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miércoles, 3 de junio de 2020

#loscuentosdeflora


¡Bienvenidos de nuevo!


Dado que aún estamos en estado de alarma y no hemos retomado nuestra actividad normal—aún—,
he pensado en  editar en el blog algunos escritos que hice, avuelapluma,  en mi página de Instagram @florasmithbcn para amenizar  este tiempo  en que  sufrimos de un cierto tedio. La verdad que todos estamos cansados ya de este ritmo de inactividad, pero no tenemos que bajar la guardia; es necesario que tengamos un poco mas de paciencia para finalizar con ciertas garantías que esta pandemia no nos vuelva a sorprender de manera indeseable. Sabemos todos que  habrán  rebrotes  y picos de infección   pero hemos de saber manejar nuestra vida para   minimizarlos y acotarlos, manteniendo distancias y protegiéndonos unos a otros con el uso de las mascarillas.

Como estos escritos son breves y, los hashtags sobre quedarse en casa  y sus sinónimos ya nos hartan, he decidido titular esta entradas con  #loscuentosdeflora, confiriéndoles así  un matiz  mas cálido. Quiero matizar que no son cuentos propiamente, sino reflexiones, microrelatos o anécdotas contadas en prosa, en los que me apeteció crear una atmósfera intimista.


Gracias por vuestro seguimiento. Espero que los disfrutéis.


AVUELAPLUMA

                                                      Imagen de  Pixabay 


La muchacha trabajaba como pinche en la cocina de Hard Castle, bajo las órdenes de la cocinera, la señora Cuk —una mujer rotunda y afable—,  que bregaba con aparente severidad, con los chiquillos que le enviaban del orfanato, pues se hallaban hacinados y era costumbre que  algunos de los que estaban sanos, fueran acogidos por  alguna ama de llaves compasiva en  los muchos castillos de la rica comarca, donde los mantenían a cambio de  su colaboración en los trabajos de las caballerizas, la cocina y la lavandería. Los mas correctos, agraciados y obedientes pasarían años mas tarde al servicio de aprendices, auxiliando a mayordomos y  doncellas.

Así pues, los niños ayudaban en el día de mercado, traían la leña par los fogones y baldeaban la cocina a cambio de un plato caliente y algún chusco de pan.
El pacto del Sr. Purple —el dueño de aquella mansión escocesa— con el orfanato, fue recomendado por la ama de llaves —una mujer  de expresión adusta, con un moño repeinado y vestida de negro hasta los botines, cuyo perfeccionismo crispaba al mas pintado; la Sra Cuk no soportaba su talante tajante y drástico y siempre que podía disimulaba  o callaba las pequeñas picardías de aquellos niños hambrientos, también de cariño.

En el orfanato les habían puesto unos nombres horribles: a los gemelos, Arsénico y Bromuro, y Dolores y Angustias  a las niñas , por lo que la cocinera, les adjudicó a los niños un mote cariñoso, que, a modo de juego, los niños aceptaron de buen grado y que se basaba en alguna característica peculiar de cada uno de ellos.

Y así llamó al mas menudo de los mellizos— el pelirrojo—: Shus, porque le gustaba probarse todos los zapatos que el mayordomo ponía en fila para abrillantarlos, y a su hermano, lo llamó Grin, porque le gustaba usar y revolcarse en la hierba.  A la niña mediana le encantaban las magdalenas y ayudaba a la cocinera con la repostería, y por ello, le puso Keik. La niña más mayor era una adolescente rubia que solía quedarse embobada  con la mirada perdida, soñando, cuando  miraba el cielo o El Valle. Le gustaba mirar los pájaros en silencio, mientras tendía los manteles. Su mayor ilusión era leer las recetas de cocina, el periódico atrasado y algún libro de la biblioteca que su coetánea—Nice, la hija del señor Purple, le prestaba a escondidas de su padre.
La huérfana aprovechaba sus escuetos ratos de descanso para salir al jardín trasero—el del servicio—, para leer, tendida sobre la hierba. La señora Cuk, se asomó a la puerta y secándose las manos con el largo mandil, se ajustó la cofia sobre sus cabellos plateados; y contemplándola, sonrió. Y la llamó Sosiego.

                                                                     *****

LOVESTORY

— De bizcochos y croquetas—.
( Créditos históricos y agradecimientos a quien corresponda)




Sabido es, que el origen del bizcocho se remonta a los tiempos de Ramsés y que las pirámides guardan su receta original. Aunque, no sería hasta el siglo XIII cuando se elaboraría con esta textura esponjosa con que lo conocemos hoy y que dicen que inventó una cocinera francesa, para deleite de un miembro de la realeza rusa que vivía en Francia.

Tambien servidas ante el rey Sol, las croquetas, quizás inventadas por el cocinero francés Luis de Bechamel—aunque algunos las atribuyen a los italianos—, fueron una delicia para el paladar y que fueron también reseñadas por escritores como Alejandro Dumas—al que imagino ensartándolas con un florete— y que también incluyó en sus recetas, nuestra Emilia Pardo Bazán.

Mas allá de las cocinas de la realeza y de los ingredientes empleados—sin duda la base de tal exquisitez—, quisiera, no obstante, hace hincapié en la importancia social de tales manjares, pues seguramente se debió a la afición de las cocineras de cada hogar.
Probablemente fueron las mujeres las que supieron divulgar la regia receta, pues sabido es que entienden del aprovechamiento de sobras, carnes y cocidos; generosas en la adición de  harina, leche y huevos, impregnaron sus manos cálidas con aquella masa con la que alimentaron con cariño a sus infantes desnutridos y a sus ancianos desdentados.

Aquellos bizcochos y croquetas permanecieron en el recetario familiar hasta nuestros días, y en cada generación medraron  guardadas en un cajón para, correr la receta de boca a oreja en las cocinas, al calor de los recuerdos de una entrañable historia de amor...

                                                                           *****




     Agradecimientos a Pixabay / autor/a: Nak/Nak/Nak


Hablando de cocinas, ¿sabíais que en Irlanda del Norte—en  el condado de Leitrim—,  existe un castillo muy interesante? Es el castillo de Dunluce, —el de esta fotografía—.
La Cocina  se derrumbó en el siglo XVI y se despeñó a plomo por el acantilado, a causa de una falla en la base del acantilado de basalto, provocada  seguramente por los envites del mar. Cuentan las leyendas, que solo sobrevivió el pinche de La Cocina...

 ¡Para que digan que La Cocina no tiene riesgos!


¡Hasta la próxima entrada!







jueves, 23 de abril de 2020

Cuentos de Sant Jordi . "El Confinado" #loscuentosdeflora

¡Bienvenidos!

Este año Sant Jordi es diferente. Este año  San Jordi tiene apellido.  ¡Con algo he de entretenerme! Es la primera vez que permanezco en casa sin compartir con amigos y lectores esta festividad en la parada de los libros y rosas del Barrio de Gracia en Barcelona, y la verdad que me siento extraña. Celebrar la fiesta en común, con el resto de la sociedad, es muy gratificante. Es nuestro día. El de escritores y poetas. Un día muy especial en el  que, meses antes nos esforzamos en acabar nuestras obras y  solemos "guardarlas" como primicia literaria  del año, para presentarlas a nuestros lectores.

Sant Jordi es la fiesta de todos. Es la fiesta de los lectores, que comparten su afición y hojean  y acarician los libros mientras escogen, tanto en librerías y, sobre todo las paradas de ramblas, plazas y calles de Barcelona, donde conocen de primera mano a escritores y poetas. Los talleres literarios al aire libre suelen ser una parte lúdica de la fiesta. La guinda es obtener un libro firmado por su autor. Es un ritual que proporciona gran satisfacción tanto al lector como al escritor, en un breve tiempo en  el que surgen comentarios interesantes sobre la obra. Tambien es el día de las editoriales, pues incrementan las ventas y contactos en un porcentaje estimulante. Este año, gracias a las nuevas tecnologías, todo será online…

Obtendremos el producto; el libro o la rosa. Pero parte de su valor no se disfrutará. También es el día de la rosa. No hay uno sin otro. Un intercambio singular  e identitario: rosa por libro. Un ritual, una costumbre que fomenta la cortesía , la ilusión y la sociabilidad, puesto  las calles se llenan de gente y colorido en un clima festivo y cordial…
Pero las circunstancias este año son las que son y habrá que posponerlo para tiempos mejores. Algunos  libros, en estas fechas  se recibirán  mediante la mensajería a domicilio, solitarios y encorsetados en un embalaje de cartón,  con la entrega a distancia de los  mensajeros que, fatigados ante tanto estrés y sobre esfuerzo en su trabajo,—en estos días que todo se compra en las redes— , no podrán transmitir, ni tampoco les corresponde,  una entrega ilusionada  puesto que no son libreros; esos que  amorosamente  cobijan con cuidado los libros entre sus compañeros de milhojas, apilados unos junto a otros sobre la tarima de un caballete poniendo un cubo de rosas a su vera…
También la rosa, impregnada de poesía y soledad,  será entregada por la floristerías a distancia, quizás con mejor talante, puesto que la fragilidad  de la rosa es un valor añadido para el esmero del mensajero.


Sant Jordi 2020
Quizás  alguna rosa furtiva, nostálgica y solitaria  visite las calles antaño repletas de gente, llorando su desdicha, buscando un libro furtivo o  una mano caritativa que la recoja de suelo, para regalarla a alguien, antes de que el paso del tiempo la marchite. El dragón permanecerá —con mascarilla—al pie de la torre de la princesa, velando para que no salga en busca de su amado. Y Sant Jordi —El Confinado— no saldrá del castillo hasta que  las huestes de  Virus Coronado, abandonen el sitio...
                                                                     ****

Por otra parte, es un año magnífico y excepcional, en que la contaminación ha descendido muchísimo desde que se inició el confinamiento. No hay aviones en el cielo, que luce un azul no conocido, precioso. Los animales salen de sus escondrijos visitando las ciudades, curioseando un entorno  que les fue arrebatado por la acción del hombre y  que limita con el asfalto, el ruido  de la maquinaria de de y las miles de personas que los asustamos cotidianamente por tierra mar y aire.

El silencio  presente en estos días es abrumador. Mágico. Magnífico.  Se escucha el canto de los pájaros y las gotas de la lluvia en medio de la ciudad, donde se respira mucho mejor. Abril ha recuperado sus aguas mil y nos regala un contraste de colores tus las cortinas de lluvia; lágrimas del cielo, que seguramente son de felicidad…  Un año de cambios y contrastes. Un año duro y esperanzador. Ciertamente la economía se resentirá, porque el virus y el confinamiento se ha producido  sin apenas avisar. Sin embargo, no puedo menos que, como tantas ocurrencias,  en lo beneficioso que sería  que, cada año, se disminuyera de manera programada la actividad  industrial, el consumo y la actividad humana; la movilidad durante un período de quince días, en todo el mundo. El planeta respiraría, se autolimpiaría; le daríamos una posibilidad de regenerar el daño que le infringimos y que a su vez impacta en nuestra salud. Lograr aunar una limpieza mundial en  que por espacio, por ejemplo de una semana, se retiraran basuras, plásticos y residuos del medio ambiente, además del plan de recuperación habitual que ya debiera estar implantado por los gobiernos de los diversos países, es imprescindible un pan mundial de limpieza, reducción, recuperación y reutilizaron de residuos.  Es imprescindible observar y  entender,   que el envenenamiento  que provocamos en el planeta revierte en nosotros y en el resto de especies de tierra mar y aire. La humanidad está provocando su propia degeneración con la destrucción de su medio natural.  El cambio está aquí si queremos asumirlo. Un gran reto… ¿Dragones? ¡Nimiedades!

                                                                       ****

En este día excepcional y extraño, comparto  excepcionalmente,  tres relatos en esta entrada de Sant Jordi,  acorde con la festividad que nos ocupa, por si os apetece leer y pasar de mejor manera esta festividad.  [— San Jordi - sigue- vivo- en- las- redes— ]

El primero está reeditado de una entrada antigua del blog. Otro está editado en mi página de Instagram @florasmithbcn — que os invito a visitar— ;  y el último es inédito, para conmemorar este año 2020  y el que da título a esta página.

                                                                         *


Cuando me pongo a escribir,  suelo disfrutar de la habitual compañía sosegada de mis perros que se acomodan junto a mi, al lado o debajo del escritorio y allí permanecen todo el tiempo que dedico a la escritura, sumergida en mis mundos y navegando en mis sueños. Creo que a mis perros les arrulla el  ritmo del tecleo de la  vieja máquina de escribir, pues se pasan horas dormitando tumbados cerca de mis pies y cuando paro de teclear, mueven las orejas y suspiran. Quizás  sueñan o se imaginan historias…¡Quien sabe!


CUENTO  I 


LA  ARMADURA

Todo ocurrió súbitamente  ayer  por la tarde, mientras  escribía. Mis perros dieron un respingo y salieron corriendo y ladrando insistentemente hacia la puerta. Olfatearon  la rendija que hay entre la puerta y el suelo — por la que  se filtraban algunos hilillos  desmadejados de  humo negro—. Gus y Yak gemían nerviosos de pura desazón, arañando la puerta con las patas y ladrando con ansiedad. Pensé que había un incendio y me alarmé.  Pero unos fuertes golpes—como de algo metálico—,  resonaron tras la puerta, en el rellano de la escalera. Y deduje  que, o ya habían llegado los bomberos y estaban intentando descerrajar la puerta del vecino—, o bien que ocurría algo extraño y misterioso. 
Como no oía voces ni sirena alguna, me dispuse a indagar lo que ocurría—eso sí, muerta de miedo—. Asustada ante aquellos extraños golpes, cogí una espada de mano que tenía colgada en la pared—que era un recuerdo de mi padre, pues había sido herrero—  y seguidamente destrabé el cerrojo y me puse en guardia, levantando la espada aunque me temblaban las piernas;   armándome de valor, ordené a los perros que se apartaran mientras metía el pie en la abertura y con un gesto decidido abrí la puerta con él.

Cual fue mi sorpresa al descubrir que, tras las volutas de humo había un pequeño  y tímido dragón, con unos grandes ojos llorosos. Con mirada suplicante y con expresión asustada, se protegía  con sus patitas tras el escudo de su atacante, que lo empujaba contra la pared. El animalito gemía desconsolado enroscando su cola, mientras unas diminutas llamas humeantes salían de su naricilla. Frente a él, agrediéndole ensimismado, había un apuesto caballero  vestido con una armadura tiznada, que lucía un conocido blasón. Blandía su espada bastarda muy obcecado, cortando el aire a diestro y siniestro  y  no con buenas intenciones, a la vista de lo que contemplaban mis ojos.
—¡Ven aquí, monstruo! ¡Bestia inmunda! —gritó  con rabia. ¡Pelea!
—¡Basta ya! —grité con ganas.

Sorprendido ante mi súbita entrada en escena, el caballero se  quedó atónito; paralizado. A modo de cómic podía describirse así: caballero  chamuscado;  inmóvil; con la espada levantada y boquiabierto, con los ojos  salidos de sus órbitas,  asomando por fuera de su yelmo.  La espada en alto pesa mucho y  vence con su peso el equilibrio del caballero, que da un traspiés y  cae hacia atrás. Fin de la escena.

Entonces, reconocí quien era. Y  reaccioné  con  un grito para llamar su atención:
—¡Eh..!  ¡Tú! ¿Pero se puede saber que estás haciendo?
—Cumplo con mi cometido…— contestó con voz  grave y  con porte muy ufano— .
—Ya... ¡Ya  se lo que pretendes! ¡Cada año lo mismo! ¡Bruto! ¡Desalmado! Anda—dije apoyando mi espada en el mueble de la entrada del piso. ¡Toma!  ¡A ver si te atreves con esto!—grité retándolo—, mientras le lanzaba el montón de libros que tenía apilados sobre la mesilla del recibidor para devolverlos a la biblioteca.

Viéndome tan cabreada,  aquel hombre vestido de hierro reaccionó instintivamente y soltó la espada para coger los libros  que  le había tirado a la altura de su cara, —seguramente  para protegerse  del peso de tanto conocimiento—.

Mientras, el pequeño dragón pasó por mi lado como una exhalación  humeante y se refugió en mi casa. Los perros  ladraban  ansiosos ante todo lo que ocurría sin saber que hacer,  cuando de pronto, el  maldito escudo resbaló escaleras abajo armando un estruendo colosal, dando tumbos de peldaño en peldaño; los canes se  asustaron y también corrieron al interior de la casa para refugiarse con la cola entre las patas.  Los vecinos ni se atrevieron a salir a ver que pasaba. Pero seguro que  mas de uno debía estar fisgoneando en silencio por la mirilla de la puerta.

Con los brazos en jarras, miré  al apuesto caballero de la cabeza a los pies y le dije:
-¡Pero bueeeeno! ¿Te das cuenta de la que estás liando? Seguro que suben la derrama de la comunidad con tal estropicio.
—Pero si yo no…
¡Ahh!…—Veo que en el fondo valoras los libros, puesto que has soltado la espada, en vez de cortarlos por la mitad. No sé porqué te da vergüenza  reconocerlo. ¿Qué pasa, que no hay otra manera de solucionar los conflictos que a golpe de espada? ¡Qué desastre!  Anda, toma —dije ya más  calmada, dándole unas monedas—, ¡que seguro que no llevas bolsillo donde llevar dinero en esas  mallas!

(Y dicho esto,  ví que le sentaban la mar de bien.)

El caballero aguantó estoicamente el chaparrón en silencio. Seguramente porque le había quedado trabado el barbote del yelmo, del cual tiraba con fuerza  para poder zafarse de él.  Entonces le dije:
—Ve a la floristería que hay en la esquina  y cómprale una rosa al dragón, que el libro ya se lo regalo yo—añadí muy resuelta. Al fin y al cabo también es un personaje relevante en esta historia. ¿No crees?
—Bien mirado, tiene razón mi señora—dijo el caballero—, quitándose por fin el yelmo y atusándose los largos cabellos negros que  ahora enmarcaban su cara sudorosa.¡Que sería de mí sin él!

(¡La verdad que era guapo el puñetero…! ¡Qué ojazos!)

— Voy a ver como está el dragoncito ¡No tardes!
— Pero si me permite, yo …
—¿A qué estás esperando...? ¡Corre, que van a cerrar! Voy a prepararte una tila y un tentempié para cuando vuelvas, a ver si te calmas, que seguro que no has comido nada.

El caso es que Jorge no se atrevió a decir nada más  y traspasó el dintel cargado con los libros; los dejó sobre el recibidor y bajó corriendo las escaleras de tres en tres, diciendo:
—Esperadme bella dama, que no he de tardar…

Una cascada de sonidos metálicos  como de quincalla, delató un fortuito traspiés  con su emblemático escudo, pues la luz de la escalera se había apagado  inoportunamente. Cerré la puerta resoplando y arremangándome el jersey,  pues todo esto me había puesto de los nervios y últimamente enseguida me acaloro.
—¡Cada año igual!  (murmuré contrariada).
Y me fui  a ver por donde andaba el pequeño dragón. Lo busqué aquí y allá y no estaba en las habitaciones ni la cocina.  Y los perros tampoco. Intuí lo que ocurría y me dirigí  hacia mi dormitorio donde vi la puerta entreabierta y allí afuera, en el balcón,  estaban los tres.  Llamas—que así  se llamaba el tímido dragón—,  estaba acurrucado junto a mis perros, implorándome con su mirada que lo dejara refugiarse allí.  Me agaché a acariciarlo y se tranquilizó.  En esto, que una nube luminiscente nos envolvió...
……….


¡Ding, dong!

— Ya voy, ya voy — dijo mientras iba apresuradamente hacia la puerta. ¡Hola  Jordi, que sorpresa!
— Toma,  es para ti — dijo su apuesto vecino ofreciéndole un rosa roja—. ¿Puedo pasar? —preguntó mientras se quitaba las gafas y se atusaba el largo cabello oscuro, esperando impaciente en el dintel.

—¡Muchas gracias…! Que sorpresa, chico! ¡ Uy, disculpa!  Pasa, pasa, que estoy un poco atontada. Llevo toda la tarde escribiendo y ni siquiera me he levantado para tomar un café—dijo—recogién-dose el cabello y arremangándose el jersey, pues últimamente se acaloraba por nada. Espera un momento que ahora  tomamos un trozo de pastel si te apetece. ¿O te apetece mejor  una cerveza y algo salado?
—Mejor algo dulce a estas horas…
—Vale, pero antes  voy a apagar el ordenador, que está ardiendo —dijo con la rosa aún en su mano.

Jordi entró  en el piso, y siguió los pasos de su vecina, por la que suspiraba desde hacía tiempo.  Mientras,  el joven contempló fascinado la cantidad  ingente de libros que había las estanterías del salón. Y se puso a hojear algunos. A su lado había una máquina de escribir antigua: la carcasa era negra  con el teclado redondo y  con un reborde metálico—ese que fue la pesadilla de los dedos de los escritores noveles de antaño—,  que descansaba sobre una mesa de madera tallada, también antigua.
—Tu biblioteca parece un museo —dijo en voz alta. No me había fijado. ¡Que barbaridad!
Mmmm...
— Espera,  que no se qué dices. Estoy guardando lo último en el disco externo, no sea caso que lo pierda si se me estropea. ¡Que llevo un día, que ni te cuento!
— Cuenta, cuenta..¿que  novela estás escribiendo ahora? —preguntó acercándose  a su  voluptuosa vecina.

La joven se hallaba inclinada, apoyada sobre la mesa. Sus caderas  atrapaban como un imán la mirada de Jordi, al que le salían sus ojos de las órbitas.
—Sigo con  aquella historia  de la Orden de los Caballeros— contestó ella. Pero hoy estoy liada con un relato sobre la festividad, para relajarme un poco. Bueno, ¡ya está!  Ven, que voy a ponerla en agua.

Y el la siguió  en  silencio. Musa puso el tallo de la rosa  entre sus labios, mientras llenaba un jarrón con agua en la cocina. Y haciendo equilibrios para que no rebosara el agua, anduvo lentamente y dejó el jarrón sobre la mesilla de su dormitorio, sobre un posavasos.

—¿Una historia de Caballeros con yelmo y armadura? —dijo  Jordi emulando  a un caballero, con su espada imaginaria cortando el aire a diestro y siniestro, siguiéndola hasta  la puerta del dormitorio. 
—Si, claro.
¡Ejem!
 —¿Puedo pasar? -preguntó Jordi  mientras andaba  hacia ella.

Y quitándose por fin su armadura,  se puso trás  aquella muchacha que le había encandilado desde que llegara a vivir en aquel viejo edificio, a pie de playa;  y acarició sus cabellos con delicadeza y en silencio, recogiéndolos con sus dedos.  Y entonces la besó  en la mejilla. El espejo del tocador mostraba la escena de la muchacha sonriendo  con la rosa en la mano, mientras  Jordi recorría el cuello de la muchacha  lentamente con sus labios, rodeando con sus brazos  el talle de la muchacha desde atrás. Ella permaneció en silencio.  Entonces  Jordi levantó la mirada y la contempló en el espejo.
—Pues si —dijo la muchacha mirándolo a su vez.  Puedes pasar, aunque lo preguntas un poco tarde —contestó— mientras sonreía satisfecha-.
Y se giró, mirándolo embelesada. Entonces con la rosa recorrió lentamente  los  labios de su apuesto vecino.
—Me gustaría leer algún capítulo…—dijo  él  en un susurro y con una mirada más que sugerente.
—Puedes leer el libro entero si quieres —dijo Musa. Y entonces lo besó en los labios, dejando caer la rosa al suelo.
De hecho, aquella tarde comenzó  una nueva historia.


A la mañana siguiente,  los restos de un delicioso desayuno salpicaban la bandeja  que había sobre el tocador.  Y los pétalos de  la rosa, yacían sobre la cama. Musa, envuelta en un salto de cama transparente, cepilló su cabello ante el espejo del tocador haciendo tiempo.  Jordi abrió la puerta que daba al balcón del dormitorio y contempló el mar  mientras apuraba el café de su taza.  La muchacha se acercó  a él y lo abrazó con ternura. Luego lo cogió de  la mano y ambos regresaron al interior de la alcoba. Al lado de la puerta, sobre unas esteras, dormitaban Gus y Yak. A  su lado había una  curiosa figura  petrificada:  un pequeño y tímido dragón, que solo cobra vida cada veintitrés de abril, desde hace siglos...
…………….

La leyenda se ha conjurado con este cuento, en que  por fortuna nadie  ha resultado herido.


                                                                           ***


CUENTO  II



UNA HISTORIA DIFERENTE

Érase una vez, un caballero llamado Jordi—de la corte de Traspiés, señor del condado—, que tenía como mascota a un dragón verde muy grande: Llamas, que era vuestro bisabuelo.
Traspiés quería que sus caballeros fueran sanguinarios y que se partieran el yelmo por defender sus tierras, mientras él se ocupaba de las princesas de su castillo, defendido por una gran muralla y un foso con dragones rojos. En el castillo había una princesa llamada Rosa, a la que el señor del condado no había llegado a conocer, pues se escondía de él. Le infundía miedo.

Ella estaba enamorada de Jordi y éste le correspondía. Cada tarde Jordi y Rosa se veían a escondidas en la biblioteca. Llamas vigilaba para que no los sorprendieran y mientras, se entretenía leyendo un libro y comía algunas grosellas, pues sabido es, que a los dragones les encantan.
Pero el conde de Traspiés, entró por una puerta secreta de la biblioteca, y, enfurecido ordenó al caballero Jordi como castigo, que matara a su cómplice, el dragón, tras las murallas del castillo, y que luego se fuera, desterrado para siempre. So pena de muerte.

Montado en su caballo Jordi cruzó el puente levadizo con un libro y algunas grosellas ocultas bajo su armadura. Los soldados se llevaron a Llamas para que lo matara frente a las murallas, delante de todos. Y a Rosa la recluyeron para siempre en una mazmorra que había cerca de la torre, ya que rechazó  las lisonjas del señor del castillo.
Tras las murallas, Jordi le guiño un ojo al dragón, que, haciendo ver que aleteaba para defenderse, cogió el libro al vuelo y algunas grosellas en con la boca. El caballero Jordi clavó su lanza sobre el libro que el dragón se puso en el costado. Un zumo rojo tiñó la boca de llamas, que se hizo el muerto.

La gente aplaudió  entusiasmada ante la supuesta sanguinaria escena. Traspiés se retiró satisfecho a sus aposentos, pero en el balcón se  tropezó con el cronista del reino, que estaba a su lado. Pero el libro cayó al foso y se quemó. Viendo que el dragón seguía vivo y que habían urdido un engaño y habían huido, el señor del castillo haría falsear la historia para  siempre, para evitar el ridículo.

Dicen las leyendas que los aldeanos transmiten de boca a oreja, la historia cierta, pues el conde de Traspiés, prohibió escribir  y  publicar cualquier historia que no hubiera pasado por sus censores.
Pero lo cierto es que el dragón rescató a Rosa y  ambos se reunieron con Jordi en el país vecino, donde estaba desterrado.  La población  donde se asentaron, llamada  Incunables, y desde entonces, Jordi y el dragón  rescataron los libros genuinos, antes de que el Sr. de Traspiés los requisara, y con ellos abrieron  una librería en el pueblo, que los colmó de felicidad. Como el dragón era muy grande y no cabía por la puerta, un hechicero del pueblo hizo un conjuro y  Llamas paso a ser un dragón  con un tamaño mas  pequeño y volaba a placer por los altos techos de la librería, donde escogía los libros para los clientes. Le gustaba tanto leer, que le costaba desprenderse de ellos.  Así fue como me lo contaron...

Llamas, guardian de los libros

















                                                 
                                                                   ***


CUENTO - III



 SANT  JORDI  "EL CONFINADO".

Érase una vez, un caballero  mercenario llamado Odón El Cruel, que cabalgaba por los verdeantes páramos de un país llamado Ignorantia Supina—regentado por el rey Narh Ciso I—.  Como en muchas otras ocasiones, sus andanzas  eran financiadas  un malvado conde, que pretendía —a poco que pudiera—, derrocar a su regente. Odón el Cruel, seguido por sus secuaces, iba de castillo en castillo, secuestrando damiselas y doncellas  para llevarlas ante el conde de Enaguazar, quien las recluía para confinarlas a modo de  harén. También requisaba, por indicación expresa de su protector, todos los libros, legajos  e incunables  que cada castillo, monasterio o abadía, guardaban con celo, con el encargo de secuestrar a escribientes, maestros y poetas,  pues el conde  quería a toda costa, suprimir  las fuentes del saber. Entre ellos estaba el caballero Jordi, un noble inquieto que desde pequeño había sido instruido  en la lectura y la escritura por un monje, un amigo de su padre,  algo inusual en su profesión de armas.  Fue capturado y metido en un carro, como los demás.

A su llegada al castillo del Homenaje,  Odón El Cruel,  espoleó, chulesco, su caballo negro  para ensalzar su hazaña y cruzó  el puente levadizo seguido por una comitiva de truhanes y algunas carretas repletas de prisioneros; otras muchas estaban cargadas hasta las trancas con libros  y pergaminos de todos los tamaños. En el centro del patio de armas, hizo descargar  carros y carretas de libros y legajos y luego  entregó a  las mujeres al conde de Enaguazar, que fueron confinadas  en una de las cuatro torres esquineras del castillo amurallado.

En el foso, al pie de dicha torre, dos dragones rojos custodiaron a las doncellas para evitar que escaparan ; a Rosa—la única princesa del grupo—, la  habían separado del resto por su belleza y su origen, pues procedía de noble cuna;  ésta,  junto al resto de prisioneros,  anduvo por el camino de ronda hasta llegar a la torre gemela, donde dos dragones verdes separaron con sus llamas a los monjes y escribientes. Por deferencia a su nobleza, el caballero Jordi  fue confinado en la torre cercana a la barbacana, en la entrada al recinto amurallado, donde disponía de ciertas comodidades con las que soportar mejor su confinamiento; al fin y al cabo, el conde de Enaguazar, pretendía obtener un buen rescate por él. Le convenía  que mantuviera su buena apariencia y buena salud. Por este motivo, puso a Drac —un dragón gris, domesticado—,   procedente de la nobleza de un reino de ultramar, que había ganado en una apuesta—, y lo mandó al mismo  el calabozo, para custodiar  y   acompañar  al caballero.
Pero sabido es, que los dragones grises tienen la virtud  de cambiar su apariencia y que solo lanzan llamas en situaciones límite, pues tienen un carácter afable y les gusta la lectura, ya que sus antepasados  protegieron escritos valiosos;  en uno de los libros requisados por Enaguazar había referencias a esta historia ancestral, pero como el conde —ni quiso saber de libros, ni sabia leer—, no  supo de esta peculiaridad.

Al otro lado, de la barbacana, en la torre homóloga, el conde hizo confinar a la princesa Rosa, a la que pensaba ofrecer como presente al rey Narh Ciso I, para congraciarse con él y obtener  mas tierras y poder. Allí, en las altas y picudas torres de  la antigua fortaleza, las doncellas permanecieron cautivas, a merced del malvado conde, que las requería a su antojo.  Una vez al día las dejaba salir, para  que  cogieran cada una de ellas y llevaran sobre la cabeza—tres o cuatro libros de los requisados en castillos y abadías del condado—. Tanto Jordi, como Rosa, contemplaron  extrañados  la  comitiva literaria desde sus respectivas ventanas, preguntándose que harían con ellos.

El conde estableció  una especie de juego en el que  las muchachas debían de mantener el equilibrio, burlándose de ellas y poniéndoles como prenda, el pasar una noche con él si un libro caía al suelo; luego les obligaba a quemar  los libros en la chimenea del salón. En una de estas  noches, estuvo presente el caballero Jordi, pues  el conde lo llamó para que escribiera una carta a su padre, para pedir su el rescate y darle fe de vida. Allí  observó como las muchachas estaban allí contra su voluntad y empatizó con la angustia a que estaban sometidas; también  contempló con tristeza, como ardían aquellos volúmenes repletos de palabras, ideas, historia y sueños… Y susurró a una de las doncellas un breve mensaje con disimulo; la muchacha asintió.
Jordi volvió  custodiado a su confinamiento en la torre, donde lo esperaba el dragón, con el que había hecho buenas migas. Drac  conocía a un búho  enorme llamado  Nit,  que cada noche se posaba en el tejado. El dragón propuso  a Jordi que su plumífero amigo podría, cada noche,  llevar un extremo de un largo cordaje que había guardado en una celda del primer piso de la torre, junto a otros  pequeños objetos de las herrerías. Jordi pensó, que, con unas poleas o motones, podrían  enlazar un artilugio corredero que permitiera  conectar una ventana con otra, ya que las torres se ubicaban en los vértices de la  grisácea muralla.  Y así lo organizaron. Tendrían que  ser cautos para que la guardia nocturna no percibiera sus movimientos y tendrían que recogerlo todo  antes del amanecer.

Pasaron algunos días. Mientras, en el salón, el conde  comía y bebía a placer hasta que, saciado, ordenó llevar a sus aposentos, de buen grado, o a la fuerza, a aquellas muchachas, que,  viendo que  solas eran  muy vulnerables, se dieron apoyo unas a otras y confabularon en unirse contra  al sometimiento del malvado conde. Convinieron entre ellas, que—como por la fuerza no podrían librarse de él— , tendrían que hacer uso de la picaresca; así convinieron que, a todas debían caérseles los libros,  del que guardarían uno cada una, bajo sus enaguas, a fin de preservarlo de las llamas. Y cuando las  reunieran a todas en la alcoba del conde,  dilatarían el tiempo,  contándole historias de reinos imaginarios y condes poderosos, para  entretenerlo; así podrían preservar las muchachas su virtud.  Así lo lisonjearon y  le ofrecieron vinos y licores, hasta que ebrio, se durmió profundamente y así pudieron librarse  de él, haciéndole creer por la mañana que habían disfrutado de una noche placentera.
Algunas de ellas, antes que los  guardias las condujeran de nuevo a sus aposentos de la torre, sujetaron el libro rescatado,—como les había pedido Jordi el caballero—, y, recogiendo su vestido  con una mano, dieron conversación a los soldados y los hicieron sonreír con ocurrencias para distraerlos y que no se fijaran en los vestidos; así fueron recuperando algunos ejemplares, que escondieron  en sus aposentos, en la torre almenada, pues, aunque algunas no sabían leer, no querían que  el saber se consumiera en las llamas.
Pasaron unos dias. Una noche, recibieron con sorpresa la visita de un búho en el alféizar de la ventana. Traía un mensaje. Una de las doncellas que sabía leer, les dijo que  a la noche siguiente  el búho traería una cuerda que debía sujetar  a una de las argollas que todas las torres tenían empotradas para encadenar a los cautivos rebeldes, y debían colgar allí los libros con unos saquitos de tela para que el caballero Jordi pudiera recibirlos en su confinamiento, ya que el dragón podía esconder  tras sus alas, algunas de las pilas de libros  almacenadas y,  puesto que él siempre permanecía en la torre y los soldados no se acercaban al dragón, cuando el conde requería la presencia del caballero Jordi, no los descubrirían.

Durante el día Jordi y Drac, pasaban las horas leyendo placenteramente los libros rescatados. Incluso el dragón disfrutaba clasificando incunables, crónicas y libros antiguos de caballerías, donde pudo reconocer a algunos de sus antepasados. Y aquel dragón  gris, pasó los días  muy entretenido  junto a Jordi. Se había convertido en un dragón lector.

Rosa, la princesa, también leía, confinada, en una alcoba de la cuarta torre, pues su doncella era novia de uno de los guardias del patio de armas y le pudo conseguir algunos ejemplares. Rosa estaba reservada para el rey Narh Ciso I. Por ello gozaba de cuidados y disponía de una doncella personal.  Enaguazar pretendía derrocar al rey a la menor oportunidad, y hacerse con sus riquezas, joyas y pertenencias, entre las que estaba Rosa. Pensaba ofrecerla al rey, para luego recuperarla.

Drac, Jordi, Rosa, y las  doncellas,  confinados en sus respectivas torres, se habían saludado  desde la ventana; incluso intercambiaban libros  por las noches, con una cuerda y una polea,  a modo de tirolina, pues las doncellas, cada noche rescataban los libros que podían, llegando a coser unas bolsas bajo las enaguas, para poder ocultar más libros.

Llegó por fin un día de gran celebración en el condado: el día de la Justa de Enaguazar. Cada año, el 23 de abril,  en el castillo del Homenaje, el conde  mandaba hacer una pira de libros  enorme, en el  centro del patio de armas. Allí  organizaba  una ceremonia  ritual bajo palio, que acababa con un gran festín, con el que agasajaba a  caballeros y senescales del reino,  con la intención de congraciarse con ellos y así ganar aliados para destronar a su rey. Aquel año, también invitó  a Odón el Cruel.  El señor del castillo  lo hizo sentar a su lado como lugar de honor y mientras comían un  venado asado,  le encargó que negociara con el  padre de Jordi, el marqués de Lahcultura,  el canje de su hijo, so pena de muerte si no aceptaba el precio que le pedía, que no era poco.
Por otra parte, Enaguazar hacía vigilar a Rosa día y noche pero,  como ella se había encerrado en su alcoba a cal y canto, admitiendo tan solo la comida que su doncella le llevaba una vez al día,  sospechó que quisiera escaparse. ¡Y eso no lo podía consentir!

Mientras limpiaban los restos de la fiesta en el crepúsculo de aquél 23 de abril, el soldado que custodiaba el pasillo que conducía a la alcoba, escuchó un ruido sospechoso  y dio la alarma.
Avisado el conde, forzó la puerta de la alcoba y  apartando a la doncella de un manotazo, contempló atónito, como la princesa Rosa, —que había saltado por la ventana—, estaba llegando a la torre del dragón, colgada de una tirolina, con el peso de sus ropajes balanceándola peligrosamente. Un soldado cortó  con un tajo de su espada, la cuerda que estaba atada al soporte de una antorcha y a una pesada mesa de nogal, pero ya era tarde. El conde, enfurecido al ver que el dragón la había salvado,  hizo sitiar la torre y  ordenó prenderle fuego para que Drac, Jordi y Rosa tuvieran que salir,  o morir allí quemados.  ¡Tamaña afrenta no podía consentirla en su propio castillo el señor de Enaguazar!

Odón el Cruel, se quitó la cota de malla y el verdugo, para subir con mas agilidad por la escalera de caracol de la torre y armado con su espada  gritó con rabia y subió decidido a resarcir al conde de aquel disgusto. Simultáneamente, Drac bajó lanzando una gran llamarada que chamuscó a Odón y al resto de soldados, que quedaron fuera de combate  y carbonizados, tendidos en el suelo, algunos muertos y otros inconscientes...

                             

Drac salió al paso del camino de ronda que había entre las torres, con la princesa Rosa atada  con un arnés a su lomo, donde llevaba un fardo de libros. Y levantó el vuelo.  Jordi  cogió entonces la espada de Odón  El Cruel y  con ella amenazó al conde, que, haciendo un gesto mohíno, se subió a una de las almenas del camino de ronda, donde Rosa —gracias a un vuelo rasante de  Drac—, le lanzó un grueso libro a la cabeza, titulado La Justa; y gracias a él, el malvado Enaguazar cayó al foso del castillo. Y, no sabiendo nadar, se ahogó.

Jordi fue apresuradamente a rescatar a las doncellas de la torre, mientras Drac achicharraba a los pocos soldados que quedaban, y exigió lealtad a los dragones rojos, que, asustados ante la potente llamada de Drac, decidieron obedecerle. Las muchachas salieron en tropel, gritando de alegría, y cogiendo al caballero Jordi, lo mantearon elogiándolo.  El dragón gris hizo lo propio con los dragones verdes del foso  y Rosa liberó a los monjes y escribientes, que no se habían enterado de la misa la mitad, pues habían estado rezando  arrodillados mirando al suelo. Todos los cautivos se reunieron finalmente en el patio de armas y  comieron los restos del festín. Luego cargaron los libros que aun quedaban, en los carros y los pusieron a cubierto, hasta que destinaran una de las estancias para la biblioteca.

Tan entusiasmados estaban, que no se dieron cuenta que Odón, a duras penas, había logrado levantarse y se había descolgado  desde las almenas, por el adarve, sorprendiéndolos.  Jordi le lanzó un pesado verdugo de malla a la cara, para apabullarlo y le dio un puñetazo que lo hizo tambalear, pero  el fornido truhán, logró recobrar su compostura. Entonces cogió a Jordi por el gaznate apretando su cuello para ahogarlo. Súbitamente, la mirada del mercenario se tornó difusa y sus manos se aflojaron.  Rosa le había dado un fuerte golpe con  un grueso libro encuadernado en piel  con herrajes,  perteneciente a  Los Libros de Horas, de una colección de historia.  A resultas de ello, una vez recuperado del tremendo librazo,  quedó con secuelas y no recuperó la memoria. Algunos dragones comenzaron a dar coletazos y llamaradas, pues Odón era dueño de algunos de ellos. Drac, con una gran llamarada, puso a los dragones firmes y  una vez  calmados,  los liberó para  que volvieran  a sus lugares de origen y no volvieran nunca mas.

Rosa y Jordi tomaron  posesión del castillo. Unos meses mas tarde allí se casaron. A Odón, lo llamaron a partir de entonces, Odón El bondadoso, pues era afable y presto a ayudar a todo el mundo. Algunas doncellas se fueron  a otros condados en busca de aventuras y otras se quedaron en la corte, organizando justas para que acudieran valerosos caballeros con los que pasar un buen rato, o toda la vida, según se terciara. Al rey Narh Ciso I, le regalaron un gran espejo para que se entretuviera y no apareciera por sus tierras y también  le enviaron a los monjes, para que escribieran la vida de la corte del rey para la posteridad.  Los escribientes quedaron en el castillo a cargo de la biblioteca y las crónicas del condado. Algunos también escribieron cuentos, novelas  y leyendas. Drac desempeñó un puesto de vigía en la torre, aunque, a menudo llevaba a Rosa en su lomo, para buscar setas,  flores y  plantas medicinales. Mientras paseaban, se contaban lindas  historias  que habían leído aquí y allá, pues entre ellos se había creado un lazo entrañable.

A partir de entonces, en el castillo del Homenaje, cada Año, Jordi y Rosa convocaron la gran Justa del Libro, al que acudían caballeros y doncellas, magos, bufones, matronas y saltimbanquis; y algún que otro curandero; también herreros y escribientes. Diseñaron para la fiesta, un estandarte de color  morado,  donde  hicieron bordar un libro y una rosa.
























                                                                           ***

Reedito en esta entrada una  inolvidable canción,  acompañada por un bonito vídeo, cuyas escenas nos permitirán recordar tiempos pasados y  vivir la ficción que estamos en la calle, disfrutando…




¡Hasta pronto!








miércoles, 15 de abril de 2020

. Confinamiento.

¡Bienvenidos!

Estamos viviendo una época dura.  Pero no es comparable a una guerra... La diferencia es que en este caso, el enemigo común es un virus, un enemigo invisible, contra el que no podemos manifestar físicamente nuestra rabia, ni nuestra impotencia, ni nuestra ira. Esto lo hace más difícil, pues nos provoca mas frustración aún, ya que esa bolita de pinchos microscópica nos ha  robado súbitamente la salud y  el sosiego y, en demasiadas ocasiones,  la vida de  seres queridos.  A lo que se ha añadido una obligada distancia social y de movilidad para evitar un contagio masivo de duración incierta.  Muy duro es esto. Pero no como una guerra… ¡Los ancianos si que  sabían lo que fue la guerra...!

El trance que pasamos en estos días, algunos lo catalogan como selección natural. Otros piensan que el virus ha mutado  por la mano de hombres desalmados y con intereses  político-económicos oscuros por parte de algún país al que le interesa desestabilizar  la concentración del poder mundial. Unos pocos elucubran  que es una limpieza de ghetos  raciales y de ancianos que consumen recursos. Otros lo atañen a una deficiencia inmunología provocada por campos electromagnéticos, derivados de la implantación del 5 G…

Probablemente,—sea cual sea su origen—, lo que si es cierto, es que esta pandemia ha puesto en evidencia que la globalización ha conllevado la sustitución, relevo  y/o eliminación de muchas industrias básicas del país, cercanas  a la población, como la alimentación, la confección y el tema que nos ocupa ahora, que es la sanidad.
Estas políticas globales, que ya vienen de lejos implantadas, nos han puesto en riesgo. Nos ponen en riesgo la lejanía del proveedor, la dificultad del control sobre el producto, el itinerario geográfico y los medios de transporte a utilizar, que chocan con el concepto global de "transporte sostenible";  el tiempo valioso  en que se demora la llegada de los productos básicos, en una situación de emergencia, es crucial. Afortunadamente esto ha creado una alerta, una oportunidad, un punto de inflexión para  que se produzca un cambio.
A raíz de esta crisis  hemos visto que—aún—, existen empresas nacionales o radicadas en nuestro país,  que pueden fabricar estos materiales de primera necesidad. Ojalá que continúe la tendencia en el ámbito sanitario y se extienda al alimentario, la confección, etc en esta época en que tanto necesitaremos dinamizar la economía  y  el empleo. Ojalá que todo esto perdure en nuestro memoria el tiempo suficiente para consolidar el cambio y no quede en la cuneta.


Por otra parte, pagamos ahora la factura de los despropósitos que comenzaron en nuestro país hace años, con los recortes sanitarios contra los que protestábamos  en las puertas de los hospitales y en la calle, con las emblemáticas tijeras en pancartas y pins; protestábamos contra el cambio de modelo  solapado a que estaban  encauzando a la sanidad pública, a la que se obligó a  resistir una precariedad en recursos materiales y humanos,  que ha ido  in crescendo, haciendo del personal sanitario, un escudo humano con el que hacer frente a la atención hospitalaria y ambulatoria a  mínimos.  Tampoco se libraron los hospitales privados con —aparentemente, mejores instalaciones—, pero con un personal con sueldos y recursos  materiales, menores si cabe.

Esto ha provocado, desde entonces, una demora en las listas de espera para los especialistas, las pruebas necesarias para determinar un diagnóstico, intervenciones quirúrgicas, etc. y que ha supuesto la creación de una bola de nieve, que nos ha arrollado ante una emergencia sanitaria del calibre que estamos sufriendo. Poner al frente de los hospitales a  directores y gerentes  que manejaban los hospitales como un negocio—sustituyendo el concepto de paciente, por "cliente"—, es inadmisible, puesto que este enfoque desvirtúa la ética y profesionalidad en la cadena de mando, sujeta más a intereses de costes y gastos, que a  la calidad en la atención sanitaria, a la velocidad que la población necesita. Cliente, puede ser un usuario de una clínica estética que quiere hacerse sus lícitos retoques. Un paciente es algo muy diferente. El enfoque económico del concepto de "gasto"  ha distorsionado las prioridades de la atención hospitalaria, sobrecargando las Urgencias, por la demora de la atención del elenco de los especialistas, sumiendo a la atención primaria en visitas reiteradas y redundantes, que, — como un juego de pin-pon rebotan  al paciente desde el  Servicio de Urgencias al Médico de Familia—. La medicina preventiva adolece de muchas carencias aún y , junto al retraso en las  pruebas diagnósticas, no puede impedir que se  agraven las enfermedades en las personas que, lógicamente sin diagnóstico, no tienen tratamiento asignado aún. Y como siempre, acaban en Urgencias.

El estrés del personal sanitario es muy alto desde hace décadas. Aún así, han dado la talla en todas las situaciones en que se les ha requerido. Falta personal (médicos, enfermeras,  auxiliares de enfermería, personal de refuerzo para situaciones de sobrecarga y en horas punta,  celadores, técnicos de laboratorio, personal de limpieza, ) para cubrir bajas laborales y vacaciones.  Faltan especialistas y médicos de familia…  Falta material adecuado.
Faltan personas  con vocación  hipocrática gobernando los hospitales y que hayan estado arremangados al pie del cañón, en primera línea.
 

Por otra parte el llamado —Just In Time— , el servicio puntual y programado de fabricación y  suministro de materiales,  negociado por las empresas,  les ha permitido destinar las superficies de almacenaje a otros menesteres o, prescindir de ellas y ahorrarse el coste y el mantenimiento de instalaciones, impuestos, etc.   Pero esto resulta ser en el ámbito sanitario, un arma de doble filo cuyas consecuencias son muy relevantes—como ha ocurrido en esta alerta sanitaria—. El  fallo en la fabricación y /o su  puntual suministro,  provoca la escasez de   materiales imprescindibles, como ha ocurrido por ejemplo con los respiradores y las mascarillas, que venían de la conchinchina.  

La competencia en un mundo globalizado es feroz ante necesidades vitales. Todo el mundo lo quiere ya. O para anteayer. No es viable que el suministro provenga de uno o dos países lejanos.  Deslocalizar las empresas del país propio, para centralizar las compras en un país extranjero y distante, no tiene sentido que no sea el lucro de algunas empresas, o un interés político. Por ello el abastecimiento de materiales y productos básicos del país tendría que estar cercano, eso es una prioridad.  Sería bueno que aprendiéramos de esta dolorosa experiencia.

Hace  muchos años ya, que  los hospitales disponían de almacenaje suficiente  en el mismo edificio y eran más autónomos para con sus recursos básicos: esterilizando las gasas que se plegaban allí mismo, lavando sábanas y toallas, cocinando las comidas para los enfermos, de mejor manera.  Hoy día todo esto lo traen de fuera de los hospitales. El furgón de la lavandería, el del catering, el de los materiales sanitarios, la limpieza, la seguridad…  Los hospitales dependen cada vez más de empresas eternas, en detrimento de su autonomía y de la coordinación  en el cuidado—integral— de los enfermos. La cercanía de los recursos es esencial cuando hablamos de la atención hospitalaria. Almacenar racionalmente tiene sus ventajas y permite cubrir el impás de tiempo en las  situaciones de emergencia.

A propósito de la falta, o  el recorte de materiales básicos se desarrolla la escena que comparto en el relato de hoy. La ficción  está cargada de ironía, de indignación. Está enmarcado en una guerra cualquiera, en cualquier lugar del mundo y ambientado en épocas pasadas.  Hace años que lo escribí.  En las guerras hay carencias para unos,  y privilegios para otros. En una guerra  las prioridades cambian. En las guerras se embrutecen los individuos; es en ellas donde aparece lo mejor, o lo peor del ser humano.  En demasiadas ocasiones, la ética y la humanidad se prostituyen en favor del interés, la estrategia militar y la obediencia , por los intereses políticos, mezclándose en una especie de revoltillo. De ahí el título del relato. También de ellas emergen héroes y  aflora la solidaridad.  El cine alberga numerosas y buenas películas que  lo evidencian…


REVOLTILLO (fragmento)


—¡Desalojen! ¡Todo el mundo fuera! gritó un hombre uniformado, abriendo la puerta de par en par con brusquedad.

Súbitamente, una ráfaga de balas destrozó la puerta acristalada, y las macetas que enmarcaban la fachada de la casa, donde hacía unos instantes lucían unas frondosas plantas a las que cobijaban unos mamparos de madera noble labrada —que habían constituido antaño el exquisito decorado de las paredes de aquel lujoso hotel—, ahora yacían en el suelo, destrozadas por el impacto de las balas.

Un joven soldado empujó, a golpe de culata, a una docena de personas que todavía permanecían de pie, aterrorizadas ante la salvaje y súbita incursión de una avanzada del batallón Blood, cuyo mando recaía en el mayor Lumbreras. Afuera, en la calle, el estruendo de las bombas y el silbido de las balas no hicieron más que añadir una sensación de caos insoportable. Los montones de cascotes y los edificios derruidos se adivinaban entre la polvareda y el hedor reinante, que provenía de algunos cadáveres que yacían bajo las montañas de escombros, a causa de otro bombardeo que había tenido lugar hacía más de una semana. Por fortuna, habían dejado de sonar las estridentes sirenas de las ambulancias que, sorteando las bombas, justo acababan de estacionar en la calle, frente a la puerta.
De inmediato entró en aquel local un pelotón de militares vociferando:
—Muévanse y dejen paso. ¡¡Ostias!!
—Pero… ¡Qué hijo de perra! ¡Eeehhh, tú! —gritó un sargento, cogiendo rápidamente por la ropa a un escuálido hombre que estaba cerca de la puerta—. ¿Estabas intentando escaparte?
—No, señor…
—Tú, vigila mejor —dijo a uno de los jóvenes soldados, que sujetaba el fusil como si fuera un ramo de flores.
—Sí, señor.
—¡¡Espabila, soldado!! Que estos malnacidos son capaces de quitarte el arma y matarnos a todos. ¡Como vuelva a ocurrir! —dijo amenazándole con el mugriento dedo índice apuntando hacia sus ojos—, ¡te quedas sin rancho y haciendo guardia hasta nueva orden! Quedas avisado.
Dicho esto, arrinconaron a los civiles en una estancia contigua, en cuya puerta lucía un letrero «Salón Delicatessen». Entraron tres uniformados más —estos con ciertos espolones, y, metralleta en ristre, dispararon algunas ráfagas al aire, para intimidar a los rehenes.
—¡Dispararemos a todo el que intente salir de este recinto! ¿Está claro?
Los soldados se repartieron por las estancias del local en guardia, comprobando que no hubiera algún refugiado de las fuerzas enemigas. Una vez tuvieron la certeza de que no había nadie, uno de los soldados responsables gritó:
— ¡Todo en orden, señor!
Procedan, pues —dijo impasible el mayor, mientras se desabrochaba el cuello del uniforme—  y subía al piso de arriba para aposentarse, acompañado por una voluptuosa joven, a la que le cogió el cigarrillo que estaba fumando para darle un par de caladas, pero se manchó con el carmín que lucía la joven, quien se apresuró a pasar su dedo por los labios del mayor, riendo.
Detrás de él subió su secretario —un tipo delgado y repeinado con brillantina, que también hacía de porteador del equipaje del mandamás—. Subió, pues, tras él, cargado con una maleta y una caja de víveres, de la que sobresalía el cuello de una botella de un caro licor. 

En unos instantes, el local de la planta baja se llenó de gente que iba y venía. Algunas ambulancias pasaron de largo, llevando a los pacientes evacuados del hospital bombardeado hasta una iglesia que todavía quedaba en pie, donde establecerían el hospital en el que permanecerían los convalecientes hasta que pudieran ser llevados a un hospital en condiciones, lejos del frente.
Un equipo de médicos y sanitarios —supervivientes del hospital bombardeado— entraron con diligencia en el hotel, cargando con algunas cajas de madera y con los maletines donde llevaban sus enseres básicos. Rápidamente juntaron varias mesas en un reservado de la sala, y un hombre alto y moreno, que llevaba una bata blanca sobre el uniforme y un fonendo colgado al cuello, le dijo al joven y delgado soldado que custodiaba la puerta del salón de los rehenes:
—Vacía la encimera del aparador, ese que está debajo del reloj de pared, justo al lado de las puertas de la cocina. Y deja las jarras de agua, los manteles, las servilletas; y los vasos y los cubiertos que haya en los cajones, también. Ponlo sobre el mármol de la cocina.
—¡A la orden, señor! —dijo el muchacho, muy cohibido y nervioso—. Pero el mayor…
—¡Date prisa! Ya hablaré yo con él. Eres el que está menos mugriento de los aquí presentes. ¿A qué esperas?
—¡Sí, señor! A la orden, mi capitán —dijo, cuadrándose.
—A ver, tú —dijo a un soldado alto y fornido que acababa de entrar por la puerta—. ¿Haces algo en este momento?
—Tengo fiebre, señor y venía a…
—¡Pamplinas! Bebe un poco de agua y tómate una aspirina; y ve a custodiar a los rehenes. Cuando pueda atenderte ya te relevarán.
—Sí, señor. A la orden, señor —dijo sin rechistar.

En esos momentos, aprovechando el vaivén de las puertas, se coló una de las enfermeras en la cocina. De inmediato encendió el horno y cogió unas bandejas metálicas que había en la encimera. Unas eran rectangulares y otras con forma de riñón. Y también cogió un par de bombonas metálicas rejadas, que contenían las pocas gasas que les quedaban para esterilizar.
—Tardaremos una hora o más en tener a punto el instrumental —le dijo al capitán médico, que justo entraba detrás, siguiéndola, como siempre, mientras la joven volcaba estrepitosamente el contenido de la caja del instrumental que había cogido con anterioridad de la sala.
El capitán era un hombre dominante y mujeriego que sabía manejarse bien con los mandos de la plana mayor. Su socarronería era conocida por todos. Y era temido por casi todos los que estaban por debajo de su rango, debido a sus violentos ataques de genio, pues cuando apretaba la mandíbula y sus ojos negros parecían echar fuego, solía despacharse con puñetazos y patadas en la mesa o en la puerta, como colofón a sus exigencias y despropósitos.
—Ponga especial cuidado con mi instrumental nuevo, ese que tiene el mango de oro, que me lo regaló el comandante y está recién afilado. Es para mí, o para los oficiales, si lo he de menester. Cuando esto acabe, voy a llevármelo a casa.
—¿Y eso? —preguntó Bárbara con extrañeza—. ¿A su casa?
—Quiero abrir una clínica en el centro de la ciudad cuando vuelva. He solicitado una excedencia para cuando acabe todo esto, Bárbara. Los altos mandos rumorean que este bombardeo ha sido el último y que se firmará la paz en los próximos días. A ver si esta vez es verdad… Quiero reincorporarme a la vida civil. Es el mejor momento.
¿El mejor momento?
—Sí, claro. Hay infinidad de heridos y mutilados de buena posición, oficiales y civiles que no repararán en gastos para mejorar sus cicatrices y su apariencia —argumentó, jactándose de la fama que había adquirido como cirujano en las altas esferas.
—Pero ese instrumental se ha comprado con dinero del ejército, por muy regalo que sea —replicó Bárbara, visiblemente indignada—. Yo también me entero de lo que se cuece en la plana mayor, ¿sabe?
—Pues no debería usted saber tanto, que algún día puede tener algún contratiempo, hágame caso. Aunque no lo crea, le tengo mucho aprecio, Bárbara, es usted una buena enfermera. —Y, mirándola de arriba a abajo con un conocido brillo en los ojos, añadió—: Una mujer inteligente y guapa como usted, si quisiera…
—No me regale los oídos. Y no. No quiero nada. Usted y yo no nos parecemos en nada, ¡a Dios gracias! Es usted un buen cirujano, pero no puedo hacer la vista gorda, capitán. Aquí no podemos atender a estos chicos como se merecen, y ustedes están menospreciando sus vidas y despilfarrando el dinero del contribuyente ¡por galones!
—No es para tanto, mujer. Todo el mundo quiere vivir bien y despilf…
—¿Es música lo que se oye? —dijo Bárbara interrumpiéndolo y acercándose a la puerta de la cocina con una mueca de desdén—. ¿Lo ve? Es indignante.
—¿El qué? Ahhh, lo de arriba. Pues creo que se lo están pasando bien. ¿De qué sirve el rango si no?
—Usted sabe, igual que yo, lo que ocurre. Desde luego, en la suite se lo están pasando en grande. Y no reparán en gastos. Nada que ver con lo que ocurre aquí abajo.
—¿Se da cuenta, Bárbara? Usted podría vivir mejor si no fuera tan… ¿cómo decirlo sin que se ofenda? ¿Rígida? Si dejara hacer y aceptara lo que podemos ofrecerle, viviría mucho mejor y podría disfrutar de algunos favores. Yo mismo podría… —dijo, acercándose a ella por detrás, intentando camelarla.
—Ni hablar. No me va a convencer. Es una cuestión de principios, señor —dijo, apartándose de él.
—Como quiera. Lamento su decisión, Bárbara. Y su actitud, pues pudiera llegar a oídos del comandante. La verdad que no querría que…
—Pasooo… ¡Despejen la entrada! ¡Apártense! gritó el soldado que custodiaba la puerta, mientras bajaban a algunos heridos de una ambulancia que acababa de aparcar en la puerta.

El pulso que mantenían a viva voz la enfermera y el capitán médico quedó interrumpido ante la entrada de una nueva tanda de camillas, dejando a un chaval herido de gravedad sobre tres mesas de lo que había sido el restaurante y que, a modo de mesa quirúrgica, el resto de enfermeras había cubierto con blancos manteles, pues apenas quedaban tallas y había que reservarlas para los más vulnerables.
El capitán médico y cirujano, el doctor Mondongo—al que llamaban así porque siempre andaba con las manos metidas en las entrañas de alguien— era el capitán médico del batallón. Y además del mote, tenía fama de malas pulgas.
Un joven soldado malherido, que pusieron delante de él los camilleros, se quejaba a voz en grito. El capitán levantó los jirones de ropa embarrados y ensangrentados del roto uniforme del chaval y observó detenidamente aquella herida, por donde asomaba el paquete intestinal agujereado, rezumando sangre a borbotones, y algunos otros fluidos y heces. Con cierto desdén, hizo una mueca con la comisura de la boca. Luego cubrió la herida con los mismos jirones y ordenó que lo pusieran en la sala de desahuciados, ante las miradas sentenciosas del personal de enfermería y de los que aguantaban la camilla.
—¿Estáis dormidos o qué pasa?
—Señor, si nos permite....
—No permito nada. ¡Es una orden! ¡No podemos gastar más tiempo y dinero en los que seguramente no tienen remedio! Ya se verá… El mayor quiere gente que pueda ponerse de pie y combatir. O sea, que este va a esperar en la otra sala, colocado con un poco de morfina, que lo mismo no hay ni que operarlo dentro de un rato.
—A la orden —mascullaron entre dientes los soldados camilleros, mientras que sus ojos brillantes se resistían a dejar escapar la lágrima que bañaba tímidamente sus pestañas, pues el herido estaba escuchando perfectamente su sentencia, y era su compañero de trincheras.
—¡A ver! He dicho que primero entren los que tengan arreglo fácil, para que se incorporen cuanto antes a las filas. ¡¡No voy a repetirlo!! —dijo con mal talante.
—A la orden, señor —repitieron sumisos, aunque indignados.
—Traedme a esos dos —dijo, señalando a dos soldados que estaban de pie y que sangraban a chorro.
Metieron pues al primero, que tenía la mejilla estallada y un par de muelas a medio arrancar.
—¡Siéntate! Vaya, has tenido mucha suerte, chaval. ¡Abre la boca! —dijo sin hacer pausa alguna—. Y tú, aguántalo bien para que no meta las manos donde no debe —dijo al soldado que le ayudaba.

Casi de inmediato, le hizo una seña con la cabeza al soldado que sujetaba al herido y, con unos alicates, de un tirón acabó de arrancarle de cuajo las muelas.
—Ahhhhhhh —gritó el herido.
—¡Muerde esto! —ordenó con prisas el cirujano, poniéndole un palo de madera en la boca para que no le mordiera a él, mientras cogía con los dedos la misma gasa con la que había taponado los orificios de las muelas por dentro hacía unos instantes. Con la misma torunda, taponó el agujero de la mejilla, mientras le daba cuatro puntadas. Zurció y frunció aquella carne estallada.
—Pero, señor… —dijo Bárbara.
—No tengo tiempo para bordados delicados —dijo, mirándola de mala gana, mientras pintaba la herida con un antiséptico potente, al que llamaban coloquialmente Matalotodo, que era el que utilizaba el ejército por metros cúbicos; y le dio al chaval un botellín y una gasa para que la fuera mojando y se diera unos enjuagues y unos toques internos durante una semana. Luego sacó una aguja hipodérmica de metal y una jeringa de vidrio milimetrado de una cajita metálica. Y le inyectó, con una expresión desagradable, un antibiótico potente en el cachete del culo, pues las enfermeras estaban adecentando a los heridos, que ya habían copado al completo el vestíbulo. Le fastidiaba enormemente hacer de pinchaculos.
—¡Siguiente! Tú, comotellames, quédate aquí que me tienes que ayudar un rato a sujetar a estos —dijo al tímido soldado al que había amenazado hacía un rato.
Cogiéndose una mano con la otra, se acercó quejándose un muchacho con la cara tiznada, que tenía un dedo colgando y que sangraba profusamente.
—¡Has tenido suerte, chaval! ¿De dónde eres? ¡Sube la mano! Tú, aguántasela con fuerza.
—De Bu…
Raac, raac.
¡¡Ayyy!! ¡Jodeeeeeer…!
Con las tijeras, el cirujano le cortó el dedo que colgaba y lo tiró a un cubo que tenía bajo la mesa. Recortó con una especie de alicate el hueso que sobresalía y el chaval se desmayó de puro dolor. Luego hizo una tapa con el colgajo de piel sobrante y le echó un chorro de solución Matalotodo, tras lo cual le puso una gota de cianocrilato de metilo en vez de suturarlo, para tapar el boquete sangrante con aquel adhesivo rápido, mientras el soldado sujetaba al chaval inconsciente, pues la anestesia era escasa y se reservaba para heridas de mayor categoría.
—Sujétale la mano en alto unos minutos —dijo secamente.

Luego, el cirujano se lavó con jabón y una solución desinfectante los guantes aún enfundados. Los secó y se los quitó, pues los había estado reutilizando en repetidas ocasiones. Y se lavó las manos…  (….)



                                                                        *****


Me costó escribir  una escena de guerra. No me gustan las guerras. Ni las películas de guerras. No obstante, fueron mis deberes en la clase de escritura creativa cuando estudiaba. Recuerdo que pensé: ¡Hasta para escribir un relato o una novela,  tienes que aprender a matar y familiarizarte con la violencia!  Quien haya leído EntreTRENimientos  sabe que no me extiendo en las escenas en que se den estos hechos,  y suelo ceñirme a lo que está justificado por la trama. No soporto las películas en que las escenas violentas y los asesinatos, son un fin en sí mismos, para  divertimento del espectador.  ¿Divertirse viendo escenas violentas?  ¡No puedo entenderlo!  Quizás porque he convivido profesionalmente muchos años, diariamente con el sufrimiento de las personas y con la muerte...

La humanidad ganaría en calidad y en enfocar la vida de manera positiva cultivando las estrategias que conduzcan a La Paz.  Al sosiego. Al diálogo y la negociación para solucionar los conflictos.  Recuerdo una famosa frase promovida por los objetores de conciencia en los años setenta, que decía así:  [ "Si quieres La Paz, no prepares la guerra"].  

La semilla de una guerra se siembra  expresa y periódicamente en el mundo—aquí o allá, donde resulte mas rentable, conveniente y fácil—. Bien sabido es, que de las guerras surgen nuevos ricos y que, los que ya lo eran, se afianzan. Y los que son pobres, no tienen nada que perder, que no sea su angustiosa vida. Es un negocio para unos pocos.  Es triste y desolador que todos los despropósitos que concurren en una guerra, se argumenten y justifiquen en la territorialidad, la soberbia, el odio, el racismo, la prepotencia, los intereses, las alianzas y supuestas lealtades…—una sarta de excusas, mentiras y justificaciones—  que, al final..., sea en el norte-sur, en el este ú Oeste, siempre se solucionan ..."con un puñado de dólares".



Para quitar un poco de hierro en la despedida de esta entrada, os dejo con una conocida pieza; "Por un puñado de dólares", del magnífico compositor Ennio Morricone. He preferido poner el vídeo de la orquesta, pues en él se  pueden observar los instrumentos utilizados para esta famosa melodía, con la que enfatizo el párrafo anterior.  

Afortunadamente también en las guerras y conflictos  aflora del corazón, la empatía, la compasión, la solidaridad, el coraje y el compañerismo; el amor.  Me quedo con  ello.

¡Hasta la próxima entrada! 















viernes, 10 de abril de 2020

Fashion #todoirabien #loscuentosdeflora



¡Bienvenidos de nuevo!

"Los días van pasando, van pasando los meses, las flores  y los pájaros han vuelto,y tu no vuelves…"   (Gerardo Diego.)

Eso mismo pensamos refiriéndonos a la vida cotidiana que dejamos atrás.  Seguimos confinados. Pero no queda otra que prorrogar la paciencia y sacar la creatividad de los rincones de nuestro cerebro, donde está adormecida por la apatía.  Nada mejor que movernos, hacer algún tipo de ejercicio en casa. Quizás lo mejor sea  bailar, ya que el espacio en el hogar suele ser reducido y la música tiene unos efectos beneficiosos y hay mil estilos de baile en los que solo necesitamos una o dos baldosas... El secreto está en escoger músicas adecuadas para cada momento, a un volumen idóneo.
¿A qué esperáis?

El  fragmento del relato que hoy comparto con vosotros también lo amenizo con la música con que se anuncia el mismo en mi audiolibro de EntreTRENimientos.  Una historia que retrata los giros con que nos sorprende la vida, cuando menos lo esperamos...


Puedes escuchar la música, mientras lees.  O no. Tu eliges. (Imagen de Pixabay



                                   Firefly.  Quincas Moreira / Youtube music  free library



FASHION  (Fragmento)

Toc Toc
—Niñaaas… ¿Todavía estáis en el baño? ¡Por Dios, la de horas que lleváis ahí metidas!
En el cuarto de baño, Menchu y Daniela acababan de hacerse un depilado brasileño. También se habían maquillado y colocado unas pestañas postizas. La una a la otra se habían encrespado convenientemente el cabello, que ahora cubrían con esmero con unos mechones planchados, recogiéndolos en un moño de última generación, del que colgaban cuatro greñas californianas. El fino pincel delineador, que manejaba Menchu con destreza, ya había pintado de negro los bordes de los párpados de su amiga, que, acabados con forma de punta fina, pugnaban con las perfiladas y enarcadas cejas por alcanzar las sienes. Menchu sacaba la lengua de refilón hacia la comisura de los labios, con la boca entreabierta, y Daniela —más neófita en estos menesteres— procuraba no mover los ojos, cuyas pestañas temblonas más parecían unos abanicos que otra cosa.
—Estate quieta, ¡coño! —dijo Menchu con evidente fastidio.
—Jolín. Si no me muevo. Es que te chocas con las pestañas.
—¡Exagerada!
—¿Falta mucho?dijo impaciente Daniela, ya que era su primera salida a la discoteca de moda y su primera noche fuera de casa. ¡Toda la noche! Pues hoy había cumplido los dieciocho años.
—Ya está. Te faltan los labios.
—Deja, que ya me los pinto yo. ¿Me has traído los tejanos de Choni?
—Sííí, están encima de la cama… ¡pesada!
—Los de la talla treinta y dos… esos con agujeros deshilachados.
—¡Que sí!
—¡Ah!, mira, pues me queda bien el rojo pasión con brillo —dijo Daniela, mirándose al espejo.
Seguidamente, refregó los labios uno contra el otro, y con un lápiz resiguió el contorno; luego abrió la boca y, estirando los labios, enarcó las cejas, con esa pose tan característica de las que se maquillan.
—Ahh.
Menchu, sentada en la tapa del váter, se puso las espumillas entre los dedos de los pies para dar una segunda capa de esmalte turquesa a sus uñas, y le dijo:
—Ve poniéndote los tejanos, que Fonsi me llamará de un momento a otro.
—¿Estoy bien? ¿Crees que le gustará? Me he puesto los guanderbrá. ¿Se nota? —dijo con cierta preocupación por si no daba la talla.
—Pues claro, nena. Ahora se te ven un poco más… ¿cómo diría?.... ¡busconas!, eso es, ja, ja. Anda, quítate la toallita de las axilas y déjate caer el top por el hombro derecho, así, como torcido. Es lo que se lleva. A ver… ¡vale!, así. ¡Estás muy guay! ¡Qué fashion, nena! —dijo su amiga entusiasmada.
—¡Menos mal que  has venido pronto! Estoy supermeganerviosa. ¡Gracias, chumina! Muaaks —le dijo, poniendo morritos, mientras se pulverizaba por todo el cuerpo con el último perfume del Kavim Kain para woman.
—¡Mamaaá! Ayúdanos, que no me entran los tejanos.
—Ya te dije que necesitabas la treinta y cuatro —dijo su madre, añadiendo—: pero ¡qué tozuda eres!
—¡Qué va! Anda, estira tú por este lado… ¡Aaaarrg!
—Que no te entra, Daniela…
—¡Menchuuuu, ven!, que solas no podemos.
—¡Voy p’allá! —dijo su amiga, contoneándose como un pato, pues andaba con los talones para no estropearse el esmalte de las uñas de los pies. Y, de paso, cogió un gel lubricante que llevaba en su bolsa.
—¿Qué haces?
—Anda, trae. Bájate el pantalón y déjame a mí.
Dicho esto, Menchu le pringó los muslos, las caderas, las nalgas y la barriga con el lubricante, que era de sabor fresa. Seguidamente, le dijo:
—No respires y esconde la barriga.
Entre la madre de Daniela y Menchu consiguieron subirle los pantalones pitillo.
—¿Ves? Ji, ji, ji. Ahora todavía se te ve más el pecho —dijo Menchu, riendo satisfecha, pero sin cerrar los ojos, ya que tuvo que hacer una grotesca mueca para que no se le corriera el rímel, pues se había puesto tanto que todavía no se había secado.
—Uff —casi que no puedo respirar —dijo Daniela con una voz entrecortada.
—Tranquila, dentro de un rato se te ensancharán.
—Lo que hay que ver, hija. ¡Si tu abuela levantara la cabeza! —dijo su madre, moviendo la cabeza con desaprobación—. Anda daos prisa, que mejor que tu padre no te vea así —dijo entre dientes la madre, meneando la cabeza con cierta inquietud, mientras rezaba porque su marido llegara tarde. La que se iba a liar… ¡Sería gorda!
Menchu se calzó unos zapatos rojos de plataforma altísimos. Haciendo equilibrios, se miró al espejo del recibidor, donde la esperaba su amiga, que llevaba los mismos zapatos, pero en azul eléctrico, y que también estaba ya arreglada. Entonces, Daniela se colgó unos pendientes de aro con cadenitas colgantes en color fucsia, cogió su bolso de Lakahgolin Eguéga y una cazadora punk de cuero negro con chapitas plateadas y azul eléctrico, de formas desiguales.
—¡Mamaaá! ¿Me das suelto?—pidió Daniela a su madre—. Anda, que tenemos prisa —añadió muy nerviosa—. Volveremos tarde. Quita la llave de la puerta, no vaya a pasar como la otra noche —dijo, recordándole los vericuetos que pasaron para que no se despertara su padre.
—Descuida, hija. ¿Adónde vais al final?
—Nos han invitado Quiko y Fonsi a una fiesta. Dicen que es en el polígono El Mogollón, creo que en el pub Esquizo’s tripper. En las afueras de Peñazo.
—Pasadlo bien y vigilad, ¿eh? ¡Que hay mucho peligro por ahí! Porque vais tú y tu novio, Menchu, que se le ve muy formal, que si no…—dijo la madre sin que le llegara la ropa al cuerpo—. Y no vengáis demasiado tarde, que el lunes tenéis examen de diseño. Mañana tendríais que estudiar.
—Descuide, Dulce, se la traeremos entera. El domingo clavamos codos. Un sobresaliente vamos a sacar —dijo riendo Menchu—. Adiós.
—Andad con cuidado, que hay mucho malaje suelto. Y no corráis con el coche.
—Adiós, mamá. Que ya me lo has dichooo tropezientas veces.
—Y vigila tu vaso niña, que la droga… —advirtió la madre, intentando enumerar todos los peligros habidos y por haber…
—Que sí, mamaaaá —dijo Daniela con una cantinela—. ¡No me rayes! —expresó con su habitual tono de estar harta mientras cerraba la puerta con ganas.
—Menchu… ¿Has cogido los Putex?
—Claro. ¿Y tú?
—Llevo uno.
—¿Sólo uno? Pues te podías haber quitado las uñas de porcelana, que resultaría más seguro. Ya te digo. Cuando no tienes experiencia, has de extremar las precauciones. Anda, coge este otro y ándate con cuidado con esas cosas. Siempre hay que llevar al menos uno de repuesto.
—Ya. Ya tendré cuidado.
—Bueno, entonces te recogemos Quico y yo a la salida del Stripper, ¿o qué?
—Mejor dame un toque con el wtsp cuando volváis de todas maneras, por si no hay cobertura o me quedo sin batería; quedamos sobre las seis en la puerta de mi casa —dijo Daniela.
—Mira, ahí tienes a tu Fonsi. ¿Ahora tiene un Mini vintage?
—Se ve que sí. No sabía. Chao, Menchu. Pasadlo bien.
—Nos vemos, Daniela. Muak —dijo, poniendo morritos.
—Hola, nena, ¿subes?
—¿Es nuevo, Fonsi?
—¿No lo ves que sí? Agárrate, ¡que vas a ver lo bien que tira! Quiero ponerle un alerón y unos asientos de piel roja, y un equipo de música conectado a unos neones.
—¡Mooola! ¡Qué Guay!
—Pero tunearlo me costará una pasta. Y tengo que acabar de pagarlo todavía. O sea que a pocas fiestas voy a ir.
—¡Qué chulo quedará! ¡Ostia, parece que esté sentada en el suelo! Pero, ¡no corras tanto, Fonsi!

Unos cuantos kilómetros después, en el arcén de la carretera, el Mini se había empotrado contra la mediana, y, aunque sus ocupantes salieron ilesos, el coche ardía en medio de una columna de humo imponente. Fonsi despotricaba, dándole puntapiés a un árbol cercano y gritando:
—¡Maldita sea! ¡Mierda, mierda y mierda!
En eso llegaron los bomberos, que echaron un buen chorro de espuma sobre aquel pequeño montón de chatarra, y le dijeron:
—Ahora viene la policía a hacer el atestado. La grúa no tardará. Dad gracias que habéis salido a tiempo del coche, chavales.
—Pues sí—dijo Fonsi, sin acabar de creer lo que le acababa de pasar, contemplando el coche carbonizado.
Daniela daba vueltas sin parar, sollozando asustada, diciendo en voz alta:
—Pues a mí, mi padre me mata. A ver cómo le explico yo que íbamos a Peñazo a estas horas. Si no me deja ni salir del barrio. ¿Cuánto has dicho que tardaremos en irnos? Tengo que estar a las seis en la puerta de mi casa.
—¿Solo te preocupa eso? ¡Pues vete con viento fresco! Yo tengo para un rato. Maldita sea, si no te hubieras empeñado en venir a Peñazo, a lo mejor… ¡Me he quedado sin coche! —repetía el chaval desconsolado—. ¡Y me quedan dos años para acabar de pagarlo! ¡Mierda, mierda y mierda!
—No, si encima tendré yo la culpa de que conduzcas como un loco… ¡Idiota! Nos podíamos haber matado.
Los dos jóvenes se enzarzaron en una discusión hasta que se interpuso uno de los bomberos, justo cuando Daniela tiraba el bolso contra el suelo; luego pisó en un agujero del arcén, y el tacón de uno de sus zapatos se quedó clavado allí y se rompió.
—¡Chicos, chicos! Eh, lo importante es que estáis bien.
Nino… ninoo… ninooo…
Iuuu, iuuuu, iuuuuu
Un soberbio alboroto de sirenas anunció la llegada de una ambulancia y del coche de la policía. Comprobaron que los jóvenes no tenían daño ninguno; la prueba del alcohol y de drogas dio negativo. Más que nada, porque a Fonsi no le había dado tiempo a fumarse un canutillo todavía. Y la ambulancia regresó de vacío, afortunadamente. Al instante llegó la grúa. Daniela estaba muy nerviosa, y Fonsi y ella no paraban de discutir. Él, hablando del coche y ella de la bronca de su padre. Como estaban enconados, Daniela decidió abrirse de aquel marrón y se puso a hacer auto-stop. Al poco, paró un coche de alta gama, a una distancia prudencial del siniestro, cuyo conductor —un elegante joven vestido con ropas caras y con ademanes muy educados—, preguntó a Daniela:
—Hola, buenas noches, ¿puedo ayudaros en algo?
—Pues sí, querría irme de aquí lo antes posible— dijo sollozando Daniela, con un aspecto deplorable, pues andaba coja a causa del tacón roto, despeinada y con la cara tiznada a causa del rímel que se había corrido con las lágrimas.
Se acercó de inmediato uno de los policías y le dijo a la muchacha:
—Ya te acercamos nosotros a tu casa, no te preocupes.
—¿Qué no me preocupe? ¿Sabe usted lo que pasará si me lleva la policía a casa? ¡Ni se lo imagina! ¡Usted no conoce a mi padre! Y a mi madre la mato del susto… No, señor.
—Voy hacia el aeropuerto, si vive cerca de mi trayecto puedo acercarla yo.
—Sería mejor que no te fueras —argumentó el policía.
—Ya he cumplido los dieciocho, o sea que soy mayor de edad, ¿no? —dijo, mostrándole el carnet de identidad al agente. Pues prefiero irme con él —dijo señalando a Alan, que esperaba pacientemente en su coche, mientras observaba a Fonsi, que estaba pendiente de lo que quedaba de su coche, atendía mil y una llamadas de teléfono… ( …)



                                                                                 *****


¿Que nos deparará la vida?   ¿¡Quien lo sabe!?

¡Por el momento, a bailar! Os dejo con una canción  muy pegajosa de Alaska y los Dinarama, para que os ayude a marcar el paso.




¡Hasta la próxima entrada!