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domingo, 31 de diciembre de 2017

Entre bambalinas… #loscuentosdeflora

¡Bienvenidos de nuevo!   Un cuento inesperado.

Bajé al camarote de aquella imponente embarcación de tres mástiles casi centenaria. El pailebote Santa Eulalia estaba atracado en el puerto de Brest al noroeste de Francia,  una emblemática ciudad  amurallada en la época medieval, donde había acudido este barco, —como es costumbre—, a la cita  periódica en la que concurren grandes  embarcaciones tradicionales de ámbito internacional.





















En los próximos días navegaría con ellos rumbo a Barcelona, el puerto donde tiene su amarre.  Bajo la cubierta, y específicamente para aquella  ocasión, el espacio de la bodega se había  dividido con mamparos móviles y desmontables, que se hallaban encastados en unas guías, para proporcionar mas comodidad a los pasajeros que llevaba excepcionalmente  en esta ocasión y por motivo de aquel encuentro.
El caso es que  entre los mamparos, además de los coys  que habían colgados para albergar a los pasajeros entre los que me encontraba, estaban estibadas las ropas y enseres;  y colgados se hallaban  los cabos adujados, un foque de respeto y también las defensas mas pequeñas sobre  unas cajas  donde se amontonaban algunos motones y guardacabos;  y un par de faroles que  colgaban de unos cabitos  para alumbrar los espacios comunes.  De tal manera estaba todo dispuesto, que me pareció estar entre las bambalinas de un teatro, sino fuera porque el balanceo —a pesar de estar amarrada y dentro de la rada—, movía la embarcación.  Y aquel ambiente, como en otras ocasiones, propició  que las musas que habitan en mi mente despertaran de su  letargo.

A duras penas  pude bajar  desde las escaleras hasta la mesa de oficiales, ubicada en un rincón en el centro de los bancos de madera que la rodeaban, sobre los que se hallaba una estantería provista de barandas, en la que pude encontrar algunos libros sobre la navegación a vela y algunas novelas muy interesantes, además de algunos derroteros y el  anuario de mareas del año en curso. El caso es que tenía  permiso del capitán, quien, como en otras ocasiones,  amablemente me había cedido aquel espacio mientras estaba de guardia, para que pudiera escribir más cómodamente, pues la brisa arreciaba en la cubierta y levantaba las hojas de mi cuaderno de notas.

¡Escribir!…¡Vaya aventura!  No soy periodista, ni tengo estudios académicos superiores relacionados con las lenguas. Escribo porque me gusta escribir.  Y me gusta compartirlo. Lo mío son las humanidades y la naturaleza; las artes y los oficios artesanos;  me gusta la vida al aire libre y  disfrutar y proteger el medio ambiente, su fauna y  su flora. Me gustan los espacios abiertos:  el mar y las montañas, pero también disfruto sentándome a escribir en soledad, o mientras escucho música en la mesa del rincón de una vieja bodega, donde sumergirme en otros mundos… El motor de mi escritura es mi mente curiosa e inquieta. Frecuentemente una imagen o una música provocan un flash que pone en marcha la maquinaria. Creo en las musas, en la inspiración fortuita. Luego están la dedicación y la tenacidad, como elementos imprescindibles para concluir una obra. Me gusta observar lo pequeño, lo cotidiano, lo novedoso y también lo excepcional. Me gusta escuchar y conversar con gente diversa.  Escribo y redacto con mas o menos acierto y me empeño en aprender y ejercitar la mente para mantener activa mi memoria  y ello me permite escribir mejor. Las palabras adecuadas son importantes. La semántica, crucial. Vuelco en el papel historias y ficción novelada o  basada  en experiencias vividas y también inventadas, que me suponen un alivio, un estímulo, y un deleite. Disfruto haciéndolo. Disfruto creando. No hay más.

Hace pocos días, en una presentación, el público preguntaba a los diversos autores que estábamos  en el Aula de Escritores,  cómo se llegaba a publicar un libro, y yo compartí mi argumento: la determinación en querer crear un libro y  en la voluntad de hacerlo público.  Esto supone una transición que necesita de cierto tiempo de maduración, al menos para mí. Supone mostrar al mundo tu creación, aquello que has gestado durante meses y años, con sus defectos y carencias; con su fantasía y su  magia;  o con su distorsión; con su tono, con sus posibles errores ortográficos o tipográficos… Publicar supone un reto enorme para el escritor novel, frecuentemente carente de apoyos y sumergido en sus propias inseguridades. Es  necesario prepararnos para separarnos de  nuestra creación. Es como parir. Lo que solo era tuyo, se separa y lo dejas ir ir y a partir de entonces lo compartes con el mundo. Y no hay vuelta atrás.  Para lo bueno y para lo menos bueno. Afortunadamente las redes han proporcionado una mejora en las comunicaciones y en las nuevas tecnologías, que han posibilitado que, autores y profesores hayan abordado la democratización  y la posibilidad de que las autopublicaciones hoy día sean un hecho cotidiano para los autores noveles. Les felicito por ello y celebro que en mi caso, también haya sido posible.


Día a día aprendo de los demás y  de lo que yo misma escribo, pues mis escritos frecuentemente me hacen de espejo; me gusta compartir algunos temas, historias y cuentos con los demás para contrastar mis errores.
La escritura y la lectura siempre han  enriquecido mi mente y mis expectativas. Me distraen y entretienen.  Me ayudan a evadirme,  es cierto, pero también me invitan  a sumergirme en mi misma y me invitan a reflexionar temas de diversa índole, relacionados con lo que escribo, pues el período de documentación te exige cotejar muchos datos, incluso creencias y normas para que sea verosímil. Y me insta a hacerme  muchas preguntas.

Esta experiencia es la que ofrezco también al lector al publicar mi libro. Los libros favorecen la intimidad con uno mismo mientras se está leyendo. La sincronía  de ojos, libro y mente es algo fantástico que, además —en el libro impreso en papel— , comparten dos privilegios más: el tacto y el olfato. 
Para mi es un placer leer un libro antiguo.  Me encanta ojear libros en una librería o en una biblioteca, sin una idea preconcebida. Me gusta elegir libros al azar. No he sido lectora asidua de las obras clásicas ni  los libros de lectura  académica obligada. Sin embargo la temática de mis lecturas ha sido diversa y muy variada; intensa, especialmente en mis años de juventud y madurez. Paradójicamente, desde que escribo, leo menos.
En algunos casos, un libro que nos ha gustado mucho  crea un vínculo que puede ser  efímero, o por el contrario, duradero; puede representar un enlace trascendente entre la historia y el lector.  Es lo que ocurre con esos libros  que recordamos siempre  y que nos calaron hondo por el motivo que fuera.  Esos libros forman parte de nuestra historia y de nuestra vida cronológica enmarcando una época, como también  nos ocurre con ciertas películas y músicas que recordamos de manera entrañable y a las que nos referimos en algunos temas de conversación, aunque hayan pasado años. Me refiero a esos libros que tienen un lugar  preferente en nuestra biblioteca y en nuestra memoria.

Cada cual tiene los suyos, pues la relación que establecemos con los libros es personal e intransferible.  Aún conservo  en mis estanterías un lugar privilegiado para algunos de mis libros especiales: algunos están encuadernados en  fina piel grabada, como los tres volúmenes  de  novelas de James Oliver Curwood, de la editorial Juventud de 1965. Un imprescindible de todo amante de la literatura marítima, es El espejo del mar, de Joseph Conrad . Y otro que era de mi abuela, una edición de cuentos  infantiles  encuadernado en cartulina y cosido con hilo,   titulado: Pues, señor...que data del 1.941, cuya autora  fue Elena Fortún. 

La biblioteca…¡vaya tema!  Un espacio en el hogar  que prácticamente ya ha desaparecido; está en peligro de extinción. No hay espacio en los pisos o en las casas;  es el argumento más esgrimido y comprensible. Cuando muere alguien y se vacían sus enseres, frecuentemente los libros acaban en la basura, en el punto urbano de residuos y muy pocas veces  acaban en las tiendas de compra-venta de segunda mano, o como donaciones.

Me gusta comprobar que, a pesar del poco espacio que hay en los barcos, se conservan las estanterías destinadas a los libros  de temática diversa y a los manuales de a bordo,  que siempre tienen un lugar reservado. 

El caso es que desde que comencé este escrito, ya han transcurrido algunas semanas. Las que ha durado el viaje, en el que he tenido demasiados quehaceres a bordo como para ponerme a escribir.

La singladura ha sido apasionante, pues hemos tenido todo tipo de climatología y hemos navegado a vela la mayor parte del tiempo, y  también han ocurrido algunas anécdotas que os contaré con mas tiempo otro día. Para no dejaros con la miel en los labios, comparto un vídeo de los tall ships (grandes veleros)  navegando, que espero que satisfaga en arte vuestra curiosidad.

               

Tras la estela de estas joyas de la navegación, pusimos rumbo a  nuestra ciudad de origen.  Arribamos tras algunas semanas de navegación  a la ciudad condal. El mar estaba en calma y con una tonalidad azul propia del día soleado que habíamos disfrutado. Una vez arribamos al puerto de Barcelona, el capitán del Santa Eulalia,  hizo una  precisa maniobra para abarloar el buque al muelle, donde quedó amarrado al negro bolado y  con sus muertos bien trincados desde la cubierta hasta la losa de hormigón que descansa bajo las aguas. Allí quedó el precioso navío, a la espera  de una nueva singladura ... 





Me he despedí de toda la tripulación y  he crucé con cierta añoranza la pasarela, pues la navegación engancha y crea una cierta adiccion. Luego anduve con cierta inestabilidad, como les ocurre a los neófitos como yo, cuando desembarcan pasando del mundo marítimo al terrestre, tan distintos un mundo del otro.  En pocos minutos rebasé el monumento a Colón y tras cruzar por  Las Ramblas sorteando la muchedumbre, fui sin demora hacia la biblioteca del Museo Marítimo a devolver un libro que había  pedido prestado antes de zarpar. Afortunadamente  en algunos edificios  en los que todavía acogen  una biblioteca, aún queda espacio para los libros...

Mi recomendación literaria para el día de hoy es: Piratería en el Caribe, de Helena Ruíz y Francisco Morales Padrón.  Ed. Renacimiento / Colección Isla de la Tortuga.

Gracias por navegar a bordo de mi blog.  Deseo que  disfrutéis de la entrada al nuevo año y que podáis cumplir vuestras expectativas.

¡Hasta la próxima entrada!








miércoles, 13 de diciembre de 2017

Likes. #loscuentosdeflora

¡Bienvenidos a bordo!


Me gusta. Una expresión de satisfacción conjugada en presente. 

Me gusta contemplar los grandes veleros. Me gusta navegar. Me gustan los barcos clásicos. Me gusta escribir y leer sobre barcos y navegación. Me gusta aprender. Me gusta compartir. 

Este es un fragmento de uno de mis libros, un libro complejo: mitad crónicas mitad novela, titulada Descubriendo Tortuga. Un estilo diferente.


( Cazando el viento…)

Un libro es como un paseo por otras realidades y también  un viaje por  otros mundos, donde lo inverosímil es posible, donde lo absurdo encuentra un camino. Y donde la realidad se plasma como en un espejo:  

Bárbara ya había subido a  la cubierta y  mostraba su exuberante contorno bajo la  transparente blusa que ahora se había  pegado por completo  al cuerpo,y que  marcaba  perfectamente, sus más sutiles relieves.  Contorno que  enseguida  fue rodeado por los fuertes brazos de Frihman, que la atraía hacia él, mientras la besaba en el cuello susurrándole algunas palabras. Y sonrió complacida.
Marhivent y yo los contemplamos con sana envidia, mientras en voz baja, comentamos que hacían buena pareja.
¿Os quedáis vigilando a los pequeños? les dijimos,  es que nos vamos a bañar.
Sí, ya me ocupo dijo Bárbara mientras cogía a  TincGanah y TincSedh y los ponía a horcajadas en sus caderas, dándoles un achuchón.  Frihman cogió a Mahrréc y lo sentó en su pierna sana, en  el banco de popa. Y  empezó a hablarle con dulzura  en  aquella  extraña jerga africana, mientras el niño le escuchaba con  gran atención.
Marhivent y yo  nos  capuzamos desde la  portezuela de la borda de estribor, zambulléndonos en el  azulado espejo que proporcionaban las calmas. Por fin  disfrutamos de un  buen baño; nos sentó la mar de bien. Nadamos unos minutos.
¡Mira, allí!…—¡Unas aletas  en el agua! 
—¡Cuidado!…¡Sal del agua! ¡Deprisa!
Las aletas se  acercaban  hacia nosotras a gran velocidad;  debían de estar más o menos a unos cien metros  pues tomé como referencia la eslora del barco.  Trepamos  rápidamente por  la malla que hacía las veces de escalera.  El corazón me latía apresuradamente y una sensación de pánico me invadió por unos instantes. Cuando por fin estuvimos en la  cubierta, pudimos ver claramente, que eran ¡cuatro delfines!  y que nos miraban fijamente, curioseando lo que hacíamos.  
Nos serenamos y nos pusimos a reir y a hacer comentarios sobre los momentos angustiantes que habíamos vivido, apenas hacía un par de  minutos. Instintivamente, cogí uno de los tapones  de plástico de la bombona de butano, y  lo tiré al agua.  ¡Al minuto  el tapón estaba de vuelta en la cubierta!   
Marhivent les lanzó una botella de plástico con las que los delfines jugaron un buen rato. También jugaron con el salvavidas que flotaba en el agua, llevándolo de aquí para allá, todo lo que el largo del cabo les permitía. Dando saltos,  se zambulleron con rapidez para ir a buscar los improvisados juguetes.  Volvían de nuevo, solicitando continuar el juego: emitieron algunos  sonidos y chasquidos para comunicarse entre ellos; y también con nosotros;  no teníamos ninguna duda Luhtier y Gheisa subieron a cubierta, ante la algarabía y los gritos que dimos. Los niños rieron  a carcajadas por segunda vez.  Al cabo de un rato, los delfines se alejaron, saltando sobre el espejo del mar y  siguieron su rumbo;  entonces se sumergieron y los perdimos de vista.

Pareció que los delfines se habían llevado la alegría  a las profundidades del océano, dejándonos con un cierto desencanto. Estos maravillosos animales  habían sido capaces de hacernos  olvidar, por unos momentos  la indeseable situación en la que nos encontrábamos. Luego, Yáckolson  y yo bajamos por la malla, y acercamos con el bichero de a bordo, los tapones y las  botellas de plástico que  ahora flotaban en el agua.  Los recogimos y nos quedamos en silencio.  Todavía no habíamos comido  y teníamos hambre.  Marhivent y yo fuimos al cuarto de la despensa, donde estaba el congelador, para ver qué podíamos hacer para comer. Entonces vimos que el congelador  estaba rezumando agua. Se habían descongelado los  pocos alimentos que  quedaban  y tuvimos que cocinarlos todos,  antes de que se estropearan. No podíamos reservarlos por mas tiempo. Así lo hicimos. Fuimos hacia la cocina y anunciamos el menú del día: Hoy había canelones.

Afortunadamente, el horno era de butano y pudimos gratinarlos disfrutando  del dorado manjar. Tocamos  a tres canelones por cabeza. Y Yimmy, nuestra pequeña mascota, comió también. TincGanah, TincSedh y Mahrréc comieron con la mano, como tenían por costumbre; y Halienar, también. A juzgar por sus caras, la comida les gustó.  Luego comimos una naranja cada uno.  Los niños se pusieron llenos de churretes  mientras masticaban la dulce pulpa haciendo chasquidos con la lengua;   cogían los gajos de la naranja  con los dedos, y  las gotas  de zumo resbalaban por sus bracitos, hasta el codo.  Daba gusto contemplar la satisfacción con que comían.  Por la tarde, cuando el calor del sol  se hizo más soportable,  salimos de nuevo a la a cubierta. 
               
Observamos  que Frihman  nos estaba esperando, algo impaciente,  con una pícara mirada:  acababa de anudar  algunos cabos que  ahora colgaban  de la botavara de la vela cangreja, en la popa.  Entre el tambucho de popa —por el que subíamos desde  el salón, la mesa y el banco de la bitácora— ,  quedaba un espacio libre en cubierta y Frihman …¡había hecho un columpio! … Fue la delicia de niños y grandes. Todo el mundo disfrutó columpiándose y empujando el columpio.  Y donde había calmas,  ¡creamos viento! 

Lo de pescar estaba  más difícil. No  había forma de que pescáramos nada.  Nos quedaba un jamón de jabugo, pero, ¡para qué pensar en él, cuando no teníamos agua para beber! Además habría que reservarlo por si la situación se agravaba. Y entonces  recordé algo.
Fui hacia los pescantes de popa, donde estaba la lancha auxiliar y pedí que me ayudaran a bajarla.   La dejamos  en el agua, asegurada con dos cabos atados a la popa del barco, pero algo alejada. Y tiré la caña al lado de ella. Había renovado el cebo con unos trozos de pulpo  que cogí de una lata que quedaba por la despensa. El sol comenzaba a declinar, y la sombra de la barca  aumentó. Transcurrió un buen rato.  Y picaron.
¡Ha picado un pez! dije recogiendo rápidamente el sedal: es un dorado; ¡lo sabía! dije satisfecha. 
¿Un dorado? preguntó  Bárbara ¿Y es bueno para comer?
—¡Y tanto que es bueno!, de hecho, al dorado  se le llama  el pez de los náufragos, pues siempre se pone a la sombra de las embarcaciones y las balsas de salvamento.  ¿Cómo no se me había ocurrido antes?  dije en voz alta.
Dame, que voy a  limpiarlo, me dijo Marhivent tu sigue pescando.
En  un par de horas, pescamos cinco dorados. Cuando  estaba sacando  el anzuelo de  la boca al  último pez, noté una  fresca sensación en mis manos, que estaban mojadas. Instintivamente alzé la vista hacia arriba.
Eyy…¡Mirad! dije  señalando hacia las velas.

Contemplamos esperanzados, cómo las velas eran llenadas, tímidamente, por   un  fugaz soplo de viento. Las velas comenzaron a moverse  y a dar gualdrapazos, chocando contra los mástiles y las jarcias anárquicamente.  Pero en un par de minutos, la  débil brisa comenzó a fluir con una orientación más definida. Y las velas comenzaron   a tomar forma.  Teníamos que cazar el viento cuanto antes; para ello teníamos que orientar las vergas y luego  trincar los cabos  correspondientes en los cabilleros, tanto en los del pie del mástil trinquete, como  en los ubicados en  los obenques.  

Recogimos rápidamente todo lo de cubierta y Bárbara y Frihman  que parecían haber asumido una tarea paternal para con los niños bajaron al salón, para quitarlos de en medio del trajín.   YáckHolson estaba hablando con Nohvela  junto a la amura de babor, mientras ella  sin quitarse el velo, atusaba su cabello para que  se le acabara de secar.  Pero una inesperada  ráfaga del  travieso viento del norte, súbitamente  levantó su velo hacia arriba.  Y se lo llevó.  El velo de  la muchacha se elevó por el aire haciendo algunos bucles.  El viento jugaba  con aquella prenda,  suspendiéndola en las alturas para luego dejar que cayera al vacío, donde sus vaporosos pliegues se movían libremente, en una etérea dánza  con Eolo;  hasta que  por fin, Neptuno   cobró su presa.  Y lo perdimos de vista.  
Consternada por el suceso, la muchacha  se giró de espaldas, para ocultar su rostro y,  arremangando el borde  de  su túnica, se volvió a cubrir parte del rostro con él. 

Mientras observábamos atónitos  lo acontecido, pensé que en un barco, no se puede ir con las manos ocupadas. Es  bastante improbable.  El habitual vaivén de la embarcación,  hace imprescindible que nos apoyemos con las manos.   Tiempo al tiempo...
Las velas comenzaron a flamear, moviéndose a son de la brisa  que cada vez  fluía más entablada, fijándo la dirección del viento.
—¡Bracea la verga del trinquete!, dijo Yáckolson a Luthier—. ¡Eh!, tú …  —¡Arría en banda  apagavelas de estribor! — dijo a su vez a Frihman.
Los demás hicimos firmes  los puños de las escotas de las velas, para tensarlas.  Y lucieron al viento magníficamente. El  Cyrano comenzó por fin a desplazarse por el agua.   Recogimos  la malla que habíamos hecho y que todavía colgaba por la borda.  Por fín nos movíamos.   Marhivent y yo fuimos a hablar con YáckHolson, con las cartas náuticas en la mano, y le explicamos las anotaciones que había dejado hechas Aimé y las últimas que había hecho Black Gun.

YackHolson fue hacia la bitácora y  puso  el rumbo  que había trazado Black Gun en su chuleta: un rumbo directo al  mar Caribe, mirando la rosa de los vientos de la bitácora.  Teníamos que  mantener el rumbo a  297 º.
  

Al cabo del rato oímos el violín de Luthier.  Le estaba dedicando una alegre melodía a Gheisa.   Entendimos que nuestro amigo ya se había recuperado de su mal de amores y disfrutábamos  de nuevo  de su talante habitual.   La música nos amenizó el viaje.  Nohvela disfrutaba ahora de la melodía, asomada a la borda, cerca de la bitácora; por fin pudo experimentar la sensación de  libertad  en su  largo cabello, que ahora ondeaba al viento y pudimos admirar sus bellas facciones y sus  rasgados y oscuros  ojos y su mirada serena. YáckHolson la miraba embelesado.  El viento,  que ahora estaba  bien entablado, nos subió la moral: los Alisios nos  llevaban hacia el oeste.

     A menudo, los libros solemos escribirlos y documentarlos en lugares afines, en este caso fue a bordo de este bergantín, lamentablemente ya desaparecido. En este caso, los vídeos existentes en youtube y también en mi obra, quedarán como testimonios de su historia y de los que la hicieron posible. Gracias a todos ellos.

                   

                                                                                                                                            (…)
Mi recomendación literaria para hoy es: Cabo Trafalgar, de Arturo Pérez Reverte

¡Hasta la próxima entrada!