¡Bienvenidos!
¡Hoy haremos un transbordo!
Hemos navegado por la costa desde primeras horas de la mañana y arribamos al puerto de Barcelona a bordo del pailebote Santa Eulalia, un precioso barco clásico de madera que es la extensión en el agua del Museo Marítimo de la ciudad condal. Una vez atracados en el Moll de la Fusta, -donde podéis visitar este magnífico velero mercante casi centenario-, me dirijo hacia el Helipuerto que hay a pie de muelle, donde a veces atracan los remolcadores, salvamento marítimo, y algunos grandes veleros que visitan nuestra ciudad y que suelen amarrar frente al Maremágnum.
Hoy navegaremos durante unos minutos, pero esta vez será a bordo de un helicóptero, sobre la montaña mágica que tenemos en Barcelona: Montserrat. No voy a extenderme en explicaros la conformación geológica ni la historia del monasterio, pues es muy extenso y podéis encontrarlo por internet, si es que no la conocéis ya. Pero si que me gustaría dar algunas pinceladas...
(Las nubes copan la Canal del Mediodía, una brecha de ascenso a las cumbres por la cara sur.)
Muchas son las leyendas y las historias que se han dicho y escrito sobre esta montaña del Montserrat, ya sean de índole religiosa o laica y que se han barajado a lo largo de los siglos -esos en que los habitantes de los pueblos colindantes han ido fraguando la historia en estas tierras-, a las que pusieron nombres según sus formas o su uso. Así pues, encontramos cumbres con nombres como La Momia, Los Libros, la Roca Foradada, El Elefante y también algunos lugares muy frecuentados, como la via ferrata de las Damas y El Camino de los Franceses. Existen numerosas vías de escalada, siendo una montaña de referencia para esta actividad. Desde hace relativamente poco también encontramos informaciones controvertidas sobre algunos temas ufológicos; una novedad en que se habla de ella con misterio desde tiempos más recientes.
¡Cada cual llegue a sus conjeturas!
Lo que si es cierto y corroborable por todos los que la hemos visitado o contemplado desde parajes cercanos, es que nuestra mirada es atraída por el magnetismo de esta emblemática montaña. La serenidad que trasmite y la majestuosidad que emana de sus formas, -que emergen desde las entrañas de la tierra-, hace que sus faldas se entreguen al espacio colindante con verticalidad por lo que desciende su cota de altura con brusquedad, enmarcando los campos de cultivo y las colinas montañosas en una frontera natural confiriéndole una identidad propia, conocida incluso, allende los mares.
La abadía benedictina que hay entre sus cumbres aserradas, posee una coral de jóvenes cantores reconocida internacionalmente y una de las mas antiguas de Europa. En el recinto también existe una espléndida biblioteca de mas de 300.000 volúmenes en la que -desde el siglo XII-, los monjes copiaban manuscritos; también alberga un archivo de valiosos incunables, grabados y mapas, que hacen las delicias de algunos investigadores privilegiados, que son los que pueden acceder a este fondo documental e histórico. Siguiendo los numerosos senderos de la montaña, podéis encontrar las cuevas de algunos ermitaños que todavía viven allí, donde han ocurrido historias inimaginables.
Desde los tiempos del descubrimiento, en el siglo XV, el nombre de Montserrat se ha propagado por todo el mundo ya fuera de mano de descubridores, evangelizadores, colonialistas, viajeros o peregrinos. En mil cuatrocientos noventa y tres, Cristóbal Colón puso este nombre a una isla del Caribe, que aún hoy día lo conserva, a pesar de que pasó a dominio británico a mediados del siglo XVII. Esta isla se encuentra entre Puerto Rico y Antigua y muchos la conocimos por las devastadoras erupciónes volcánicas que tuvieron lugar en la isla, entre mil novecientos noventa y cinco y mil novecientos noventa y siete.
En fin, en la entrada de hoy he combinado un clásico, como en nuestra cocina: ¡Mar y Montaña!
Como colofón a este itinerario me gustaría compartir con vosotros un fragmento de uno de mis relatos del volumen EntreTRENimientos: La Masía del Montserrat.
(…)
Andreu Remensa apagó la llama de la vela, y escuchó unas gotas que caían sobre el suelo. Comenzó a caer
agua en el cubo que acertadamente había puesto bajo la gotera. La tormenta
arreciaba. Un viento huracanado silbaba por entre las rendijas y los huecos
de las tejas y las maderas que golpeaban unas contra otras; los truenos
retumbaban prolongadamente en la montaña, en un eco sin fin, como queriendo devolverle la furia al mismísimo
cielo. Y contuvo el aliento ante la caída cercana de un rayo, que pareció
quebrar aquella casa; un convulso trueno desgarró el cielo durante
unos largos segundos. Andreu nunca había escuchado la reverberación de un
trueno tan fuerte y duradera. El eco
prolongado era propio de la montaña mágica. Se lo había contado Laia, a
propósito de la hazaña del muchacho del Bruc.
Dio una y mil vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño.
La lluvia había cesado y la tormenta se alejó. El silencio se adueñó de la
noche solo interrumpido por el goteo del agua que caía en el cubo, cuya
cadencia se fue espaciando cada vez más.
Uuh, u... Uuh, u… Uuh, u…
Andreu escuchó el sobrio y grave ulular
del búho real, que advertía así de
su presencia -por lo que el cárabo que anidaba en el sobrado de la casa-, esperó pacientemente a
que el rey de las rapaces nocturnas acabara de cazar ratoncillos
entre la paja y la leña de los corrales y se fuera. Andreu lo escuchó, y tras unos minutos de
silencio, le pudo el cansancio y se durmió, pensando en aquella joven que lo
había encandilado.
A la mañana siguiente, al alba, el cielo estaba nítido y despejado,
aunque un manto de niebla rastrera cubría
los valles colindantes dejando ver las cimas aserradas que asomaban tras las
nubes blancas, que caían sobre las cumbres menos elevadas como cascadas
deshilachadas. Laia había ordeñado ya a una de las dos vacas que
tenían, la que tenía ternero; y la abocó del cubo a una olla honda, donde
hirvió la leche por tres veces. Y puso la nata espumada en un cuenco, para el
desayuno de los más madrugadores. Cogió dos hogazas más de pan, para que aquellos
hombres curtidos tuvieran algo que llevarse a la boca, y para que lo migaran en
la leche, con un poco de achicoria que había hervido y con un trozo de panal de
miel, para que tuvieran fuerzas hasta la hora del mediodía, en que comerían pan
con ajo y tomate; unos trozos de tocino y de queso; y un par de secallonas;
todo a pie de bancal o en el bosque. Y luego nada más hasta la cena.
Andreu bajó al tiempo que los jornaleros
entraban en la estancia para el desayuno. Comenzaba a salir el astro rey tras
las colinas. Las cumbres del
Montserrat se tiñeron de un color sonrosado en las paredes orientadas al este. El
joven se asomó a la puerta de entrada y
vio que con el calor del sol, la niebla ascendía lentamente desde las
vaguadas. Entre las nubes, se veían los bosques, más verdes y oscuros al
hallarse empapados; y en el suelo, un manto de hierba reverdecida destacaba por
entre las hojas marrones y rojizas depositadas sobre los grandes charcos y el
barro del camino. Laia trajo las hogazas de pan y las dejó en la mesa, y se
agachó para atizar el fuego con el cabello recogido en una larga trenza, que
había echado a un lado. Los ojos de Andreu se quedaron fijos, mirando
fortuitamente los senos de la muchacha -pues se había enganchado un botón de su vestido,
con una astilla de los troncos que la
muchacha llevaba cogidos en sus brazos, y que, al dejarlos sobre el suelo de la
chimenea, rasgaron su escote-.
Sabiéndose observada, frunció la tela rota con una de sus manos y desapareció
tras la puerta de su habitación, volviendo enseguida con un fular anudado, y
con una expresión más relajada, aunque el rubor de sus mejillas no había
desaparecido...
(…)
¡Os animo a recorrer alguno de los senderos señalizados que conducen a sus cumbres! Pero abastecidos con agua suficiente y una brújula pues es fácil perderse si se toma el camino equivocado. Los peregrinos y visitantes que quieren procurarse unos días de asueto o de retiro, suelen alojarse en los hoteles o las llamadas celdas de que dispone el complejo por el que deambulan los turistas que lo visitan. La paz retorna a la montaña cuando parte el último cremallera hacia Monistrol y la plaza y las calles colindantes quedan desiertas, solo jaspeadas por las aves que picotean aquí y allá las migajas dispersadas en el suelo. La noche en la montaña mágica es espectacular, pues se contemplan las constelaciones y las estrellas a placer, allí en lo alto. En los días de cielos rasos, en que no hay bruma desde San Geroni, en el crepúsculo, se ve el mar... ¡incluso la isla de Mallorca en el horizonte!
Mi sugerencia literaria para hoy es: La Brújula Interior. Autor: Alex Rovira Celma.
Me voy corriendo, que el piloto me está esperando. ¡Hasta pronto!