Estamos viviendo una época dura. Pero no es comparable a una guerra... La diferencia es que en este caso, el enemigo común es un virus, un enemigo invisible, contra el que no podemos manifestar físicamente nuestra rabia, ni nuestra impotencia, ni nuestra ira. Esto lo hace más difícil, pues nos provoca mas frustración aún, ya que esa bolita de pinchos microscópica nos ha robado súbitamente la salud y el sosiego y, en demasiadas ocasiones, la vida de seres queridos. A lo que se ha añadido una obligada distancia social y de movilidad para evitar un contagio masivo de duración incierta. Muy duro es esto. Pero no como una guerra… ¡Los ancianos si que sabían lo que fue la guerra...!
El trance que pasamos en estos días, algunos lo catalogan como selección natural. Otros piensan que el virus ha mutado por la mano de hombres desalmados y con intereses político-económicos oscuros por parte de algún país al que le interesa desestabilizar la concentración del poder mundial. Unos pocos elucubran que es una limpieza de ghetos raciales y de ancianos que consumen recursos. Otros lo atañen a una deficiencia inmunología provocada por campos electromagnéticos, derivados de la implantación del 5 G…
Probablemente,—sea cual sea su origen—, lo que si es cierto, es que esta pandemia ha puesto en evidencia que la globalización ha conllevado la sustitución, relevo y/o eliminación de muchas industrias básicas del país, cercanas a la población, como la alimentación, la confección y el tema que nos ocupa ahora, que es la sanidad.
Estas políticas globales, que ya vienen de lejos implantadas, nos han puesto en riesgo. Nos ponen en riesgo la lejanía del proveedor, la dificultad del control sobre el producto, el itinerario geográfico y los medios de transporte a utilizar, que chocan con el concepto global de "transporte sostenible"; el tiempo valioso en que se demora la llegada de los productos básicos, en una situación de emergencia, es crucial. Afortunadamente esto ha creado una alerta, una oportunidad, un punto de inflexión para que se produzca un cambio.
A raíz de esta crisis hemos visto que—aún—, existen empresas nacionales o radicadas en nuestro país, que pueden fabricar estos materiales de primera necesidad. Ojalá que continúe la tendencia en el ámbito sanitario y se extienda al alimentario, la confección, etc en esta época en que tanto necesitaremos dinamizar la economía y el empleo. Ojalá que todo esto perdure en nuestro memoria el tiempo suficiente para consolidar el cambio y no quede en la cuneta.
Por otra parte, pagamos ahora la factura de los despropósitos que comenzaron en nuestro país hace años, con los recortes sanitarios contra los que protestábamos en las puertas de los hospitales y en la calle, con las emblemáticas tijeras en pancartas y pins; protestábamos contra el cambio de modelo solapado a que estaban encauzando a la sanidad pública, a la que se obligó a resistir una precariedad en recursos materiales y humanos, que ha ido in crescendo, haciendo del personal sanitario, un escudo humano con el que hacer frente a la atención hospitalaria y ambulatoria a mínimos. Tampoco se libraron los hospitales privados con —aparentemente, mejores instalaciones—, pero con un personal con sueldos y recursos materiales, menores si cabe.
Esto ha provocado, desde entonces, una demora en las listas de espera para los especialistas, las pruebas necesarias para determinar un diagnóstico, intervenciones quirúrgicas, etc. y que ha supuesto la creación de una bola de nieve, que nos ha arrollado ante una emergencia sanitaria del calibre que estamos sufriendo. Poner al frente de los hospitales a directores y gerentes que manejaban los hospitales como un negocio—sustituyendo el concepto de paciente, por "cliente"—, es inadmisible, puesto que este enfoque desvirtúa la ética y profesionalidad en la cadena de mando, sujeta más a intereses de costes y gastos, que a la calidad en la atención sanitaria, a la velocidad que la población necesita. Cliente, puede ser un usuario de una clínica estética que quiere hacerse sus lícitos retoques. Un paciente es algo muy diferente. El enfoque económico del concepto de "gasto" ha distorsionado las prioridades de la atención hospitalaria, sobrecargando las Urgencias, por la demora de la atención del elenco de los especialistas, sumiendo a la atención primaria en visitas reiteradas y redundantes, que, — como un juego de pin-pon rebotan al paciente desde el Servicio de Urgencias al Médico de Familia—. La medicina preventiva adolece de muchas carencias aún y , junto al retraso en las pruebas diagnósticas, no puede impedir que se agraven las enfermedades en las personas que, lógicamente sin diagnóstico, no tienen tratamiento asignado aún. Y como siempre, acaban en Urgencias.
El estrés del personal sanitario es muy alto desde hace décadas. Aún así, han dado la talla en todas las situaciones en que se les ha requerido. Falta personal (médicos, enfermeras, auxiliares de enfermería, personal de refuerzo para situaciones de sobrecarga y en horas punta, celadores, técnicos de laboratorio, personal de limpieza, ) para cubrir bajas laborales y vacaciones. Faltan especialistas y médicos de familia… Falta material adecuado.
Faltan personas con vocación hipocrática gobernando los hospitales y que hayan estado arremangados al pie del cañón, en primera línea.
Por otra parte el llamado —Just In Time— , el servicio puntual y programado de fabricación y suministro de materiales, negociado por las empresas, les ha permitido destinar las superficies de almacenaje a otros menesteres o, prescindir de ellas y ahorrarse el coste y el mantenimiento de instalaciones, impuestos, etc. Pero esto resulta ser en el ámbito sanitario, un arma de doble filo cuyas consecuencias son muy relevantes—como ha ocurrido en esta alerta sanitaria—. El fallo en la fabricación y /o su puntual suministro, provoca la escasez de materiales imprescindibles, como ha ocurrido por ejemplo con los respiradores y las mascarillas, que venían de la conchinchina.
La competencia en un mundo globalizado es feroz ante necesidades vitales. Todo el mundo lo quiere ya. O para anteayer. No es viable que el suministro provenga de uno o dos países lejanos. Deslocalizar las empresas del país propio, para centralizar las compras en un país extranjero y distante, no tiene sentido que no sea el lucro de algunas empresas, o un interés político. Por ello el abastecimiento de materiales y productos básicos del país tendría que estar cercano, eso es una prioridad. Sería bueno que aprendiéramos de esta dolorosa experiencia.
Hace muchos años ya, que los hospitales disponían de almacenaje suficiente en el mismo edificio y eran más autónomos para con sus recursos básicos: esterilizando las gasas que se plegaban allí mismo, lavando sábanas y toallas, cocinando las comidas para los enfermos, de mejor manera. Hoy día todo esto lo traen de fuera de los hospitales. El furgón de la lavandería, el del catering, el de los materiales sanitarios, la limpieza, la seguridad… Los hospitales dependen cada vez más de empresas eternas, en detrimento de su autonomía y de la coordinación en el cuidado—integral— de los enfermos. La cercanía de los recursos es esencial cuando hablamos de la atención hospitalaria. Almacenar racionalmente tiene sus ventajas y permite cubrir el impás de tiempo en las situaciones de emergencia.
A propósito de la falta, o el recorte de materiales básicos se desarrolla la escena que comparto en el relato de hoy. La ficción está cargada de ironía, de indignación. Está enmarcado en una guerra cualquiera, en cualquier lugar del mundo y ambientado en épocas pasadas. Hace años que lo escribí. En las guerras hay carencias para unos, y privilegios para otros. En una guerra las prioridades cambian. En las guerras se embrutecen los individuos; es en ellas donde aparece lo mejor, o lo peor del ser humano. En demasiadas ocasiones, la ética y la humanidad se prostituyen en favor del interés, la estrategia militar y la obediencia , por los intereses políticos, mezclándose en una especie de revoltillo. De ahí el título del relato. También de ellas emergen héroes y aflora la solidaridad. El cine alberga numerosas y buenas películas que lo evidencian…
REVOLTILLO (fragmento)
—¡Desalojen! ¡Todo el mundo fuera! —gritó un hombre uniformado, abriendo la puerta de par en par con brusquedad.
Súbitamente, una ráfaga de balas destrozó la puerta acristalada, y las macetas que enmarcaban la fachada de la casa, donde hacía unos instantes lucían unas frondosas plantas a las que cobijaban unos mamparos de madera noble labrada —que habían constituido antaño el exquisito decorado de las paredes de aquel lujoso hotel—, ahora yacían en el suelo, destrozadas por el impacto de las balas.
Un joven soldado empujó, a golpe de culata,
a una docena de personas que todavía permanecían de pie, aterrorizadas ante la salvaje
y súbita incursión de una avanzada del batallón Blood, cuyo mando recaía en el
mayor Lumbreras. Afuera, en la calle,
el estruendo de las bombas y el silbido de las balas no hicieron más que añadir
una sensación de caos insoportable. Los montones de cascotes y los edificios derruidos
se adivinaban entre la polvareda y el hedor reinante, que provenía de algunos
cadáveres que yacían bajo las montañas de escombros, a causa de otro bombardeo
que había tenido lugar hacía más de una semana. Por fortuna, habían dejado de sonar
las estridentes sirenas de las ambulancias que, sorteando las bombas, justo acababan
de estacionar en la calle, frente a la puerta.
De inmediato entró en aquel local un pelotón
de militares vociferando:
—Muévanse y dejen paso. ¡¡Ostias!!
—Pero… ¡Qué hijo de perra! ¡Eeehhh, tú! —gritó
un sargento, cogiendo rápidamente por la ropa a un escuálido hombre que estaba
cerca de la puerta—. ¿Estabas intentando escaparte?
—No, señor…
—Tú, vigila mejor —dijo a uno de los jóvenes
soldados, que sujetaba el fusil como si fuera un ramo de flores.
—Sí, señor.
—¡¡Espabila, soldado!! Que estos malnacidos
son capaces de quitarte el arma y matarnos a todos. ¡Como vuelva a ocurrir! —dijo
amenazándole con el mugriento dedo índice apuntando hacia sus ojos—, ¡te quedas
sin rancho y haciendo guardia hasta nueva orden! Quedas avisado.
Dicho esto, arrinconaron a los civiles en una
estancia contigua, en cuya puerta lucía un letrero «Salón Delicatessen». Entraron tres uniformados más —estos con ciertos espolones—, y, metralleta en ristre, dispararon algunas ráfagas al aire, para intimidar
a los rehenes.
—¡Dispararemos a todo el que intente salir
de este recinto! ¿Está claro?
Los soldados se repartieron por las estancias
del local en guardia, comprobando que no hubiera algún refugiado de las fuerzas
enemigas. Una vez tuvieron la certeza de que no había nadie, uno de los soldados
responsables gritó:
— ¡Todo en orden, señor!
— ¡Todo en orden, señor!
—Procedan, pues —dijo impasible el mayor, mientras
se desabrochaba el cuello del uniforme— y subía al piso de arriba para aposentarse,
acompañado por una voluptuosa joven, a la que le cogió el cigarrillo que estaba
fumando para darle un par de caladas, pero se manchó con el carmín que lucía la
joven, quien se apresuró a pasar su dedo por los labios del mayor, riendo.
Detrás de él subió su secretario —un tipo delgado
y repeinado con brillantina, que también hacía de porteador del equipaje del mandamás—.
Subió, pues, tras él, cargado con una maleta y una caja de víveres, de la que sobresalía
el cuello de una botella de un caro licor.
En unos instantes, el local de la planta baja se llenó de gente que iba y venía. Algunas ambulancias pasaron de largo, llevando a los pacientes evacuados del hospital bombardeado hasta una iglesia que todavía quedaba en pie, donde establecerían el hospital en el que permanecerían los convalecientes hasta que pudieran ser llevados a un hospital en condiciones, lejos del frente.
En unos instantes, el local de la planta baja se llenó de gente que iba y venía. Algunas ambulancias pasaron de largo, llevando a los pacientes evacuados del hospital bombardeado hasta una iglesia que todavía quedaba en pie, donde establecerían el hospital en el que permanecerían los convalecientes hasta que pudieran ser llevados a un hospital en condiciones, lejos del frente.
Un equipo de médicos y sanitarios —supervivientes
del hospital bombardeado— entraron con diligencia en el hotel, cargando con algunas
cajas de madera y con los maletines donde llevaban sus enseres básicos. Rápidamente
juntaron varias mesas en un reservado de la sala, y un hombre alto y moreno, que
llevaba una bata blanca sobre el uniforme y un fonendo colgado al cuello, le dijo
al joven y delgado soldado que custodiaba la puerta del salón de los rehenes:
—Vacía la encimera del aparador, ese que está
debajo del reloj de pared, justo al lado de las puertas de la cocina. Y deja las
jarras de agua, los manteles, las servilletas; y los vasos y los cubiertos que haya
en los cajones, también. Ponlo sobre el mármol de la cocina.
—¡A la orden, señor! —dijo el muchacho, muy
cohibido y nervioso—. Pero el mayor…
—¡Date prisa! Ya hablaré yo con él. Eres el
que está menos mugriento de los aquí presentes. ¿A qué esperas?
—¡Sí, señor! A la orden, mi capitán —dijo,
cuadrándose.
—A ver, tú —dijo a un soldado alto y fornido
que acababa de entrar por la puerta—. ¿Haces algo en este momento?
—Tengo fiebre, señor y venía a…
—¡Pamplinas! Bebe un poco de agua y tómate
una aspirina; y ve a custodiar a los rehenes. Cuando pueda atenderte ya te
relevarán.
—Sí, señor. A la orden, señor —dijo sin
rechistar.
En esos momentos, aprovechando el vaivén
de las puertas, se coló una de las enfermeras en la cocina. De inmediato encendió
el horno y cogió unas bandejas metálicas que había en la encimera. Unas eran
rectangulares y otras con forma de riñón. Y también cogió un par de bombonas
metálicas rejadas, que contenían las pocas gasas que les quedaban para
esterilizar.
—Tardaremos una hora o más en tener a punto
el instrumental —le dijo al capitán médico, que justo entraba detrás, siguiéndola,
como siempre, mientras la joven volcaba estrepitosamente el contenido de la caja
del instrumental que había cogido con anterioridad de la sala.
El capitán era un hombre dominante y mujeriego
que sabía manejarse bien con los mandos de la plana mayor. Su socarronería era conocida
por todos. Y era temido por casi todos los que estaban por debajo de su rango,
debido a sus violentos ataques de genio, pues cuando apretaba la mandíbula y sus
ojos negros parecían echar fuego, solía despacharse con puñetazos y patadas en la
mesa o en la puerta, como colofón a sus exigencias y despropósitos.
—Ponga especial cuidado con mi instrumental
nuevo, ese que tiene el mango de oro, que me lo regaló el comandante y está recién afilado. Es para
mí, o para los oficiales, si lo he de menester. Cuando esto acabe, voy a llevármelo a casa.
—¿Y eso? —preguntó Bárbara con extrañeza—.
¿A su casa?
—Quiero abrir una clínica en el centro de la
ciudad cuando vuelva. He solicitado una excedencia para cuando acabe todo esto,
Bárbara. Los altos mandos rumorean que este bombardeo ha sido el último y que se
firmará la paz en los próximos días. A ver si esta vez es verdad… Quiero reincorporarme
a la vida civil. Es el mejor momento.
—¿El mejor momento?
—Sí, claro. Hay infinidad de heridos y mutilados de buena posición, oficiales y civiles que no repararán en gastos para mejorar sus cicatrices y su apariencia —argumentó, jactándose de la fama que había adquirido como cirujano en las altas esferas.
—Sí, claro. Hay infinidad de heridos y mutilados de buena posición, oficiales y civiles que no repararán en gastos para mejorar sus cicatrices y su apariencia —argumentó, jactándose de la fama que había adquirido como cirujano en las altas esferas.
—Pero ese instrumental se ha comprado con
dinero del ejército, por muy regalo que sea —replicó Bárbara, visiblemente
indignada—. Yo también me entero de lo que se cuece en la plana mayor, ¿sabe?
—Pues no debería usted saber tanto, que algún
día puede tener algún contratiempo, hágame caso. Aunque no lo crea, le tengo mucho
aprecio, Bárbara, es usted una buena enfermera. —Y, mirándola de arriba a abajo
con un conocido brillo en los ojos, añadió—: Una mujer inteligente y guapa como
usted, si quisiera…
—No me regale los oídos. Y no. No quiero nada.
Usted y yo no nos parecemos en nada, ¡a Dios gracias! Es usted un buen cirujano,
pero no puedo hacer la vista gorda, capitán. Aquí no podemos atender a estos chicos
como se merecen, y ustedes están menospreciando sus vidas y despilfarrando el dinero
del contribuyente ¡por galones!
—No es para tanto, mujer. Todo el mundo
quiere vivir bien y despilf…
—¿Es música lo que se oye? —dijo Bárbara interrumpiéndolo
y acercándose a la puerta de la cocina con una mueca de desdén—. ¿Lo ve? Es
indignante.
—¿El qué? Ahhh, lo de arriba. Pues creo
que se lo están pasando bien. ¿De qué sirve el rango si no?
—Usted sabe, igual que yo, lo que ocurre.
Desde luego, en la suite se lo están pasando en grande. Y no reparán en gastos.
Nada que ver con lo que ocurre aquí abajo.
—¿Se da cuenta, Bárbara? Usted podría
vivir mejor si no fuera tan… ¿cómo decirlo sin que se ofenda? ¿Rígida? Si dejara
hacer y aceptara lo que podemos ofrecerle, viviría mucho mejor y podría disfrutar
de algunos favores. Yo mismo podría… —dijo, acercándose a ella por detrás,
intentando camelarla.
—Ni hablar. No me va a convencer. Es una
cuestión de principios, señor —dijo, apartándose de él.
—Como quiera. Lamento su decisión, Bárbara.
Y su actitud, pues pudiera llegar a oídos del comandante. La verdad que no
querría que…
—Pasooo… ¡Despejen la entrada! ¡Apártense! —gritó el soldado que custodiaba la puerta, mientras bajaban a algunos
heridos de una ambulancia que acababa de aparcar en la puerta.
El pulso que mantenían a viva voz la
enfermera y el capitán médico quedó interrumpido ante la entrada de una nueva tanda
de camillas, dejando a un chaval herido de gravedad sobre tres mesas de lo que había
sido el restaurante y que, a modo de mesa quirúrgica, el resto de enfermeras había
cubierto con blancos manteles, pues apenas quedaban tallas y había que
reservarlas para los más vulnerables.
El capitán médico y cirujano, el doctor Mondongo—al que llamaban así porque siempre andaba con las manos metidas en las entrañas
de alguien— era el capitán médico del batallón. Y además del mote, tenía fama de
malas pulgas.
Un joven soldado malherido, que pusieron
delante de él los camilleros, se quejaba a voz en grito. El capitán levantó los
jirones de ropa embarrados y ensangrentados del roto uniforme del chaval y observó
detenidamente aquella herida, por donde asomaba el paquete intestinal
agujereado, rezumando sangre a borbotones, y algunos otros fluidos y heces. Con
cierto desdén, hizo una mueca con la comisura de la boca. Luego cubrió la herida
con los mismos jirones y ordenó que lo pusieran en la sala de desahuciados, ante
las miradas sentenciosas del personal de enfermería y de los que aguantaban la camilla.
—¿Estáis dormidos o qué pasa?
—Señor, si nos permite....
—No permito nada. ¡Es una orden! ¡No podemos
gastar más tiempo y dinero en los que seguramente no tienen remedio! Ya se
verá… El mayor quiere gente que pueda ponerse de pie y combatir. O sea, que este
va a esperar en la otra sala, colocado con un poco de morfina, que lo mismo no hay
ni que operarlo dentro de un rato.
—A la orden —mascullaron entre dientes los
soldados camilleros, mientras que sus ojos brillantes se resistían a dejar escapar
la lágrima que bañaba tímidamente sus pestañas, pues el herido estaba
escuchando perfectamente su sentencia, y era su compañero de trincheras.
—¡A ver! He dicho que primero entren los que
tengan arreglo fácil, para que se incorporen cuanto antes a las filas. ¡¡No voy
a repetirlo!! —dijo con mal talante.
—A la orden, señor —repitieron sumisos, aunque
indignados.
—Traedme a esos dos —dijo, señalando a dos
soldados que estaban de pie y que sangraban a chorro.
Metieron pues al primero, que tenía la mejilla
estallada y un par de muelas a medio arrancar.
—¡Siéntate! Vaya, has tenido mucha suerte,
chaval. ¡Abre la boca! —dijo sin hacer pausa alguna—. Y tú, aguántalo bien para
que no meta las manos donde no debe —dijo al soldado que le ayudaba.
Casi de inmediato, le hizo una seña con la
cabeza al soldado que sujetaba al herido y, con unos alicates, de un tirón acabó
de arrancarle de cuajo las muelas.
—Ahhhhhhh —gritó el herido.
—¡Muerde esto! —ordenó con prisas el cirujano,
poniéndole un palo de madera en la boca para que no le mordiera a él, mientras cogía
con los dedos la misma gasa con la que había taponado los orificios de las
muelas por dentro hacía unos instantes. Con la misma torunda, taponó el agujero
de la mejilla, mientras le daba cuatro puntadas. Zurció y frunció aquella carne
estallada.
—Pero, señor… —dijo Bárbara.
—No tengo tiempo para bordados delicados —dijo,
mirándola de mala gana, mientras pintaba la herida con un antiséptico potente,
al que llamaban coloquialmente Matalotodo, que era el que utilizaba el ejército
por metros cúbicos; y le dio al chaval un botellín y una gasa para que la fuera
mojando y se diera unos enjuagues y unos toques internos durante una semana. Luego
sacó una aguja hipodérmica de metal y una jeringa de vidrio milimetrado de una cajita
metálica. Y le inyectó, con una expresión desagradable, un antibiótico potente en
el cachete del culo, pues las enfermeras estaban adecentando a los heridos, que
ya habían copado al completo el vestíbulo. Le fastidiaba enormemente hacer de pinchaculos.
—¡Siguiente! Tú, comotellames, quédate aquí que me tienes que ayudar un rato a
sujetar a estos —dijo al tímido soldado al que había amenazado hacía un rato.
Cogiéndose una mano con la otra, se acercó
quejándose un muchacho con la cara tiznada, que tenía un dedo colgando y que
sangraba profusamente.
—¡Has tenido suerte, chaval! ¿De dónde eres?
¡Sube la mano! Tú, aguántasela con fuerza.
—De Bu…
Raac, raac.
—¡¡Ayyy!! ¡Jodeeeeeer…!
Con las tijeras, el cirujano le cortó el dedo
que colgaba y lo tiró a un cubo que tenía bajo la mesa. Recortó con una especie
de alicate el hueso que sobresalía y el chaval se desmayó de puro dolor. Luego
hizo una tapa con el colgajo de piel sobrante y le echó un chorro de solución Matalotodo,
tras lo cual le puso una gota de cianocrilato de metilo en vez de suturarlo, para
tapar el boquete sangrante con aquel adhesivo rápido, mientras el soldado
sujetaba al chaval inconsciente, pues la anestesia era escasa y se reservaba
para heridas de mayor categoría.
—Sujétale la mano en alto unos minutos —dijo
secamente.
Luego, el cirujano se lavó con jabón y una solución desinfectante los guantes aún enfundados. Los secó y se los quitó, pues los había estado reutilizando en repetidas ocasiones. Y se lavó las manos… (….)
*****
Me costó escribir una escena de guerra. No me gustan las guerras. Ni las películas de guerras. No obstante, fueron mis deberes en la clase de escritura creativa cuando estudiaba. Recuerdo que pensé: ¡Hasta para escribir un relato o una novela, tienes que aprender a matar y familiarizarte con la violencia! Quien haya leído EntreTRENimientos sabe que no me extiendo en las escenas en que se den estos hechos, y suelo ceñirme a lo que está justificado por la trama. No soporto las películas en que las escenas violentas y los asesinatos, son un fin en sí mismos, para divertimento del espectador. ¿Divertirse viendo escenas violentas? ¡No puedo entenderlo! Quizás porque he convivido profesionalmente muchos años, diariamente con el sufrimiento de las personas y con la muerte...
La humanidad ganaría en calidad y en enfocar la vida de manera positiva cultivando las estrategias que conduzcan a La Paz. Al sosiego. Al diálogo y la negociación para solucionar los conflictos. Recuerdo una famosa frase promovida por los objetores de conciencia en los años setenta, que decía así: [ "Si quieres La Paz, no prepares la guerra"].
La semilla de una guerra se siembra expresa y periódicamente en el mundo—aquí o allá, donde resulte mas rentable, conveniente y fácil—. Bien sabido es, que de las guerras surgen nuevos ricos y que, los que ya lo eran, se afianzan. Y los que son pobres, no tienen nada que perder, que no sea su angustiosa vida. Es un negocio para unos pocos. Es triste y desolador que todos los despropósitos que concurren en una guerra, se argumenten y justifiquen en la territorialidad, la soberbia, el odio, el racismo, la prepotencia, los intereses, las alianzas y supuestas lealtades…—una sarta de excusas, mentiras y justificaciones— que, al final..., sea en el norte-sur, en el este ú Oeste, siempre se solucionan ..."con un puñado de dólares".
Para quitar un poco de hierro en la despedida de esta entrada, os dejo con una conocida pieza; "Por un puñado de dólares", del magnífico compositor Ennio Morricone. He preferido poner el vídeo de la orquesta, pues en él se pueden observar los instrumentos utilizados para esta famosa melodía, con la que enfatizo el párrafo anterior.
Afortunadamente también en las guerras y conflictos aflora del corazón, la empatía, la compasión, la solidaridad, el coraje y el compañerismo; el amor. Me quedo con ello.
¡Hasta la próxima entrada!
Me costó escribir una escena de guerra. No me gustan las guerras. Ni las películas de guerras. No obstante, fueron mis deberes en la clase de escritura creativa cuando estudiaba. Recuerdo que pensé: ¡Hasta para escribir un relato o una novela, tienes que aprender a matar y familiarizarte con la violencia! Quien haya leído EntreTRENimientos sabe que no me extiendo en las escenas en que se den estos hechos, y suelo ceñirme a lo que está justificado por la trama. No soporto las películas en que las escenas violentas y los asesinatos, son un fin en sí mismos, para divertimento del espectador. ¿Divertirse viendo escenas violentas? ¡No puedo entenderlo! Quizás porque he convivido profesionalmente muchos años, diariamente con el sufrimiento de las personas y con la muerte...
La humanidad ganaría en calidad y en enfocar la vida de manera positiva cultivando las estrategias que conduzcan a La Paz. Al sosiego. Al diálogo y la negociación para solucionar los conflictos. Recuerdo una famosa frase promovida por los objetores de conciencia en los años setenta, que decía así: [ "Si quieres La Paz, no prepares la guerra"].
La semilla de una guerra se siembra expresa y periódicamente en el mundo—aquí o allá, donde resulte mas rentable, conveniente y fácil—. Bien sabido es, que de las guerras surgen nuevos ricos y que, los que ya lo eran, se afianzan. Y los que son pobres, no tienen nada que perder, que no sea su angustiosa vida. Es un negocio para unos pocos. Es triste y desolador que todos los despropósitos que concurren en una guerra, se argumenten y justifiquen en la territorialidad, la soberbia, el odio, el racismo, la prepotencia, los intereses, las alianzas y supuestas lealtades…—una sarta de excusas, mentiras y justificaciones— que, al final..., sea en el norte-sur, en el este ú Oeste, siempre se solucionan ..."con un puñado de dólares".
Para quitar un poco de hierro en la despedida de esta entrada, os dejo con una conocida pieza; "Por un puñado de dólares", del magnífico compositor Ennio Morricone. He preferido poner el vídeo de la orquesta, pues en él se pueden observar los instrumentos utilizados para esta famosa melodía, con la que enfatizo el párrafo anterior.
Afortunadamente también en las guerras y conflictos aflora del corazón, la empatía, la compasión, la solidaridad, el coraje y el compañerismo; el amor. Me quedo con ello.
¡Hasta la próxima entrada!
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