Esto no se va a quedar así —masculló Nacho en un arrebato de ira, golpeando con el garfio el cristal de la puerta, que estalló en pedazos; y añadió: dile a tu acompañante que si es un hombre, que baje aquí ahora mismo. ¡O subo yo!
¡Ja, ja!…, —Pues no va a bajar si es por eso. ¡Uiií! Mira por donde, ¡aquí viene! —dijo Vera con un talante desafiante.

Nacho hizo una mueca de fastidio, que en un instante se tornó en perplejidad. Por las escaleras bajaba "La Elo", la íntima amiga de Vera, con un impecable y escaso atuendo de Príncipe. Cuando llegó hasta el umbral de la puerta, Elo miró a Nacho con descaro y abrazando a Vera delante de él, la besó en la boca. Diez segundos. Veinte segundos y sus labios seguían deslizándose, húmedos, delante de sus narices; torturándolo con aquel placer ajeno que él no podría, ni disfrutar, ni poseer.
—Te espero arriba.Date prisa que llegamos tarde —dijo Elo. Despáchalo pronto, que solo te ha dado malvivir —insistió, mirándolo de arriba a abajo despectivamente.
Nacho crispó los puños y se hizo un silencio sepulcral. 

Proveniente del final del callejón, se escuchó el resonar de los cascos de unos caballos que se acercaban al trote, seguidos por unas sombras fantasmagóricas que recorrían las paredes, deslizándose también por la calzada adoquinada de aquel viejo barrio.

Delante del portal se detuvo una carroza tirada por tres briosos corceles provocando tal sorpresa en los presentes, que nadie dijo ni mu. El que hacía las veces de lacayo, era un fornido y apuesto joven que llevaba un extravagante atuendo de cuero negro; iba maquillado, con las cejas muy perfiladas. Se bajó y abrió la portezuela de la carroza, y dijo presentándose, con una voz potente:
—Hola, soy Fred.
—Hola guapo, respondió Vera.
Nacho se quedó estupefacto. Ricardo contempló la escena pasivamente, con una mirada un tanto extraña. Vera aprovechó aquel intervalo y le dijo al anfitrión del carruaje:
—¿Así que tú eres Fred? Yo soy Vera. Traes una carroza muy bonita y me encantan esos caballos. Son preciosos.
—Sí. Este año se han lucido con el atrezo. He venido un poco antes de lo convenido para ir con más tranquilidad. ¿Ya estáis listas?
—Espera unos minutos Fred, que tengo que ir a buscar algunas cosas.
—Okey, respondió Fred. Hace una espléndida noche — dijo entusiasmado, sin percatarse del mal rollo reinante.
—¡Tú no vas a ir a esa fiesta!¿Me oyes? —gritó Nacho gesticulando, mientras Ricardo le cogía del brazo sujetándolo, —como hacen los que promueven las peleas caninas con los canes—.
Haciendo caso omiso de aquel bravucón, Vera subió rápidamente al piso, cruzándose con Elo, que ya bajaba por la escalera.
—Este maldito reloj  se ha estropeado de nuevo. ¡Qué oportuno! —murmuró de mal talante.

Elo iba al encuentro de Fred, cuando susurró maliciosamente a Nacho que estaba en medio de la acera, unas palabras cerca de la oreja—. El rostro de Nacho  se encendió iracundo y con una mueca de indignación, propinó a Elo un soberbio puñetazo en la boca del estómago, que  quedó doblada  y gimiendo con los brazos pegados al cuerpo.
Ricardo mantuvo las distancias y sin inmiscuirse, gritó:
—Nacho ¡que te pierdes! Déjala. Vamos a buscarnos dos chorbas por ahí, que hoy es día de botellón y seguro que van salidas.
Pero fue inútil. Nacho comenzó a golpear a Elo de nuevo—y ésta, sacando fuerzas de donde no tenía—, profirió toda suerte de insultos, dándole una patada en la entrepierna que le dejó arrodillado en el suelo, sin aliento. 

A todo esto, Vera bajaba las escaleras con precaución, haciendo alarde de unos zapatos como de cristal. Apareció bellísima, con su rubia melena recogida en un moño y coronada por una magnífica tiara; lucía una transparente gasa blanca, —que como velos—, apenas cubrían un ceñido y escueto body de piel, de color azul.
—¡Noooo!, —gritó angustiada, al contemplar con los ojos desencajados, el desaguisado que se había montado en su breve ausencia. ¡Por Dios! ¡Bruto! ¡Hijo de puta!
Y dicho esto, se agachó a atender a Elo. Nacho se levantó con la mirada enloquecida y arremetió contra Vera, revolcándola por el suelo, con tal mala fortuna, que el body se desgarró con los cristales rotos que estaban diseminados por la calle. Vera montó en cólera y comenzó a pegarle. Él la sujetó violentamente.
—¡Déjame! ¡Que te he dicho que me dejes!
—¡Puta lesbiana! Menos mal que no me dejé engatusar. ¡Desgraciada! Te voy a escarmentar.
Ambos rodaron por el suelo, tiznándose con la mugre de la calle, mientras se insultaban frenéticamente. Vera cogió entonces un pedazo de cristal grande que había sobre la acera, y asestó un golpe a ciegas, yendo a dar en el hombro de Nacho, que comenzó a sangrar a borbotones. Se oyó un alarido de dolor, seguido de varios insultos. Y la soltó.
Los caballos relincharon nerviosos ante los gritos y el ajetreo; y comenzaron a jalar con fuerza de las riendas —a pesar de que el lacayo les mantenía el bocado firme, a fin de que no se desmandaran—.
Elo, ajena al cariz sangriento que había tomado la pelea —pues la penumbra dificultaba lo que ocurría—, sabía no obstante, lo que sugerían aquellos gritos y forcejeos, pues era una conducta recurrente entre los dos desde que los conocía, y les gritó:
—¡Parad ya! ¡Vámonos! —dijo con una mano en la boca del estómago y con la otra agarrando a Vera del brazo.

Las doce campanadas de la iglesia sonaban a sentencia. A muertos. Vera, despeinada, y con el body roto y manchado de sangre, intentó huir, pero Nacho se lo impidió, estirándole del moño con el garfio y tirándola al suelo.
— Ayyy… Brutooo. ¡Suéltame!
Elo, en el afán de socorrer a su amiga, lo agarró por detrás y le trabó las piernas para que cayera.
— ¡¡Déjalaaa, cabrón!!

Fred, asustado y desconcertado, prefirió no inmiscuirse y se refugió en el interior de la carroza. Simultáneamente, un caballo se soltó del tiro. Elo y Vera se zafaron del agresor y se subieron a la grupa de aquel caballo blanco con agilidad, espoleándolo con los tacones. La carroza se tambaleó al ser levantada del suelo por los otros dos caballos  —que relincharon alzando las patas, pero sin soltarse del tiro—. Nacho y Ricardo lograron coger las riendas al vuelo y consiguieron dominarlos. Enfilaron la carroza por el callejón, restallando el látigo sobre la grupa de los caballos. Y fueron tras ellas…

(…)



Como recomendación literaria para hoy, os recomiendo un  clásico: 

<El sabueso de los Baskerville, de Sir Arthur Conan Doyle.>


Amenizo  esta macabra entrada con un videoclip imprescindible. 


¡Que paséis una feliz castañada! ¡Feliz Halloween!
Hasta la próxima entrada. 

miércoles, 18 de octubre de 2017

El valor de la escritura. #loscuentosdeflora

¡Bienvenidos de nuevo!





























Tras estos días aciagos de conflictos políticos, incendios, desgracias  y despropósitos, quiero abrir una ventana agradable y  ofreceros un respiro…

Hoy comparto con vosotros una de mis fuentes de inspiración. La música.
Ese halo invisible que nos llega al corazón.  Y también  al cerebro; a ese recóndito lugar,  donde  los sentimientos, el  pensamiento  y  el  ánimo son capaces de resurgir, con la fuerza que la música nos transmite:  — evocando emociones,  donde fracasaron las palabras—.   
Música y escritura, frecuentemente compañeras de un mismo origen que las posibilita: los árboles.



Un valioso ser de la naturaleza cuya madera  moldeamos a placer, para obtener los tesoros que esconden bajo la burda apariencia de su corteza, esa que protege la savia  y que nutre las hojas verdes de las que mana el oxígeno, fuente de vida para la humanidad. Solo por ello merecen nuestro respeto, nuestros cuidados y nuestra gratitud.    

La celebración del día de las escritoras, el pasado día dieciséis de octubre, se hizo a modo de  homenaje a las mujeres escritoras —algunas con seudónimos de hombre para no levantar sospechas—, pero también para el reconocimiento de las mujeres tenaces y  emprendedoras  que ha habido en la historia; también la reciente.  Esta celebración me hizo evocar un cuento que escribí hace algún tiempo y del que he querido compartir un fragmento que está contenido en  mi volumen de relatos EntreTRENimientos.  

Pero la inspiración de este relato, no fue la música. Está basado en las experiencias que mi abuela materna me había contado, pues era de las pocas afortunadas que sabía escribir y con una caligrafía muy bonita. También sabía componer rimas y poemas y le gustaba enseñarme a hacer pareados cuando  me quedaba en su casa a merendar pan con vino y azúcar o pan con chocolate.  Fue en aquellas tardes otoñales, mientras yo reseguia   con fruición las letras punteadas en los cuadernos de caligrafía, cuando me contaba que muchas de sus conocidas y parientes no sabían escribir. 
A pesar de mi corta edad, entendí que aquello que me decía mi abuela con cariño — mientras tutelaba  con su mano el lápiz que yo sujetaba entre los dedos— , era muy  importante. Un hecho que yo misma pude comprobar en los años siguientes al observar a  algunos familiares de mis amigas y compañeras de clase: algunas de sus madres no sabían leer ni escribir.  Eran mis amigas las que les leían las cartas de sus parientes y las que repasaban las cuentas de la compra. Y eran mis compañeras las que las acompañaban a sus madres cuando tenían que ir al centro de Barcelona, porque no sabían leer las paradas del metro  y que, sintiéndose inseguras temían perderse.   Era la década comprendida entre  mil novecientos sesenta y setenta. No hace tanto de eso. Y por ello quise refrendar algunos de estos hechos en mis escritos.                 



























A cal y canto.  (fragmento)

Ana descolgó los vestidos del armario de su madre y los olió. Olían a ella, más allá del aroma de las pastillas de jabón  que guardaba entre las sábanas y el fuerte tufo de la naftalina que desprendía el abrigo negro de astracán que asomaba por la puerta contigua del armario del dormitorio.
Alzó los brazos y suspendiendo las perchas en el aire, los miró pensativa — y bamboleó aquellos vestidos rameados en azul, y negro, o en colores grises y malva en su mayoría—, intentando recordar en que momentos de su vida los había llevado su madre. Luego seleccionó algunos que querían conservar. Puso algunos a la derecha sobre la cama, y otros a la izquierda, sobre la única butaca del dormitorio de su madre, en el que se respiraba un gran vacío, debido a su irremediable ausencia;  un silencio atronador que llenaba todos los rincones de la casa. Aunque por otra parte, le parecía que iba a aparecer de un momento a otro por la puerta de la cocina. Incluso le parecía escuchar  sus pasos y el renquear de su bastón por el pasillo.

Estas sensaciones tan encontradas entre sí, solo eran posibles por el impacto de una muerte reciente y ella lo sabía, ya que Ana conocía de cerca a la muerte. Y sabía que el tiempo se encargaría de fraguar la certeza y de aligerar el dolor de la ausencia con el paso de los días. Que no el olvido.
—¿Te ayudo? —le dijo su amiga Carmen.
—Enseguida acabo. Este montón es para la Hermana Concepción —que se va a la misión del Congo dentro de quince días—, pues me ha dicho que les falta de todo para las mujeres, abuelos y niños, y quiere llevarse todo lo que pueda.
—Vale, pues me lo llevo y se lo dejo en la parroquia y así vamos acabando.
—De acuerdo. Llévate también los zapatos y las mantas que están en el fardo, en el recibidor. Cuando llegue mi hermana que acabe de escoger, y lo que quede, ya lo llevaré yo misma a la parroquia.
—Hasta luego pues. Me voy corriendo que tengo que ponerle la comida a mi Enrique
—Adiós Carmen. Y gracias.
—No hay de qué.

Se oyó la llave en la puerta. Francisquita, su hermana pequeña, entró azorada por el largo pasillo, y dirigiéndose a ella, la abrazo con gran sentimiento, tras lo cual se retocó el moño mientras le decía:
—No he podido llegar antes.
—Ya me lo he supuesto. Anda siéntate y descansa, que vienes sofocada ¿Y la niña?
—La dejé con Gemma. La recogerá Luis cuando venga de trabajar. ¡Anda, te has cortado el pelo! ¡Qué guapa estás!
—Sí,  así voy más cómoda dijo Ana. Mira ven, todavía no he mirado en la otra puerta del armario, la del espejo. Te estaba esperando. ¿Te acuerdas cuando nos disfrazábamos y veníamos corriendo para mirarnos en él? Nos encantaba ponernos los zapatos de tacón de madre, y sus sombreros y chales. ¡Qué elegante que vestía cuando salía!
—Sí, cuando salía. ¡Pero salía tan poco! —dijo con pena Francisquita. Todavía me parece verla sentada en la butaca con sus libros, cartas y cuadernos. O andando renqueando con su bastón.
—Pues sí. Pero qué bien que nos lo pasábamos de pequeñas. ¿Te acuerdas? A veces, cuando entrábamos corriendo atolondradas de la calle, madre nos reñía.
—Es que, éramos como un terremoto…—dijo Francisquita.
—Pero luego nos hacía aquellos postres tan ricos y nos comía a besos y abrazos. Y nos planchaba y almidonaba los vestidos y faldas plisadas… ¿te acuerdas de aquel blanco con el Can Can, que llevábamos el día de Navidad para ir a casa de la yaya?
Y tanto. Mira que éramos presumidas — dijo Francisquita mientras se pasaba la mano por el talle, alisando las arrugas de su jersey.
¡Qué bien nos lo pasábamos con todos los primos! Lástima que duró poco. Las peleas de los mayores nos arruinaron aquella bonita época. Tú ya eras más grande, seguro que te acuerdas.
—Sí fue una lástima —dijo Ana pensativa. A madre le afectaron mucho las peleas entre sus hermanos, a pesar de que ella no mantuvo actitudes intransigentes ni se ponía a la greña con nadie.
—Tenía un talante pacífico y sabía mantener la serenidad.  A veces se iba a comprar o a pasear con alguna amiga. Solo tenía dos. Y se le murió una, la Antonia. ¿Te acuerdas?
—Sí. Entonces fue cuando se dedicó más a escribir y a bordar sábanas;  y a hacer vestidos por encargo, sentada ahí, con su lámpara de pie, junto aquel cesto que utilizaba como costurero y para las agujas y la lana —dijo, señalando hacia una vieja butaca de color rojo, desgastada por el uso.
—¡Ay, sí! recuerdo que ponía las telas sobre la mesa del comedor, y marcaba con la tiza las plantillas de los patrones…
— ¿Te acuerdas de aquellas pedrerías y filigranas que cosió en el vestido de gala de la mujer del alcalde? —mencionó Ana con nostalgia.
—¡Qué bonito era! Es que madre tenía unas manos…  Lo que sé, me lo enseñó ella —dijo Francisquita acariciando las puntillas del embozo de un juego de sábanas del armario—.
—Sí, lástima que padre no supo apreciar esas cualidades. Siempre estaba sola. Y él en la taberna. 
—Tengo recuerdos de padre, de cuando yo era muy pequeña,  de cuando me sentaba en sus piernas y me hacía saltar al borriquito. O me llevaba a pasear los domingos que no trabajaba, luego de misa. Era el día que se ponía aquel traje gris oscuro. Nunca le vi ninguna prenda de color. Qué tiempos aquellos ¿no? Todo en blanco y negro.
—Nunca lo recuerdo sonriendo— dijo Ana— . Siempre tenía un semblante serio. Me acuerdo de que a veces me acurrucaba con él en el sillón y luego me llevaba a la cama, y que siempre me hacía comer el puchero del plato, y lo peor es que me lo ponía a rebosar, pues me decía que me iba a quedar canija.
—Me da mucha pena pensar en ellos, no sé si fueron felices, con lo buenos que eran los dos. Cada cual a su manera. Madre fue una mujer diferente, más abierta a todo lo nuevo. Y padre muy tradicional y absoluto dijo con añoranza Francisquita.
—Lo que me costó a mí, por ser la mayor y la que abrió camino — llevar la falda, tan solo por la rodilla. No veas cómo se puso papá. Y cuando me corté la trenza, un disgusto. Y como era la mayor y la que reclamaba que quería vivir más como el resto del mundo, estaba más pendiente de lo que yo hacía — recordó Ana. A ti te consentía mas porque eras la pequeña. 
—Madre siempre en casa y a ocuparse de nosotras, de la cocina, la plancha y la limpieza; siempre arañando tiempo para poder hacer sus bordados y sus escritos. Pero madre nunca fue sumisa.
—Prudente sí. Sabía esperar el momento oportuno para conseguir lo que quería. No hablaba mucho, pero siempre nos sonreía. 
—Pero, ¿qué escribía madre? —preguntó a su hermana mayor. Yo era pequeña entonces.
—No lo sé. Sabes que a padre no le gustaba que escribiera ni leyera, —que eso no era para las mujeres, decía—. Y en cuanto él entraba en casa, ella se apresuraba a esconder su cuaderno bajo las lanas del costurero; para evitar…
—¡Qué barbaridad!
—Hasta eso tenía que ocultarle, para hacer lo que ella quería—dijo Ana.
—¿Es que le ocultaba algo más? — preguntó extrañada Francisquita.
—Sí, claro. 
—No me acuerdo casi de  nada. Yo era demasiado pequeña. Se ve que no me enteraba. ¿De qué me hablas Ana? Cuéntame.
—Cuando nos íbamos al colegio, algunos días iba a fregar, a coser y a cuidar a la mujer del alcalde, una mujer joven muy culta, que nos quería mucho, pues no podía tener hijos. Y muchas veces íbamos con madre a merendar allí.  Y aprovechaba para enseñarnos a escribir. ¿Te acuerdas?
—Ahh, sí que me acuerdo de aquella casa…— dijo Francisquita. ¡Me encantaba correr por el pasillo!
—Fue cuando Caridad se rompió la pierna y como apreciaba mucho a madre, le pidió que fuera a las horas que a ella le fuera bien a hacerle compañía, pues sabía que padre le habría puesto mala cara. — —De eso me acuerdo — dijo Francisquita
—Un día me dijo que el dinero que ganaba en casa del alcalde, lo escondería bajo la baldosa que está junto a la esquina del zócalo, debajo del armario. Vaya ocurrencias ¿No lo sabías?
—No. Ser la pequeña también tiene sus inconvenientes, ¿sabes? Y tú te fuiste tan pronto de casa…
—Mira, ahí está su joyero. Los pendientes de la yaya dijo que fueran para ti. Y para mí su anillo, pero no tengo inconveniente en cambiarlo si tu quieres, dijo poniéndoselo en el dedo.
—Me da igual, Ana, lo que quiero es algo suyo como recuerdo; y tu y yo no nos vamos a pelear como hicieron sus hermanos. Se lo prometimos. Ni madre ni nosotras somos como eran ellos.
—¿Y esta caja? ¿Qué es? —dijo Ana cogiendo una cajita metálica que en el pasado había contenido dulce de membrillo. Está sellada con lacre. Y pone para Ana y Francisquita.
—¿No es la caja de la yaya?
—Ahora que lo dices. Sí. Sí que lo es. Hace años que no la veía. Pensaba que madre la habría tirado. Ábrela, anda.

En su interior había tres libros. Dos eran iguales, con las tapas encuadernados en tela color granate y curiosamente estaban dedicados para cada una de ellas. Había otro más grande, con la portada verde que se titulaba El Talento de los Silentes.
—Anda. Yo tengo este libro en casa. ¿Lo has leído? A mí me gustó mucho. Nos lo regaló la mujer del alcalde —dijo Francisquita.
—Sí, ya me acuerdo. Yo también lo tengo. Recuerdo que nos dijo que lo conserváramos como un recuerdo. Lo encontré interesante. Es una historia muy entrañable de la época de la yaya. Lo tengo en la biblioteca. No recuerdo como se llama el autor. Mira, a ver...
—Antonio Puerta, pone aquí.
—Sí. Ese es —dijo Ana ¿Por qué lo guardaría madre en esta caja?
—Seguramente para que padre no se lo tirara.
—Pues no sé. A veces cuando se hacen mayores, cogen manías que no tienen explicación —dijo Ana con tristeza.

Entre las hojas de aquel libro, había una carta plegada, que se deslizó y cayó al suelo.
Era de su madre y estaba dirigida a las dos:

Queridas hijas,
A escondidas tuve que escribirlo, a escondidas tuve que guardar el dinero y también el reconocimiento que nunca pude disfrutar. Fue mi orgullo y mi condena, pues vuestro padre en un arrebato, un día que volvió de la taberna, rompió lo que había escrito,—pues enajenado por el alcohol, no sabía lo que hacía—. Pero no pudo borrar el sentimiento con el que lo escribí. Y volví a escribirlo en casa de Caridad, a la que siempre le estuve muy agradecida. Fuimos buenas amigas y siempre nos ayudamos la una a la otra.
Vuestro padre fue un buen hombre, pero demasiado impregnado de la rígida educación que recibió. Demasiado preocupado por el qué dirán y por las costumbres arcaicas heredadas. Además su alcoholismo, aunque moderado, le acabó de arruinar su vida. Nos quisimos mucho a nuestra manera — más a la suya que a la mía—, pero a vosotras os quisimos en cuerpo y alma. Los dos. 
Por vosotras trabajó muy duro en la mina. Esto no lo olvidéis. El destino se lo ha llevado antes que yo muera, quizás para proporcionarle el descanso que no tuvo en vida. Y también a mi me ha regalado un poco de  sosiego. Esta soledad forzada me ha permitido disfrutar de vosotras con más libertad un poco más de tiempo, apenas un suspiro cuando habéis venido a verme. Ésta época de soledad la he vivido con intensidad y incluso me ha permitido escribir un último libro. Esto ha sido como un regalo para mí. Pero la enfermedad me consume y el médico me ha dicho que este mal que me aqueja, solo durará unos pocos meses más. A Dios gracias. Estoy cansada de vivir así….  (…)




Mi recomendación literaria de hoy es: Mujeres en el mar, de David Cordingly

¡Hasta la próxima entrada!