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jueves, 26 de marzo de 2020

Con la muerte en los tacones. #loscuentosdeflora


¡Bienvenidos!

¡Menudo título se me ha ocurrido así, sobre la marcha!  

Lo cierto es, que hemos de quedarnos en casa por la pandemia.  Mas días de los previstos. Doblar los días de reclusión, colmará la paciencia de todos nosotros, pero hemos de resistir y  ser creativos y más pacientes aún. Cualquier incursión indispensable como ir a comprar alimentos, a la farmacia o salir fuera del hogar para trabajar si es inexcusable, puede propiciar que llevemos la infección a nuestros hogares y contaminemos a los nuestros, donde quizás en  algunos casos tengamos personas de alto riesgo, sea porque tienen enfermedades previas, o por la edad, como son abuelos, padres, etc.
Por ello hay que extremar las precauciones.  Cada cual se aplique lo que mas le guste, pero sin entrar en pánico, por favor.  
¡Estar alerta en serenidad puede ser la mejor actitud! Nos parece que no pueda pasarnos a nosotros, pero lo cierto es que cualquier complicación en las personas de riesgo, y en jóvenes asintomáticos puede derivar en una situación indeseable.  No menospreciéis todo esto y cuidaos de los vuestros y a vosotros mismos con las medidas de prevención que difunden los medios. 

Nada mejor que ironizar las circunstancias dándole un matiz peliculero, bien podemos sentirnos de una manera exagerada,  cuando entramos en casa, así: Con la muerte en los talones. O en los tacones...


Cary Grant 


Sí. ¡Vaya mirada!  No me cuesta nada imaginar a Cary Grant  corriendo  con tacones por aquella carretera desolada…  ¡Era capaz de llevarlos con elegancia!
Dicho esto, en estos días en que procuramos ocupar las horas ociosas por el confinamiento en nuestros hogares, muchos de nosotros hemos tirado de Netflix o de películas de DVD, porque en la TV, es mas de lo mismo todo el día y hay que desintoxicarse de tanta repetición informativa.  Es esencial leer, hacer puzzles, costura, deberes, pachwork, crochet, pintar, dibujar, jugar con la play...

De vez en cuando me gusta reencontrarme con esas antiguas producciones de la época dorada del cine moderno, repletas de escenarios, platós e imágenes superpuestas y como no, con actores y actrices emblemáticos y famosos que recordamos de manera entrañable por su elegancia, como Cary Grant, por su buena actuación como Catherin Herpburn, por su excentricidad en el caso de Groucho, o por su carisma y su mirada, como Paul Newman…  A veces me pregunto ¿cómo podían gustarnos esas películas geniales para la época, pero tan simples  y de cartón piedra a veces?  Con el paso del tiempo ya no las vemos de la misma manera… 

No obstante, ayer disfrutamos en casa de la película Con la muerte en los talones de Alfred Hickot. Al nombrarlo no puedo menos que recordar una de sus mas emblemáticos y controvertidos films: Psicosis.  Esa película también marcó una época cinematográfica y en nuestra mente se quedó fijada la silueta de aquella casa en la colina, creación de los Universal Estudios, las cortinas y aquella rubia en la ducha. Pero sin duda, la estridencia de aquellos sonidos que, cual puñaladas, se nos grabaron en la mente… Sin duda son la mejor presentación de la película.

Fue a raíz de ésta, que se me ocurrió, hace ya algunos años,  hacer un relato al que puse un título  irónico y que incluí en mi libro #EntreTRENimientos y que  comparto  hoy con vosotros.  

Amenizaré  el relato con la música de Youtube free Library, de Aaron Kenny , titulada "Happy Haunts",  que incluí  como introducción en el título y que está incluído en el audiolibro  de EntreTRENimientos que está disponible en  mp3 en www.sonolibro.com 

¡Que lo disfrutéis!


   


Audio. Agradecimientos a Aaron Kenny, autor de esta melodía.



LA VIUDA DE HICKOT

Ana Sicosi pasó de nuevo el plumero sobre los estantes de cristal y las figuritas, que apenas hacía diez minutos había repasado por enésima vez. Anduvo por todo el pavimento contoneando las caderas, pues arrastraba con los pies unas gamuzas para abrillantar el suelo —que lucía ya como un espejo—, escudriñándolo obsesivamente para recoger cualquier minúscula pelusa que pudiera haber con una cinta adhesiva. Luego repasó una pequeña arruga que había en el cobertor de la cama, y volvió a alisarlo con las manos. Colocó el despertador en un ángulo adecuado, como para ver perfectamente la esfera desde la puerta, y exclamó:
—¡Perfecto!
Seguidamente se fue a la cocina para preparar la comida, cortando a cuadraditos las verduras. Pasó la bayeta por la encimera a cada gota que caía. Limpió y relimpió las copas de cristal con un paño, y puso su mantel preferido, el de color blanco. Contempló aquel comedor impoluto y revisó la mesa repleta de alimentos, colocados simétricamente. Se quitó el delantal y se lavó las manos. Cogió la ropa del galán de noche, y retiró un cabello rubio del hombro del jersey, llevándolo como si fuera algo apestado, a pesar de que era suyo. Fue hacia el baño y tiró aquel pelo en el váter; y volvió a oler insistentemente el jersey que se había puesto limpio por la mañana. Finalmente, lo echó en el barreño de la ropa sucia. Y se duchó. Se peino y repeinó. Se maquilló y se vistió para la ocasión con un vestido granate que ceñía su largo talle. Y se lavó las manos.

¡Ding Dong!
—Hola, Alfred. Llegas puntual. Eso es nuevo. Pasa.
—¿Que tal estás, Ana? —dijo con la habitual mirada templada que emitían sus negros ojos.
—Bien. Dame el gabán. Y no me mires así, que sabes que no lo soporto —dijo ella con una actitud inflexible.
—Pues sí, he venido con tiempo. Traigo los papeles del divorcio, tal como quedamos.
—Sí. Ya he visto que no los has olvidado —dijo ella con ironía—. Hablamos luego de la cena.
—¿Y estos trastos? Parece que estés de mudanza —dijo extrañado, mirando inquisitivamente hacia un armario grande, una butaca de piel, un par de maletas y una bolsa de viaje que estaban colocados en el rincón del amplio recibidor de aquella antigua vivienda.
—Estoy esperando al transportista. Me voy un par de meses a mi casita de la playa.
—Te irá bien distraerte un poco.
—Lo que tú digas —le contestó secamente.
—Uff —resopló Alfred, fatigado por la férrea actitud de Ana, que persistía en aquella sinrazón.
—No es distracción lo que necesito —le contestó enrabiada.
—Es mejor para los dos que esta situación se acabe, Ana —dijo, conminándola a que razonara—. No tiene ningún sentido seguir ligados por los papeles. Ya hace meses que no vivimos juntos —insistió, ansioso por acabar con aquella pesadilla, como le había recomendado su abogado.
—Eres tú el que lo ha querido acabar, liándote con esa. Yo era un ama de casa felizmente casada —dijo dolida.
—Anda va, no empieces. No quiero discutir. Sabes de sobra que lo nuestro se acabó hace tiempo —dijo en un tono zalamero—. Esto no es una guerra. Se acabó y ya está.
—Lo que tú digas, —añadió ella con su habitual retintín.
—Hubiera sido mejor vernos en un restaurante, como te propuse. Quizás hubiera sido más fácil para ti el hecho de que habláramos en un lugar neutro.
—No es fácil de ninguna manera, puesto que yo no he buscado esta situación —recalcó mientras recogía un mechón ondulado de su cabello rubio y lo fijaba con un par de horquillas en su moño—. Donde yo mejor estoy es ¡en mi casa! —añadió, cargando de intención lo que decía.
—Humm —susurró Alfred, mientras olía el aroma que emanaba del horno, en un intento de forzar un halago que suavizara la tensión creciente que se mascaba—. ¡Qué buena pinta tiene ese asado! Por cierto, veo que has cambiado la decoración. Has dejado el piso precioso. Toma, —dijo mientras sacaba un carísimo caldo de un estuche de gourmet—, es ese vino que te gusta tanto —dijo, intentando calmarla.
—Gracias. No tenías por qué traer nada. Ya hay una botella abierta en la mesa, para hacer una sangría.
—Esta es de una añada especial. ¿Dónde está el sacacorchos?
—Ahí, en el primer cajón. Procura no manchar nada —dijo en un tono seco y peyorativo, mientras se lavaba las manos.
—Ya veo que sigues siendo muy exigente con la limpieza —dijo Alfred, recordando los sinsabores de su vida en común, por su constante obsesión por limpiar y limpiar sobre limpio—. Te dejo los papeles en la mesilla del salón, para luego, no vayan a mancharse —dijo, para dar pie a conversar sobre el tema.
—Sí, mejor será…


Qué insufrible ha sido convivir con Ana, pensó Alfred, mientras descorchaba la botella. Harto acabó de su maniático orden y de que todo estuviera controlado y en su sitio siempre. A todas horas. Todos los días. Año tras año. Tanto, que Ana nunca disfrutó de nada de lo que le rodeaba, incluido él mismo. Tan ensimismado estaba, que le dio mil vueltas a aquel artilugio de metal y cayeron al suelo unos trocitos de corcho. Miró de soslayo a su todavía consorte, Ana lo estaba mirando fijamente, y sus ojos cambiaron su expresión y se enrojecieron de pura rabia al contemplar aquella sucia escena. Frunció el entrecejo y apretó sus mandíbulas, en una mueca espantosa. Alfred se puso nervioso, consciente de que Ana iba a montar en cólera de un momento a otro, pues esta situación no era nueva para él.
—Lo siento. Ahora mismo lo recojo —dijo azorado, mientras acababa de descorchar la botella.
¡Dup!
Pero una gota de vino salpicó el blanco mantel. Y Alfred oyó tras él la iracunda voz de Ana, que, fuera de sí, precipitó un rápido e inesperado desenlace para él.
—¡Pero qué torpe! Seguro que a ella no le manchas el mantel —gritó enajenada.
En ese momento, Ana troceaba matemáticamente, con mal talante y con un afiladísimo cuchillo, los cítricos y las frutas para la sangría. Súbitamente, dirigió una mirada sesgada hacia Alfred, que estaba de espaldas a ella. Levantó su brazo con inquina y, abalanzándose sobre él, emitió con rabia un sonido gutural:
—¡Arrg!
—¡¡Aaaj!! Ahhh. Pero ¿qué haces? —gritó Alfred al sentir un fuerte golpe en la espalda que le hizo caer de bruces, sin saber qué le estaba ocurriendo.
Alfred intentó levantarse, pero Ana le trabó las piernas, por lo que su todavía marido volvió a caer. Ana, desde atrás, levantó el cuchillo una y otra vez, descargándolo con una fuerza inusitada en su costado.
—Ahh Ahh, Ahhjjj —jadeaba Alfred, con una respiración entrecortada—. ¡Ana! ¡Déjame! ¡Sueltaaa, cabrona! gritó, mientras forcejeaba con ella para tratar de inmovilizarla.
Pero una certera puñalada le quitó el resuello y las fuerzas. Alfred se ahogaba…
Ana Sicosi se separó súbitamente de él, dejando el cuchillo clavado y mirándolo fijamente. Impasible y en silencio; un silencio tan solo interrumpido por un hondo jadeo. Y luego suspiró. Ana se limpió la mano ensangrentada bajo el grifo, secándola con un paño de cocina que colgaba de su delantal. Y se quedó esperando, sin dejar de mirarlo.
En un arrebato de dolor, Alfred —que había logrado apoyarse en la encimera de la cocina— llevó su mano al costado y esta quedó teñida de sangre. El rojo líquido fluía a borbotones y chorreaba por su camisa y pantalón hasta sus pies.
—Ahhsssh, Ana. Annn… —masculló Alfred con un hilo de voz, mientras extendía débilmente su mano hacia ella, desplomándose en el suelo.
Sin fuerzas ni para hablar, un resuello escapó de los labios de Alfred al brotar un chorrito de sangre de su boca. Un sonido sibilante delató la gravedad de la herida infringida. Miró a su esposa, implorándole auxilio.

Ana estaba de pie, seguía impasible frente a él. Y lo miró con desdén. La lánguida mirada de Alfred pareció revivir súbitamente, pues sus pupilas se dilataron. Pero esto fue el anuncio de un inminente y fatal desenlace. Luego, su mirada se apagó y sus pupilas vidriosas quedaron fijadas en su asesina.
Ana, imperturbable y con una parsimonia espeluznante, se puso unos guantes, un mandil más grande y unas zapatillas. Cogió un par de rollos de servilletas de papel para empapar y recoger el charco de sangre que rodeaba el cuerpo inerte de Alfred. Tiró el papel ensangrentado al cubo de la basura, el cual había puesto a su vera, para evitar cualquier desaguisado, ya que no podía ensuciar nada. Con cierto reparo, apartó el brazo de su consorte y cogió el mango del cuchillo, sacándolo limpiamente. Lo dejó en la pica de la cocina. Y lo lavó. Y se lavó las manos. Se quitó las zapatillas y fue a buscar, descalza, una gran alfombra que guardaba en el armario que había en el recibidor. Volvió. Se puso las zapatillas. Hizo rodar el cuerpo de su marido. Acabó de enrollar a Alfred en aquella tupida mortaja adamascada, y enfundó los extremos del siniestro rollo con unas bolsas de basura; y los precintó con cinta americana. Fregó y refregó el pavimento. Y se lavó las manos. Puso una lavadora con la ropa manchada de sangre, rociándola previamente con agua oxigenada. Acabada la tarea, se volvió a duchar y se cambió. Con paso firme, anduvo hacia la mesilla del salón. Entonces cogió los papeles del divorcio y los rompió en mil añicos. Y los tiró al váter, mirando complacida cómo desaparecían con el remolino de agua. Y se lavó las manos. 

Un olor a requemado la rescató de su ensimismamiento y le hizo mirar hacia el horno…
—¡Maldita sea! —exclamó con rabia, apretando las mandíbulas.
Una vez apagado el horno, se sentó a contemplar a su difunto marido, convenientemente empaquetado, y dijo indignada y en voz alta:
—¡Ya sabía yo que me ibas a fastidiar la cena!





¡Hasta la próxima entrada!

miércoles, 18 de marzo de 2020

La masía del Montserrat. ( Fragmento). #loscuentosdeflora

¡Bienvenidos de nuevo!


Hoy, EntreTRENimientos comparte con vosotros, otro relato entrañable para que disfrutéis en estos días de reclusión. Esta vez ambientado en uno de los macizos montañososm más emblemáticos de Barcelona, en los que precisamente hay un monasterio y algunos edificios—entre ellos las llamadas "celdas", un lugar  desde antaño dedicado para el recogimiento y la recesión voluntaria de peregrinos y penitentes y que hoy día también ocupan algunos turistas que buscan un lugar tranquilo donde reposar. La montaña mágica como la denominan los descreídos, capta la mirada de todo aquel que se acerca a sus dominios.


                                     Al fondo, la montaña del Montserrat. La montaña mágica.


Acompaño el  fragmento del relato con esta  foto que hice, cuando volvía con mi hermano de viaje y añado un vídeo que espero que colme vuestras expectativas, conozcáis o no la montaña. Ambos están incluidos en otra entrada del blog, pero he considerado adecuado integrarlo para dar a conocer dichos parajes para nos que no los conocen aún.

Espero que os gusten.         


LA MASÍA DEL MONTSERRAT

Una súbita ráfaga de viento arrastró algunas hojas rojizas y ocres por delante de los pasos de Andreu, arremolinándolas contra un margen de piedra que marcaba el camino que con ducía hasta la finca de La Viña Bona, que se divisaba en lo alto de una suave colina. Tras la masía se alzaban los bosques de pinos que vestían las faldas de la emblemática montaña de Montserrat. 
Bajo aquel cielo gris y amenazador, desprovisto de ave alguna, a lo lejos se recortaban, cimbreando como juncos, tres cipreses altísimos, erguidos junto a la casa, cuya visión alivió a Andreu, pues andaba cojeando y cansado de su largo peregrinar.

Los cipreses eran un símbolo de hospitalidad en aquellas tierras, y revelaban que sus habitantes le ofrecerían refugio por una noche y también algo que comer, ya fuera que lo necesitara por las inclemencias del tiempo o por las miserias de la vida. Algunas bandadas de aves, leyendo los negros cielos, se afanaban en cobijarse apiñadas y con las plumas estarrufadas para dormitar entre las frondosas ramas de los pinos, robles y encinas colindantes. La bandada de palomas propia de la casa aun revoloteaba en círculos para ocupar los recovecos y las tarimas que había bajo la techumbre de aque lla masía, que se alzaba al pie de la montaña mágica, llamada así por los descreídos.
La casa tenía varias edificaciones adosadas dentro del recinto amurallado: una para la vivienda de los campesinos, llamados payeses o masuvés, y otra para los jornaleros de temporada. También había un recinto para los corrales de aves y conejos, que estaban más a mano que el resto de la ganadería, cuyos establos estaban detrás, alejados del acceso principal a la finca. 

La masía se hallaba rodeada de campos segados y de bancales en barbecho, pero disponía también de cultivos de hortalizas y frutales hasta el mismo pie del Montserrat. Por las vertientes de la cara sur de la montaña se adivinaban algunos caminos empinados y sinuosos que se perdían por entre sus características rocas grises y romas, las cuales se alzaban como dedos entre la oscura vegetación que crecía entre sus grietas y recovecos. Sus diversos caminos ascendentes conducían, unos a las ermitas que habían diseminadas cerca de las cumbres; y otros al monasterio custodio de la virgen negra.
Los bosques por los que discurría el camino que Andreu Remensa había tomado para llegar a La Viña Bona, estaban bordeados por los pámpanos agostados, cuyas viejas cepas, ya vendimiadas, acogían en su robusto pie a los tordos y mirlos que picoteaban con avidez algunos pequeños granos de uva diseminados. Más allá había numerosas hileras de grises y retorcidos olivos, que compartían vecindad con los troncos marrones de algunos almendros centenarios que estaban car- gados de frutos; tanto, que sus pesados vástagos, repletos de almendras, rozaban el suelo roturado y libre de hierbas; sobre ellos, los petirrojos lavanderas y mosquiteros saltaban ale- teando y picoteando la tierra a diestro y siniestro, en busca de insectos.
Los campos de olivos estaban custodiados por algunos márgenes de piedra, que confluían en un camino que se bifurcaba en tres ramales. En el cruce, tres tablas de madera clavadas en una vieja encina indicaban, en grandes letras cinceladas a fuego, las diferentes direcciones a tomar: a Can Gínjol y al Mas d’en Grau una; otra que apuntaba hacia el Bruc, La Viña Bona y Collbató. La madera de más arriba, que estaba atravesada en dirección contraria, indicaba la dirección a Esparraguera, Abrera y Olesa, siendo este un ca- mino más amplio, por cuyos márgenes medraban escaramujos, zarzas, ginestas y aliagas; y algún gínjol (azufaifo) solitario, cuyos rojizos frutos ya se hallaban en sazón.
Andreu enfiló, pues, hacia el camino de la casa de payés que le quedaba enfrente, La Viña Bona. Bordeando el pedregoso camino, se alzaban algunos olmos viejos, por entre los que partía una senda que descendía hasta un arroyo, cuyas aguas discurrían entre grandes piedras grises, chopos y saúcos. Entre pequeñas cascadas y remansos, las arenas acumuladas albergaban un arriate de equisetos, donde algunas torcaces y una bandada de estorninos se habían posado para beber, antes de emprender su migración.
La fachada principal de la casa estaba orientada al sur, con la antesala de una explanada de tierra rodeada por altos muros. Una verja cerrada daba la bienvenida, aunque con prevención, pues hasta hacía unos pocos años los franceses y bandoleros habían campado a sus anchas por aquellos lares.
A través de sus barrotes de hierro, Andreu Remensa observó que los tres cipreses sobrepasaban la altura de los tejados sobradamente; y que, dispuestos en hilera, mostraban la puerta principal de la casa señorial, la del amo, que lucía una gran arcada de dovela, enmarcada por piedra mampuesta de granito y arenisca, donde estaba grabado el blasón de la heredad.
La masía de La Viña Bona era muy antigua y estaba construida con los tejados a dos aguas, con unas paredes gruesas de adobe y tochos de terra cuita, que conformaban aquellas paredes de más de medio metro de grosor. Tal anchura era para resguardar a sus habitantes del frío y de las heladas; y también de la nieve que cada año coronaba la montaña, porque en inviernos muy fríos también nevaba en los valles colindantes. Y del calor estival. Las paredes lucían algunos desperfectos y numerosos agujeros, donde las abejas alfareras, siempre oportunistas, habían hecho su nido. Uno de los muchos impactos de bala que había en la fachada —hechos en la lucha contra el francés—, había destruido, bajo el bla- 
són, el año de su construcción, que presumiblemente pudiera ser anterior al mil seiscientos. Algunas ventanas de doble hoja se beneficiaban del calor del sol que, con su cotidiano itinerario, calentaba algunas estancias de la casa; las ventanas más pequeñas y de alféizar más profundo estaban en la parte norte, la zona más fría. Tras la casa, recortadas en el cielo, las cumbres grises de siluetas aserradas parecían sostener aquellas nubes tormentosas, que se cernían sobre la montaña y su comarca.

La masía estaba rodeada y fortificada con unos muros altos de adobe y de piedra en su base, a modo de cimentación, excepto en la parte trasera de la casa, que daba al norte. En ese lugar, unos márgenes de piedra similares a los que cercaban los bancales de olivos albergaban un recinto parcialmente techado, que estaba destinado a guardar los carros, el arado y la leña, y unos cobertizos y chamizos para acoger al ganado y la caballería.
El acceso a esta corraleta se hacía por la parte trasera de la casa, que lindaba con la cara sur del macizo montañoso, por donde se bifurcaban tres caminos: uno que llaneaba hacia la izquierda, hacia la aldea del Bruc, y otros dos, más empinados, que conducían hacia la montaña, por el camino de los Franceses, anteriormente llamado de los peregrinos, que llegaba hasta el collado del Migdia (del mediodía); y otro, más quebrado y serpenteante, conducía hacia las cumbres de pétreos dedos y también a peligrosos barrancos y grutas, a los que únicamente se podía llegar por algunos senderos abruptos, que solo los lugareños conocían y mantenían en secreto, como era el paso hacia una profunda sima a la que, siglos más tarde, se le llamaría el Cau de las Bruixas (guarida de brujas).
La parte trasera de la casa donde vivían los payeses, que estaba adosada a la casa del amo, comunicaba con el cruce de estos caminos a través de una abertura en los márgenes de la corraleta, que disponía de una cancela para proporcionarles comodidad a las entradas y salidas diarias que tenían que hacer con el carro para las labores del campo y para cuidar al ganado. 
Pero quedaba desprotegida, precisamente porque no quedaba a la vista del camino principal, y cualquier bandido o milicia podía salir del bosque y acceder a la casa sin ser vistos. Por este motivo, la puerta trasera de acceso a la casa de los masuvés disponía de un grueso chapado en hierro y de una cerradura.
Los muros de la masía presumiblemente se erigieron sobre el mil seiscientos cincuenta y cinco, un año después de que un brote de peste negra y la posterior hambruna diezmara la población de esta comarca pues el contagio se había producido, desde las poblaciones de Berga y Manresa. Los supervivientes que quedaron tuvieron que alzar estos muros para controlar el acceso a la casa y repeler las guerras y guerrillas posteriores, pues los payeses tuvieron que defender a capa y espada los pocos alimentos de que disponían, tanto de los ladrones como de las milicias, que, abusando de su fuerza y de sus armas a lo largo de los siglos, habían acabado con la vida tranquila y con la despensa de aquellas gentes de bien, que solo querían vivir en paz.
Cientos de años después, siguieron las guerras y revueltas, pues la paz, siempre efímera, no logró instalarse en el devenir de los tiempos más que por unas pocas décadas por cada siglo transcurrido. La peste, más misericordiosa, desapareció.
La dureza del trabajo y las condiciones que les imponían los amos, a los masuvés les exigían que vivieran —con mucha dureza, austeridad y esfuerzo— de la tierra que cultivaban con sus manos. Y las guerras, la peste y el saqueo tuvieron sus consecuencias. Los tejados de las casas de algunas fincas circundantes se habían derrumbado con el paso de los años, y muchas tierras quedaron abandonadas debido al diezmo de la población, provocado por las epidemias y por la hambruna; algunas familias enteras desaparecieron por defunción de todos sus herederos. Así se añadieron las tierras huérfanas vecinales —que estaban baldías y en barbecho— a algunas heredades. Los amos acumularon más riqueza y a los masuvés, los legítimos artífices de la riqueza de aquellas tierras, les supuso más trabajo, a cambio de lo suficiente para subsistir.

Andreu llegó por fin a la casa pairal. Detrás de la verja, algunos perros ladraron visiblemente excitados, alertando a los payeses de que alguien rondaba por allí.
Andreu dio unas voces.
—¡Ahh de la casa! ¿Hay alguien para atender a un peregrino?
Y esperó tras los barrotes de hierro pacientemente, entre los fieros ladridos de los perros, que acudieron mostrando sus dientes, yendo y viniendo hasta la verja y provocando una gran algarabía. Los pavos y las ocas —que presumiblemente se hallaban tras una corraleta de obra que había a mano izquierda— se pusieron a graznar, sumándose a los ladridos. Al poco, desde el fondo del patio, se abrió la puerta principal, y salió una mujer anciana, que gritó desde allí:
¡Redeu! ¿A quién busca usted? ¿Qué quiere?
—Busco refugio y algo de comer para reponerme, pues vengo andando y herido desde Esparreguera.
—¿Com diu? ¡Laiaaa! ... ¡Nena, vine! —gritó aquella mujer desgañitándose, mientras los perros ladraban más y más, metiendo el hocico y pateando el zócalo de hierro de donde partían los barrotes de aquella enorme puerta forjada. Y la anciana, haciendo caso omiso del recién llegado, se fue para dentro de la casa.
Aquel joven de tez morena, de mediana edad, alto y recio, observó el entorno con curiosidad. Apartó su largo cabello castaño del cuello con un pañuelo, pues a pesar del viento, el esfuerzo requerido para subir la loma lo había hecho sudar; y dejó su fardo en el suelo, sacudiéndose los pantalones de paño; se ajustó la faja negra sobre la camisa blanca y miró hacia la explanada de tierra del recinto, frente la fachada de la casa, donde estaban los tres cipreses. 

Del edificio adosado a mano derecha se oyó el chirrido de una puerta, y allí vio a una muchacha de estatura alta, que lucía una cabellera negro azabache, que acudía con ligereza llevando una canasta, pero que se dirigía a lo que parecían ser los gallineros. Alzando la mano, le dio una voz:
¡Voy enseguida...!
Dicho esto, desapareció de su vista.
Proveniente de aquel lugar, Andreu oyó el cacareo desesperado de las gallinas, que quedó sofocado por el estridente canto de un gallo, seguido de un alborotado revuelo y un fuerte batir de alas.
Un gallo asomó por la puerta tras la joven que salía apresuradamente, a la que el gallo embistió, adelantando los espolones de sus patas en el aire mientras revoloteaba. La muchacha se giró resuelta y, antes de que el gallo tocara su falda con las patas, le dio un escobazo. Cerró apresuradamente la media puerta del gallinero, dejando allí su escoba. ¡Por si acaso! Algunas plumas salieron despedidas por el umbral, balanceándose caprichosamente por el viento en su derredor, y algunas se posaron sobre el largo cabello ensortijado de la muchacha. El gallo revoloteó de nuevo, esta vez solo hasta el borde de la media la puerta, pero cantando como un descosido y batiendo fuertemente las alas, como recordándole que aquel era su territorio.
La joven caminó entonces hacia la verja. Vestía una prenda negra de punto con escote, cuyas mangas llevaba arremangadas hasta el codo, dejando ver la blancura de su piel. Sobre una falda larga, también negra, lucía un delantal a cuadros blancos y negros, en cuyo bolsillo abultado se adivinaban un par de huevos. En su mano izquierda traía sujeta por las alas a una gallina negra y rechoncha, con las plumas erizadas, que cloqueaba guturalmente su resignación.

¡Ves per on! Tiene un huevo atravesado —dijo murmurando contrariada. A la par que andaba, cogió la gallina y la sujetó a horcajadas contra su cintura; metió su dedo índice, que ya traía embadurnado con aceite, en la cloaca de la gallina y, haciéndole un masaje en el bajo vientre con la otra mano, intentó girarle el huevo.
Buenas tardes —dijo, limpiándose el dedo con un paño que colgaba de su delantal—. ¿Qué le trae por aquí?
Pues...
—¡Gos, calla, fuch! dijo enérgicamente al más grande de los tres perros, también él más en tolerar la presencia del forastero.
—Mejor así. Aunque veo tiene buenos vigilantes.
—Sin perros no se puede estar aquí. Usted dirá.
—Siento interrumpirla en sus quehaceres, pero quisiera alojamiento y comida por un par de días; necesito curarme una herida, además de refugiarme de la tormenta que se avecina, que presumo que va a ser de órdago.
—Panza de lobo, ha dicho el pastor, el aragonés. Sí. Una buena tormenta sí que caerá. Creo que viene con granizo, que pesan mucho esas nubes negras. ¿De dónde viene usted?
—Desde el Perthus, en la frontera. Aunque ya llevo días por aquí cerca, en Esparreguera.
—¡Verge santísima! Sí que viene de lejos. ¿Y adónde va? —preguntó la muchacha con curiosidad.
—Hice una promesa. Me llamo Andreu Remença. Me dirijo al monasterio en peregrinación —contestó, señalando hacia Montserrat.
¡Coi! Le queda un buen trecho todavía. Y una buena subida. Bueno, va. Pero algo me tendrá que pagar, que los amos no nos permiten acoger a rodamons, quiero decir, vagabundos, más de una noche, para que me entienda. Habrá de darme algo, aunque sea la voluntad, por el segundo día —dijo, mirando de arriba abajo a aquel hombre moreno de mirada profunda y serena.
—Es justo. No pase usted pena, que no le ocasionaré problemas con el amo. Tenga, un adelanto —dijo, sacándose un par de monedas del bolsillo de su chaleco de paño marrón, del que asomaba la cadena de un reloj…   (…)


¡Hasta la próxima entrada!















viernes, 6 de marzo de 2020

La llave del tiempo

¡Bienvenidos!


¡Como pasa el tiempo! 

Una frase redundante que suele  seguir, o acompañar simultáneamente nuestra mirada  fija en el reloj, al recobrar la consciencia de nuestra pérdida de la noción del tiempo, distraídos en nuestros quehaceres; en nuestras ensoñaciones. Así ha ocurrido desde mi último blog, pues aún ando arañando tiempo para acabar mi novela… El tiempo se me escapa; me parece que el reloj digital se ensañe conmigo. Sabe que no me gusta. Me gustan los antiguos.

Prefiero ese reloj tan nuestro --de los de mi edad, me refiero—, que emulaba los latidos de nuestro corazón día a día, hora tras hora, minuto a minuto;  segundo a segundo; coexistíamos con el tiempo "consciente" que marcaban las agujas, de una manera diferente a como lo percibimos hoy;  no en vano, antaño, las enfermeras y auxiliares contábamos las pulsaciones de los enfermos  con un reloj colgante con segundero …

Las nuevas generaciones  hoy día desconocen esas sensaciones, pues sus miradas son captadas por la imagen digitalizada, luminosa y  ahora silenciada de aquella pulsación, que miran en el móvil o en la pulsera multimedia, pues ya no usan reloj. Dependen de sus pilas—esa cara energía que controla el púlsar de La Luz—, acaso energía solar; nuestros jóvenes dependen, pasivos,  que La Luz les marque la hora. Aunque, bien mirado, también lo hacíamos  desde hace siglos con los relojes de sol.

Pero lo más relevante es que también desconocen que había que darle cuerda a los relojes a los de pulsera, y a los de pared. Activamente. Manualmente. En aquel entonces, teníamos el hábito ineludible de, cada doce o veinticuatro horas "darles cuerda" —en el caso de los relojes de pared—, coger la llave que había colgada dentro de la caja,  colgada en una alcayata y meterla en el agujero de la esfera para darle tres o cuatro vueltas; un ritual; una costumbre; una necesidad en la cual creábamos un feedback con el tiempo, gracias al ingenio de Harrison. Una maquinaria precisa repleta de engranajes de diferentes tamaños, limpios y lubricados que giraban a diferentes velocidades, captando la fascinación   de chiquillos y mayores.

Por ello  dedico esta entrada a los jóvenes, para dejar mi testimonio. Pero también para mis coetáneos, para recordar los viejos tiempos. Un paréntesis en el frenesí cotidiano.

Algunos añoramos la cadencia que marcaba el péndulo de aquellos antiguos relojes de pared, pues nos permitían saborear  el silencio, apenas unos segundos. Luego irrumpían tenaces e implacables el tic y el tac y las campanadas de las horas enteras, pero tambien de las medias y de los cuartos, haciendo tan visible el paso del tiempo que era difícil escapar de su influencia. Sobre todo por las noches insomnes en que el reloj,  o bien te acompañaba, o suponía una irritante pesadilla, al dilatar las horas en la oscuridad.  La sincronía de aquellos relojes de pared  empatizaba con tres de nuestros sentidos: la vista, el oído y el tacto;  y compartíamos ese feedback normalizado, sobrio y consciente del paso del tiempo. Ese que sigue fluyendo desde el origen de los tiempos, valga la redundancia.

Reloj de pared vintage


Y si nos parecía una ardua tarea en el hogar, no quiero ni pensar lo que debía suponer al marinero de aquellos grandes veleros de  los siglos pasados y en la época de Joseph Conrad, el gran novelista y navegante. Una ardua tarea estar al cargo del reloj de a bordo,  primeramente fue el reloj de arena, con un control exhaustivo de media o una hora, una pieza crucial para el cálculo de la longitud y la posición del navío en medio del océano… Mas tarde, con la aparición del cronómetro, el reloj mecánico estuvo guardado celosamente en una caja de madera en un lugar seguro del barco, donde el esperaba la visita periódica y rigurosa del marinero Watch, que con cierta reverencia acudía puntual para insertar la llave y dar las vueltas necesarias para que aquella maquinaria mecánica funcionara a la perfección. De ello dependía su rumbo. Sus vidas...



Tall ships / Grandes Veleros 

Y pensando en ello no puedo menos que recordar  mi infancia. Al llegar de la escuela me encaramaba a una silla del comedor; abría la portezuela de cristal y  con la llave  daba las vueltas, sin forzar aquel mecanismo mágico, al que cuidábamos con esmero. ¡Era la encargada del tiempo! Un importante cargo para mi corta edad. Satisfecha por la tarea diaria cumplida me acercaba a besar a mi yaya que, sentada en su sillón granate, contaba los puntos de las agujas de tejer mientras me hacía unos patucos color salmón. Encima de la mesilla del salón, junto a una enorme radio gramola, sobre un mantel de cuadros verdes y blancos, ya tenía preparada mi merienda: pan con aceite y azúcar. Y tras escuchar la radionovela  de cada tarde, allí a su lado, solíamos escuchar alguna una melodía clásica...

   
                


¡Hasta la próxima entrada!