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miércoles, 15 de abril de 2020

. Confinamiento.

¡Bienvenidos!

Estamos viviendo una época dura.  Pero no es comparable a una guerra... La diferencia es que en este caso, el enemigo común es un virus, un enemigo invisible, contra el que no podemos manifestar físicamente nuestra rabia, ni nuestra impotencia, ni nuestra ira. Esto lo hace más difícil, pues nos provoca mas frustración aún, ya que esa bolita de pinchos microscópica nos ha  robado súbitamente la salud y  el sosiego y, en demasiadas ocasiones,  la vida de  seres queridos.  A lo que se ha añadido una obligada distancia social y de movilidad para evitar un contagio masivo de duración incierta.  Muy duro es esto. Pero no como una guerra… ¡Los ancianos si que  sabían lo que fue la guerra...!

El trance que pasamos en estos días, algunos lo catalogan como selección natural. Otros piensan que el virus ha mutado  por la mano de hombres desalmados y con intereses  político-económicos oscuros por parte de algún país al que le interesa desestabilizar  la concentración del poder mundial. Unos pocos elucubran  que es una limpieza de ghetos  raciales y de ancianos que consumen recursos. Otros lo atañen a una deficiencia inmunología provocada por campos electromagnéticos, derivados de la implantación del 5 G…

Probablemente,—sea cual sea su origen—, lo que si es cierto, es que esta pandemia ha puesto en evidencia que la globalización ha conllevado la sustitución, relevo  y/o eliminación de muchas industrias básicas del país, cercanas  a la población, como la alimentación, la confección y el tema que nos ocupa ahora, que es la sanidad.
Estas políticas globales, que ya vienen de lejos implantadas, nos han puesto en riesgo. Nos ponen en riesgo la lejanía del proveedor, la dificultad del control sobre el producto, el itinerario geográfico y los medios de transporte a utilizar, que chocan con el concepto global de "transporte sostenible";  el tiempo valioso  en que se demora la llegada de los productos básicos, en una situación de emergencia, es crucial. Afortunadamente esto ha creado una alerta, una oportunidad, un punto de inflexión para  que se produzca un cambio.
A raíz de esta crisis  hemos visto que—aún—, existen empresas nacionales o radicadas en nuestro país,  que pueden fabricar estos materiales de primera necesidad. Ojalá que continúe la tendencia en el ámbito sanitario y se extienda al alimentario, la confección, etc en esta época en que tanto necesitaremos dinamizar la economía  y  el empleo. Ojalá que todo esto perdure en nuestro memoria el tiempo suficiente para consolidar el cambio y no quede en la cuneta.


Por otra parte, pagamos ahora la factura de los despropósitos que comenzaron en nuestro país hace años, con los recortes sanitarios contra los que protestábamos  en las puertas de los hospitales y en la calle, con las emblemáticas tijeras en pancartas y pins; protestábamos contra el cambio de modelo  solapado a que estaban  encauzando a la sanidad pública, a la que se obligó a  resistir una precariedad en recursos materiales y humanos,  que ha ido  in crescendo, haciendo del personal sanitario, un escudo humano con el que hacer frente a la atención hospitalaria y ambulatoria a  mínimos.  Tampoco se libraron los hospitales privados con —aparentemente, mejores instalaciones—, pero con un personal con sueldos y recursos  materiales, menores si cabe.

Esto ha provocado, desde entonces, una demora en las listas de espera para los especialistas, las pruebas necesarias para determinar un diagnóstico, intervenciones quirúrgicas, etc. y que ha supuesto la creación de una bola de nieve, que nos ha arrollado ante una emergencia sanitaria del calibre que estamos sufriendo. Poner al frente de los hospitales a  directores y gerentes  que manejaban los hospitales como un negocio—sustituyendo el concepto de paciente, por "cliente"—, es inadmisible, puesto que este enfoque desvirtúa la ética y profesionalidad en la cadena de mando, sujeta más a intereses de costes y gastos, que a  la calidad en la atención sanitaria, a la velocidad que la población necesita. Cliente, puede ser un usuario de una clínica estética que quiere hacerse sus lícitos retoques. Un paciente es algo muy diferente. El enfoque económico del concepto de "gasto"  ha distorsionado las prioridades de la atención hospitalaria, sobrecargando las Urgencias, por la demora de la atención del elenco de los especialistas, sumiendo a la atención primaria en visitas reiteradas y redundantes, que, — como un juego de pin-pon rebotan  al paciente desde el  Servicio de Urgencias al Médico de Familia—. La medicina preventiva adolece de muchas carencias aún y , junto al retraso en las  pruebas diagnósticas, no puede impedir que se  agraven las enfermedades en las personas que, lógicamente sin diagnóstico, no tienen tratamiento asignado aún. Y como siempre, acaban en Urgencias.

El estrés del personal sanitario es muy alto desde hace décadas. Aún así, han dado la talla en todas las situaciones en que se les ha requerido. Falta personal (médicos, enfermeras,  auxiliares de enfermería, personal de refuerzo para situaciones de sobrecarga y en horas punta,  celadores, técnicos de laboratorio, personal de limpieza, ) para cubrir bajas laborales y vacaciones.  Faltan especialistas y médicos de familia…  Falta material adecuado.
Faltan personas  con vocación  hipocrática gobernando los hospitales y que hayan estado arremangados al pie del cañón, en primera línea.
 

Por otra parte el llamado —Just In Time— , el servicio puntual y programado de fabricación y  suministro de materiales,  negociado por las empresas,  les ha permitido destinar las superficies de almacenaje a otros menesteres o, prescindir de ellas y ahorrarse el coste y el mantenimiento de instalaciones, impuestos, etc.   Pero esto resulta ser en el ámbito sanitario, un arma de doble filo cuyas consecuencias son muy relevantes—como ha ocurrido en esta alerta sanitaria—. El  fallo en la fabricación y /o su  puntual suministro,  provoca la escasez de   materiales imprescindibles, como ha ocurrido por ejemplo con los respiradores y las mascarillas, que venían de la conchinchina.  

La competencia en un mundo globalizado es feroz ante necesidades vitales. Todo el mundo lo quiere ya. O para anteayer. No es viable que el suministro provenga de uno o dos países lejanos.  Deslocalizar las empresas del país propio, para centralizar las compras en un país extranjero y distante, no tiene sentido que no sea el lucro de algunas empresas, o un interés político. Por ello el abastecimiento de materiales y productos básicos del país tendría que estar cercano, eso es una prioridad.  Sería bueno que aprendiéramos de esta dolorosa experiencia.

Hace  muchos años ya, que  los hospitales disponían de almacenaje suficiente  en el mismo edificio y eran más autónomos para con sus recursos básicos: esterilizando las gasas que se plegaban allí mismo, lavando sábanas y toallas, cocinando las comidas para los enfermos, de mejor manera.  Hoy día todo esto lo traen de fuera de los hospitales. El furgón de la lavandería, el del catering, el de los materiales sanitarios, la limpieza, la seguridad…  Los hospitales dependen cada vez más de empresas eternas, en detrimento de su autonomía y de la coordinación  en el cuidado—integral— de los enfermos. La cercanía de los recursos es esencial cuando hablamos de la atención hospitalaria. Almacenar racionalmente tiene sus ventajas y permite cubrir el impás de tiempo en las  situaciones de emergencia.

A propósito de la falta, o  el recorte de materiales básicos se desarrolla la escena que comparto en el relato de hoy. La ficción  está cargada de ironía, de indignación. Está enmarcado en una guerra cualquiera, en cualquier lugar del mundo y ambientado en épocas pasadas.  Hace años que lo escribí.  En las guerras hay carencias para unos,  y privilegios para otros. En una guerra  las prioridades cambian. En las guerras se embrutecen los individuos; es en ellas donde aparece lo mejor, o lo peor del ser humano.  En demasiadas ocasiones, la ética y la humanidad se prostituyen en favor del interés, la estrategia militar y la obediencia , por los intereses políticos, mezclándose en una especie de revoltillo. De ahí el título del relato. También de ellas emergen héroes y  aflora la solidaridad.  El cine alberga numerosas y buenas películas que  lo evidencian…


REVOLTILLO (fragmento)


—¡Desalojen! ¡Todo el mundo fuera! gritó un hombre uniformado, abriendo la puerta de par en par con brusquedad.

Súbitamente, una ráfaga de balas destrozó la puerta acristalada, y las macetas que enmarcaban la fachada de la casa, donde hacía unos instantes lucían unas frondosas plantas a las que cobijaban unos mamparos de madera noble labrada —que habían constituido antaño el exquisito decorado de las paredes de aquel lujoso hotel—, ahora yacían en el suelo, destrozadas por el impacto de las balas.

Un joven soldado empujó, a golpe de culata, a una docena de personas que todavía permanecían de pie, aterrorizadas ante la salvaje y súbita incursión de una avanzada del batallón Blood, cuyo mando recaía en el mayor Lumbreras. Afuera, en la calle, el estruendo de las bombas y el silbido de las balas no hicieron más que añadir una sensación de caos insoportable. Los montones de cascotes y los edificios derruidos se adivinaban entre la polvareda y el hedor reinante, que provenía de algunos cadáveres que yacían bajo las montañas de escombros, a causa de otro bombardeo que había tenido lugar hacía más de una semana. Por fortuna, habían dejado de sonar las estridentes sirenas de las ambulancias que, sorteando las bombas, justo acababan de estacionar en la calle, frente a la puerta.
De inmediato entró en aquel local un pelotón de militares vociferando:
—Muévanse y dejen paso. ¡¡Ostias!!
—Pero… ¡Qué hijo de perra! ¡Eeehhh, tú! —gritó un sargento, cogiendo rápidamente por la ropa a un escuálido hombre que estaba cerca de la puerta—. ¿Estabas intentando escaparte?
—No, señor…
—Tú, vigila mejor —dijo a uno de los jóvenes soldados, que sujetaba el fusil como si fuera un ramo de flores.
—Sí, señor.
—¡¡Espabila, soldado!! Que estos malnacidos son capaces de quitarte el arma y matarnos a todos. ¡Como vuelva a ocurrir! —dijo amenazándole con el mugriento dedo índice apuntando hacia sus ojos—, ¡te quedas sin rancho y haciendo guardia hasta nueva orden! Quedas avisado.
Dicho esto, arrinconaron a los civiles en una estancia contigua, en cuya puerta lucía un letrero «Salón Delicatessen». Entraron tres uniformados más —estos con ciertos espolones, y, metralleta en ristre, dispararon algunas ráfagas al aire, para intimidar a los rehenes.
—¡Dispararemos a todo el que intente salir de este recinto! ¿Está claro?
Los soldados se repartieron por las estancias del local en guardia, comprobando que no hubiera algún refugiado de las fuerzas enemigas. Una vez tuvieron la certeza de que no había nadie, uno de los soldados responsables gritó:
— ¡Todo en orden, señor!
Procedan, pues —dijo impasible el mayor, mientras se desabrochaba el cuello del uniforme—  y subía al piso de arriba para aposentarse, acompañado por una voluptuosa joven, a la que le cogió el cigarrillo que estaba fumando para darle un par de caladas, pero se manchó con el carmín que lucía la joven, quien se apresuró a pasar su dedo por los labios del mayor, riendo.
Detrás de él subió su secretario —un tipo delgado y repeinado con brillantina, que también hacía de porteador del equipaje del mandamás—. Subió, pues, tras él, cargado con una maleta y una caja de víveres, de la que sobresalía el cuello de una botella de un caro licor. 

En unos instantes, el local de la planta baja se llenó de gente que iba y venía. Algunas ambulancias pasaron de largo, llevando a los pacientes evacuados del hospital bombardeado hasta una iglesia que todavía quedaba en pie, donde establecerían el hospital en el que permanecerían los convalecientes hasta que pudieran ser llevados a un hospital en condiciones, lejos del frente.
Un equipo de médicos y sanitarios —supervivientes del hospital bombardeado— entraron con diligencia en el hotel, cargando con algunas cajas de madera y con los maletines donde llevaban sus enseres básicos. Rápidamente juntaron varias mesas en un reservado de la sala, y un hombre alto y moreno, que llevaba una bata blanca sobre el uniforme y un fonendo colgado al cuello, le dijo al joven y delgado soldado que custodiaba la puerta del salón de los rehenes:
—Vacía la encimera del aparador, ese que está debajo del reloj de pared, justo al lado de las puertas de la cocina. Y deja las jarras de agua, los manteles, las servilletas; y los vasos y los cubiertos que haya en los cajones, también. Ponlo sobre el mármol de la cocina.
—¡A la orden, señor! —dijo el muchacho, muy cohibido y nervioso—. Pero el mayor…
—¡Date prisa! Ya hablaré yo con él. Eres el que está menos mugriento de los aquí presentes. ¿A qué esperas?
—¡Sí, señor! A la orden, mi capitán —dijo, cuadrándose.
—A ver, tú —dijo a un soldado alto y fornido que acababa de entrar por la puerta—. ¿Haces algo en este momento?
—Tengo fiebre, señor y venía a…
—¡Pamplinas! Bebe un poco de agua y tómate una aspirina; y ve a custodiar a los rehenes. Cuando pueda atenderte ya te relevarán.
—Sí, señor. A la orden, señor —dijo sin rechistar.

En esos momentos, aprovechando el vaivén de las puertas, se coló una de las enfermeras en la cocina. De inmediato encendió el horno y cogió unas bandejas metálicas que había en la encimera. Unas eran rectangulares y otras con forma de riñón. Y también cogió un par de bombonas metálicas rejadas, que contenían las pocas gasas que les quedaban para esterilizar.
—Tardaremos una hora o más en tener a punto el instrumental —le dijo al capitán médico, que justo entraba detrás, siguiéndola, como siempre, mientras la joven volcaba estrepitosamente el contenido de la caja del instrumental que había cogido con anterioridad de la sala.
El capitán era un hombre dominante y mujeriego que sabía manejarse bien con los mandos de la plana mayor. Su socarronería era conocida por todos. Y era temido por casi todos los que estaban por debajo de su rango, debido a sus violentos ataques de genio, pues cuando apretaba la mandíbula y sus ojos negros parecían echar fuego, solía despacharse con puñetazos y patadas en la mesa o en la puerta, como colofón a sus exigencias y despropósitos.
—Ponga especial cuidado con mi instrumental nuevo, ese que tiene el mango de oro, que me lo regaló el comandante y está recién afilado. Es para mí, o para los oficiales, si lo he de menester. Cuando esto acabe, voy a llevármelo a casa.
—¿Y eso? —preguntó Bárbara con extrañeza—. ¿A su casa?
—Quiero abrir una clínica en el centro de la ciudad cuando vuelva. He solicitado una excedencia para cuando acabe todo esto, Bárbara. Los altos mandos rumorean que este bombardeo ha sido el último y que se firmará la paz en los próximos días. A ver si esta vez es verdad… Quiero reincorporarme a la vida civil. Es el mejor momento.
¿El mejor momento?
—Sí, claro. Hay infinidad de heridos y mutilados de buena posición, oficiales y civiles que no repararán en gastos para mejorar sus cicatrices y su apariencia —argumentó, jactándose de la fama que había adquirido como cirujano en las altas esferas.
—Pero ese instrumental se ha comprado con dinero del ejército, por muy regalo que sea —replicó Bárbara, visiblemente indignada—. Yo también me entero de lo que se cuece en la plana mayor, ¿sabe?
—Pues no debería usted saber tanto, que algún día puede tener algún contratiempo, hágame caso. Aunque no lo crea, le tengo mucho aprecio, Bárbara, es usted una buena enfermera. —Y, mirándola de arriba a abajo con un conocido brillo en los ojos, añadió—: Una mujer inteligente y guapa como usted, si quisiera…
—No me regale los oídos. Y no. No quiero nada. Usted y yo no nos parecemos en nada, ¡a Dios gracias! Es usted un buen cirujano, pero no puedo hacer la vista gorda, capitán. Aquí no podemos atender a estos chicos como se merecen, y ustedes están menospreciando sus vidas y despilfarrando el dinero del contribuyente ¡por galones!
—No es para tanto, mujer. Todo el mundo quiere vivir bien y despilf…
—¿Es música lo que se oye? —dijo Bárbara interrumpiéndolo y acercándose a la puerta de la cocina con una mueca de desdén—. ¿Lo ve? Es indignante.
—¿El qué? Ahhh, lo de arriba. Pues creo que se lo están pasando bien. ¿De qué sirve el rango si no?
—Usted sabe, igual que yo, lo que ocurre. Desde luego, en la suite se lo están pasando en grande. Y no reparán en gastos. Nada que ver con lo que ocurre aquí abajo.
—¿Se da cuenta, Bárbara? Usted podría vivir mejor si no fuera tan… ¿cómo decirlo sin que se ofenda? ¿Rígida? Si dejara hacer y aceptara lo que podemos ofrecerle, viviría mucho mejor y podría disfrutar de algunos favores. Yo mismo podría… —dijo, acercándose a ella por detrás, intentando camelarla.
—Ni hablar. No me va a convencer. Es una cuestión de principios, señor —dijo, apartándose de él.
—Como quiera. Lamento su decisión, Bárbara. Y su actitud, pues pudiera llegar a oídos del comandante. La verdad que no querría que…
—Pasooo… ¡Despejen la entrada! ¡Apártense! gritó el soldado que custodiaba la puerta, mientras bajaban a algunos heridos de una ambulancia que acababa de aparcar en la puerta.

El pulso que mantenían a viva voz la enfermera y el capitán médico quedó interrumpido ante la entrada de una nueva tanda de camillas, dejando a un chaval herido de gravedad sobre tres mesas de lo que había sido el restaurante y que, a modo de mesa quirúrgica, el resto de enfermeras había cubierto con blancos manteles, pues apenas quedaban tallas y había que reservarlas para los más vulnerables.
El capitán médico y cirujano, el doctor Mondongo—al que llamaban así porque siempre andaba con las manos metidas en las entrañas de alguien— era el capitán médico del batallón. Y además del mote, tenía fama de malas pulgas.
Un joven soldado malherido, que pusieron delante de él los camilleros, se quejaba a voz en grito. El capitán levantó los jirones de ropa embarrados y ensangrentados del roto uniforme del chaval y observó detenidamente aquella herida, por donde asomaba el paquete intestinal agujereado, rezumando sangre a borbotones, y algunos otros fluidos y heces. Con cierto desdén, hizo una mueca con la comisura de la boca. Luego cubrió la herida con los mismos jirones y ordenó que lo pusieran en la sala de desahuciados, ante las miradas sentenciosas del personal de enfermería y de los que aguantaban la camilla.
—¿Estáis dormidos o qué pasa?
—Señor, si nos permite....
—No permito nada. ¡Es una orden! ¡No podemos gastar más tiempo y dinero en los que seguramente no tienen remedio! Ya se verá… El mayor quiere gente que pueda ponerse de pie y combatir. O sea, que este va a esperar en la otra sala, colocado con un poco de morfina, que lo mismo no hay ni que operarlo dentro de un rato.
—A la orden —mascullaron entre dientes los soldados camilleros, mientras que sus ojos brillantes se resistían a dejar escapar la lágrima que bañaba tímidamente sus pestañas, pues el herido estaba escuchando perfectamente su sentencia, y era su compañero de trincheras.
—¡A ver! He dicho que primero entren los que tengan arreglo fácil, para que se incorporen cuanto antes a las filas. ¡¡No voy a repetirlo!! —dijo con mal talante.
—A la orden, señor —repitieron sumisos, aunque indignados.
—Traedme a esos dos —dijo, señalando a dos soldados que estaban de pie y que sangraban a chorro.
Metieron pues al primero, que tenía la mejilla estallada y un par de muelas a medio arrancar.
—¡Siéntate! Vaya, has tenido mucha suerte, chaval. ¡Abre la boca! —dijo sin hacer pausa alguna—. Y tú, aguántalo bien para que no meta las manos donde no debe —dijo al soldado que le ayudaba.

Casi de inmediato, le hizo una seña con la cabeza al soldado que sujetaba al herido y, con unos alicates, de un tirón acabó de arrancarle de cuajo las muelas.
—Ahhhhhhh —gritó el herido.
—¡Muerde esto! —ordenó con prisas el cirujano, poniéndole un palo de madera en la boca para que no le mordiera a él, mientras cogía con los dedos la misma gasa con la que había taponado los orificios de las muelas por dentro hacía unos instantes. Con la misma torunda, taponó el agujero de la mejilla, mientras le daba cuatro puntadas. Zurció y frunció aquella carne estallada.
—Pero, señor… —dijo Bárbara.
—No tengo tiempo para bordados delicados —dijo, mirándola de mala gana, mientras pintaba la herida con un antiséptico potente, al que llamaban coloquialmente Matalotodo, que era el que utilizaba el ejército por metros cúbicos; y le dio al chaval un botellín y una gasa para que la fuera mojando y se diera unos enjuagues y unos toques internos durante una semana. Luego sacó una aguja hipodérmica de metal y una jeringa de vidrio milimetrado de una cajita metálica. Y le inyectó, con una expresión desagradable, un antibiótico potente en el cachete del culo, pues las enfermeras estaban adecentando a los heridos, que ya habían copado al completo el vestíbulo. Le fastidiaba enormemente hacer de pinchaculos.
—¡Siguiente! Tú, comotellames, quédate aquí que me tienes que ayudar un rato a sujetar a estos —dijo al tímido soldado al que había amenazado hacía un rato.
Cogiéndose una mano con la otra, se acercó quejándose un muchacho con la cara tiznada, que tenía un dedo colgando y que sangraba profusamente.
—¡Has tenido suerte, chaval! ¿De dónde eres? ¡Sube la mano! Tú, aguántasela con fuerza.
—De Bu…
Raac, raac.
¡¡Ayyy!! ¡Jodeeeeeer…!
Con las tijeras, el cirujano le cortó el dedo que colgaba y lo tiró a un cubo que tenía bajo la mesa. Recortó con una especie de alicate el hueso que sobresalía y el chaval se desmayó de puro dolor. Luego hizo una tapa con el colgajo de piel sobrante y le echó un chorro de solución Matalotodo, tras lo cual le puso una gota de cianocrilato de metilo en vez de suturarlo, para tapar el boquete sangrante con aquel adhesivo rápido, mientras el soldado sujetaba al chaval inconsciente, pues la anestesia era escasa y se reservaba para heridas de mayor categoría.
—Sujétale la mano en alto unos minutos —dijo secamente.

Luego, el cirujano se lavó con jabón y una solución desinfectante los guantes aún enfundados. Los secó y se los quitó, pues los había estado reutilizando en repetidas ocasiones. Y se lavó las manos…  (….)



                                                                        *****


Me costó escribir  una escena de guerra. No me gustan las guerras. Ni las películas de guerras. No obstante, fueron mis deberes en la clase de escritura creativa cuando estudiaba. Recuerdo que pensé: ¡Hasta para escribir un relato o una novela,  tienes que aprender a matar y familiarizarte con la violencia!  Quien haya leído EntreTRENimientos  sabe que no me extiendo en las escenas en que se den estos hechos,  y suelo ceñirme a lo que está justificado por la trama. No soporto las películas en que las escenas violentas y los asesinatos, son un fin en sí mismos, para  divertimento del espectador.  ¿Divertirse viendo escenas violentas?  ¡No puedo entenderlo!  Quizás porque he convivido profesionalmente muchos años, diariamente con el sufrimiento de las personas y con la muerte...

La humanidad ganaría en calidad y en enfocar la vida de manera positiva cultivando las estrategias que conduzcan a La Paz.  Al sosiego. Al diálogo y la negociación para solucionar los conflictos.  Recuerdo una famosa frase promovida por los objetores de conciencia en los años setenta, que decía así:  [ "Si quieres La Paz, no prepares la guerra"].  

La semilla de una guerra se siembra  expresa y periódicamente en el mundo—aquí o allá, donde resulte mas rentable, conveniente y fácil—. Bien sabido es, que de las guerras surgen nuevos ricos y que, los que ya lo eran, se afianzan. Y los que son pobres, no tienen nada que perder, que no sea su angustiosa vida. Es un negocio para unos pocos.  Es triste y desolador que todos los despropósitos que concurren en una guerra, se argumenten y justifiquen en la territorialidad, la soberbia, el odio, el racismo, la prepotencia, los intereses, las alianzas y supuestas lealtades…—una sarta de excusas, mentiras y justificaciones—  que, al final..., sea en el norte-sur, en el este ú Oeste, siempre se solucionan ..."con un puñado de dólares".



Para quitar un poco de hierro en la despedida de esta entrada, os dejo con una conocida pieza; "Por un puñado de dólares", del magnífico compositor Ennio Morricone. He preferido poner el vídeo de la orquesta, pues en él se  pueden observar los instrumentos utilizados para esta famosa melodía, con la que enfatizo el párrafo anterior.  

Afortunadamente también en las guerras y conflictos  aflora del corazón, la empatía, la compasión, la solidaridad, el coraje y el compañerismo; el amor.  Me quedo con  ello.

¡Hasta la próxima entrada! 















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